Eran las nueve cuando el comisario se despertó. No estaba llorando, señal de que los invasores no habían utilizado gases lacrimógenos, no tenía las muñecas esposadas ni pistolas apuntándole a la sien, cuántas veces los temores vienen a amargarnos la vida y al final resulta que no tenían ni fundamento ni razón de ser. Se levantó, se afeitó, se aseó como de costumbre y salió con la idea fija de tomar un café donde la víspera había desayunado. De paso compraría los periódicos, Ya pensaba que no vendría hoy, dijo el quiosquero con la cordialidad de un viejo conocido, Falta aquí uno, observó el comisario, No ha salido, y la distribuidora no sabe cuándo volverá a publicarse, quizá la próxima semana, parece que le ha caído encima una buena multa, Y por qué, Por culpa del artículo, del que se hicieron las fotocopias, Ah, bueno, Aquí tiene su bolsa, hoy se lleva nada más que cinco, va a tener menos que leer. El comisario agradeció y se fue en busca del café. No se acordaba bien dónde quedaba la calle y el apetito aumentaba a cada paso, al pensar en las tostadas se le hacía la boca agua, perdonemos a este hombre lo que a primera vista parece deplorable golosía impropia de su edad y condición, pero hay que recordar que ayer ya llevaba el estomago vacío cuando se fue a la cama. Encontró por fin la calle y el café, ahora está sentado ante una mesa, mientras espera pasa los ojos por los periódicos, he aquí los titulares, en negro y rojo, para que nos hagamos una idea aproximada de los respectivos contenidos, Nueva acción subversiva de los enemigos de la patria, Quién puso a funcionar las fotocopiadoras, Los peligros de la información oblicua, De dónde salió el dinero para pagar las fotocopias. El comisario desayunó lentamente, saboreando hasta la última migaja, incluso el café con leche está mejor que el de la víspera, y cuando llegó al final, estando ya el cuerpo rehecho, el espíritu le recordó que desde ayer se encuentra en deuda con el jardín y con la fuente, con el agua verde y con la mujer del cántaro inclinado, Sentiste el deseo de ir y sin embargo no fuiste, Pues ahora mismo voy, respondió el comisario. Pagó, reunió los periódicos y se puso en camino. Podría haber tomado un taxi, pero prefirió ir a pie. No tenía nada que hacer y era una manera de emplear el tiempo. Cuando llegó al jardín, se sentó en el banco donde estuvo con la mujer del médico y conoció de verdad al perro de las lágrimas. Desde allí veía la fuente y a la mujer del cántaro inclinado. Debajo del árbol aún hacía un poco de fresco. Se tapó las piernas con los faldones de la gabardina y se acomodó suspirando de satisfacción. El hombre de la corbata azul con pintas blancas vino por detrás y le disparó un tiro en la cabeza.