El niño estrábico fue el primero en salir del retrete, ni tenía por qué haber entrado. Traía los pantalones enrollados hasta media pierna y se había quitado los calcetines. Dijo, Ya estoy aquí, la mano de la chica de las gafas oscuras se movió inmediatamente en dirección a la voz, no acertó a la primera ni a la segunda, pero a la tercera encontró la mano vacilante del pequeño. Poco después apareció el médico, y luego el primer ciego, uno de ellos preguntó, Dónde están, la mujer del médico había cogido ya un brazo del marido, el otro brazo fue tocado y agarrado por la chica de las gafas oscuras. El primer ciego no tuvo durante unos segundos quien lo amparase, después, alguien le puso una mano en el hombro. Estamos todos, preguntó la mujer del médico, El de la pierna herida se ha quedado aliviando otra urgencia, respondió el marido. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Quizá haya otros retretes, empiezo a no aguantar más, perdonen, Vamos a ver si los hay, dijo la mujer del médico, y se alejaron con las manos cogidas. Pasados unos diez minutos, volvieron, habían encontrado un gabinete de consulta que tenía unos servicios anejos. El ladrón salía ya del retrete, se quejaba de frío y de dolores en la pierna. Rehicieron la fila por el mismo orden en que vinieron y, con menos trabajo que antes y ningún accidente, regresaron a la sala. Con habilidad, sin que se notara, la mujer del médico les ayudó a alcanzar la cama correspondiente, la misma en que estaban antes. Fuera de la sala, como si se tratara de algo obvio, recordó que la manera más fácil de que cada uno encuentre su sitio era contar las camas a partir de la entrada, Las nuestras son las últimas del lado derecho, la diecinueve y la veinte. El primero en avanzar por el pasillo fue el ladrón. Estaba casi desnudo, tenía temblores, quería aliviar la pierna dolorida, razones suficientes para que le dieran primacía. Fue yendo de cama en cama, palpando el suelo en busca de la maleta, y cuando la reconoció dijo en voz alta, Aquí está, y añadió, Catorce, De qué lado, preguntó la mujer del médico, El izquierdo, respondió, otra vez vagamente sorprendido, como si ella debiera saberlo sin tener que preguntar. Luego le tocó el turno al primer ciego. Sabía que su cama era la segunda a partir de la del ladrón, del mismo lado. Ya no tenía miedo de dormir cerca de él, estando como estaba con la pierna en tan mísero estado, a juzgar por los lamentos y los suspiros, apenas se podría mover. Cuando llegó, dijo, Dieciséis izquierdo, y se acostó vestido. Entonces, la chica de las gafas oscuras pidió en voz baja, Ayúdennos a quedarnos cerca de ustedes, enfrente, del otro lado, ahí estaremos bien. Avanzaron juntos los cuatro, y rápidamente se instalaron. Pasados unos minutos, el niño estrábico dijo, Tengo hambre, y la chica de las gafas oscuras murmuró, Mañana, mañana comemos, ahora duerme. Luego abrió el bolso y buscó el frasquito que había comprado en la farmacia. Se quitó las gafas, inclinó hacia atrás la cabeza y, con los ojos muy abiertos, guiando una mano con la otra, hizo gotear el colirio. No todas las gotas cayeron en los ojos, pero la conjuntivitis, así tan bien tratada, no tardará en curarse.
Tengo que abrir los ojos, pensó la mujer del médico. A través de los párpados cerrados, las distintas veces que se despertó durante la noche, había visto la claridad mortecina de las bombillas que apenas iluminaban la sala, pero ahora le parecía notar una diferencia, otra presencia luminosa, quizá el efecto de las primeras luces del alba, aunque bien podría ser ya el mar de leche anegándole los ojos. Se dijo a sí misma que contaría hasta diez y que luego abriría los párpados, dos veces lo dijo, dos veces contó y dos veces no los abrió. Oía la respiración profunda del marido en la cama de al lado, alguien roncaba, Cómo irá la pierna de ése, se preguntó, pero sabía que en este momento no se trataba de compasión verdadera, lo que quería era fingir otra preocupación, lo que quería era no tener que abrir los ojos. Se abrieron un instante después, simplemente, y no porque lo hubiera decidido. Por las ventanas, que empezaban a media altura de la pared y terminaban a un palmo del techo, entraba la luz turbia y azulada del amanecer. No estoy ciega, murmuró, y luego, alarmada, se incorporó en la cama, podía haberlo oído la chica de las gafas oscuras, que ocupaba la cama de enfrente. Estaba durmiendo. En la cama de al lado, la que estaba apoyada contra la pared, el niño dormía también; Hizo como yo, pensó la mujer del médico, le ha dejado el sitio más protegido, débiles murallas seríamos, sólo una piedra en medio del camino, sin otra esperanza que la de que en ella tropiece el enemigo, enemigo, qué enemigo, aquí no va a venir nadie a atacarnos, podríamos haber robado y asesinado ahí fuera y no vendrían a detenernos, nunca ese que robó el coche estuvo tan seguro de su libertad, tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quiénes somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué, ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por él se da a identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso existiera, yo veo, todavía veo, pero hasta cuándo. La luz varió un poco, no podía ser la noche volviendo para atrás, sería el cielo, que por cubrirse de nubes atrasaría la mañana. De la cama del ladrón llegó un gemido, Si se le ha infectado la herida, pensó la mujer del médico, no tenemos nada para curarla, ningún recurso, el menor accidente, en estas condiciones, puede convertirse en una tragedia, probablemente eso es lo que ellos están esperando, que acabemos aquí uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia. La mujer del médico se levantó de la cama, se inclinó hacia el marido, iba a despertarlo, pero no tuvo valor para arrancarlo del sueño y saber que continuaba ciego. Descalza, paso a paso, fue hasta la cama del ladrón. Tenía los ojos abiertos, fijos. Cómo está, susurró la mujer del médico. El ladrón movió la cabeza en dirección a la voz y dijo, Mal, me duele mucho la pierna, ella iba a decirle, Déjeme ver, pero se calló a tiempo, qué imprudencia, fue él quien no se acordó que allí sólo había ciegos, actuó sin pensar, como habría hecho pocas horas antes, allá fuera, si un médico le dijera A ver cómo va eso, y levantó la manta. Hasta en aquella penumbra, quien pudiera servirse de los ojos, aunque fuese mínimamente, vería el jergón empapado en sangre, el agujero negro de la herida con los bordes hinchados. La atadura se había soltado. La mujer del médico bajó cuidadosamente la manta, luego, con un gesto leve y rápido, posó la mano en la frente del hombre. La piel, seca, estaba ardiendo. La luz varió otra vez, las nubes se alejaban. La mujer del médico volvió a su cama, pero no se acostó ya. Miraba al marido, que murmuraba en sueños, los bultos de los otros bajo las mantas grises, las paredes sucias, las camas vacías a la espera, y serenamente deseó estar ciega también, atravesar la piel visible de las cosas y pasar al lado de dentro de ellas, a su fulgurante e irremediable ceguera.
