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A las once el hombre de la corbata azul con, pintas blancas subió a la terraza de un edificio fronterizo con la fachada posterior de la casa donde viven la mujer del médico y el marido. Lleva una caja de madera barnizada, de forma rectangular. Dentro hay un arma desmontada, un fusil automático con mira telescópica, que no será utilizada porque a una distancia de éstas es imposible que un buen tirador falle el objetivo. Tampoco usará el silenciador, pero, en este caso, por motivos de orden ético, al hombre de la corbata azul con pintas blancas siempre le ha parecido una grosera deslealtad para con la víctima el uso de tal aparato. El arma ya está montada y cargada, cada pieza en su lugar, un instrumento perfecto para el fin a que se destina. El hombre de la corbata azul con pintas blancas elige el sitio desde donde disparará y se pone a la espera. Es una persona paciente, lleva en esto muchos años y siempre hace bien su trabajo. Más pronto o más tarde la mujer del médico tendrá que asomarse a la terraza. Sin embargo, para el caso de que la espera se prolongue demasiado, el hombre de la corbata azul con pintas blancas lleva consigo otra arma, un tirachinas común, de esos que lanzan piedras y están especializados en romper los cristales de las ventanas. No hay nadie que oiga que se le parte un cristal y no acuda corriendo a ver quién ha sido el vándalo infantil. Pasó una hora y la mujer del médico no ha aparecido, ha estado llorando, la pobre, pero ahora vendrá a respirar un poco, no abre una ventana de las que dan a la calle porque siempre hay gente mirando, prefiere las de atrás, mucho más tranquilas desde que existe la televisión. La mujer se aproxima a la barandilla de hierro, pone las manos encima y siente la frescura del metal. No podemos preguntarle si oyó los dos tiros sucesivos, yace muerta en el suelo y la sangre corre y gotea hasta el piso de abajo. El perro viene corriendo desde dentro, olfatea y lame la cara de la dueña, después estira el cuello hacia arriba y suelta un aullido escalofriante que otro tiro inmediatamente corta. Entonces un ciego preguntó, Has oído algo, Tres tiros, respondió el otro, Pero había también un perro dando aullidos, Ya se ha callado, habrá sido el tercer tiro, Menos mal, detesto oír los perros aullando.