De pronto, procedente del exterior de la sala, probablemente del vestíbulo que separaba las dos alas frontales del edificio, se oyó un ruido de voces violentas, Fuera, fuera, salgan, Lárguense, Aquí no pueden quedarse, Tienen que cumplir las órdenes. Creció el tumulto, disminuyó luego, una puerta se cerró con estruendo, ahora sólo se oía algún sollozo, el rumor inconfundible de alguien que acababa de tropezar. En la sala estaban ya todos despiertos. Con la cabeza vuelta hacia el lado de la entrada, no necesitaban ver para saber que también eran ciegos los que iban a entrar. La mujer del médico se levantó, por su voluntad habría ido a ayudar a los recién llegados, les diría unas palabras de afecto, los guiaría hasta los camastros, les informaría, Mire, ésta es la siete del lado izquierdo, ésta es la cuatro del lado derecho, no se equivoque, sí, aquí estamos seis, llegamos ayer, fuimos los primeros, los nombres qué importan, uno creo que cometió un robo, otro fue el robado, hay una muchacha misteriosa de gafas oscuras que se pone colirio en los ojos para tratar una conjuntivitis, que cómo sé yo, que estoy ciega, que son oscuras las gafas, es que mi marido es oftalmólogo y ella fue a su consultorio, sí, también él está aquí, nos ha tocado a todos, ah, es verdad, y el niño estrábico. No se movió, sólo le dijo al marido, Llegan más. El médico saltó de la cama, la mujer le ayudó a ponerse los pantalones, no tenía importancia, nadie podía verlo, en aquel momento empezaron a entrar los ciegos, eran cinco, tres hombres y dos mujeres. El médico dijo, levantando la voz, Tengan calma, no se precipiten, aquí somos seis personas, cuántos son ustedes, hay sitio para todos. Ellos no sabían cuántos eran, cierto es que se habían tocado unos a otros, a veces tropezaron mientras eran empujados desde el ala izquierda hacia ésta, pero no sabían cuántos eran. Y no traían equipajes. Cuando, en la otra parte del edificio, despertaron ciegos, y comenzaron a lamentarse, los otros los echaron sin contemplaciones, sin darles siquiera tiempo para despedirse de algún pariente o amigo que con ellos estuviera. Dijo la mujer del médico, Lo mejor sería que se fueran numerando y diciendo cada uno quién es. Parados, los ciegos vacilaron, pero alguien tenía que empezar, dos hombres hablaron al mismo tiempo, siempre pasa igual, luego los dos se callaron, y fue un tercero quien comenzó, Uno, hizo una pausa, parecía que iba a dar su nombre, pero lo que dijo fue, Soy policía, y la mujer del médico pensó, No ha dicho cómo se llama, seguro que sabe que eso aquí no tiene importancia. Ya otro hombre se estaba presentando, Dos, y siguió el ejemplo del primero, Soy taxista. El tercer hombre dijo, Tres, soy dependiente de farmacia. Después, una mujer, Cuatro, soy camarera de hotel, y la última, Cinco, soy oficinista. Es mi mujer, mi mujer, gritó el primer ciego, dónde estás, dime dónde estás, Aquí, estoy aquí, decía ella llorando y avanzando trémula por el pasillo, con ojos desorbitados, las manos luchando contra el mar de leche que por ellos entraba. Más seguro, él avanzó hacia ella, Dónde estás, dónde estás, murmuraba ahora como si rezase. Las manos se encontraron, un instante después estaban abrazados, eran un cuerpo solo, los besos buscaban los besos, a veces se perdían en el aire porque no sabían dónde estaban los rostros, los ojos, la boca. La mujer del médico se agarró al marido, sollozando como si también ellos se hubieran encontrado, pero lo que decía era, Qué desgracia la nuestra, qué fatalidad. Entonces se oyó la voz del niño estrábico que preguntaba, Y mi madre. Sentada en la cama del pequeño, la chica de las gafas oscuras murmuró, Vendrá, no te preocupes, vendrá.