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Ella negó con la cabeza.

—Lo suficiente para que no me cree problemas en el estómago, pero eso es todo. A veces he pensado que no estaría mal pasar las vacaciones en Acuática y ver cómo se practica la natación en caída libre; pero me han dicho que es caro y siempre he estado demasiado ocupada.

—Si vienes a trabajar aquí podrás hacerlo gratis. Los grandes acuarios del Engranaje están abiertos continuamente a los nadadores.

Volvió la cara, de forma que ya no la miraba directamente. Cuando habló de nuevo. Su voz era completamente neutral.

—Hay otras experiencias en caída libre que deberías probar… son realmente interesantes. Tal vez puedas hacerlo antes de volver al Instituto y decirle a los otros cómo es todo esto.

El sintió que los músculos de su brazo se tensaban nuevamente bajo su contacto.

—Vamos a ver primero qué pasa con Salter Wherry, ¿no? —dijo ella. Su voz era indiferente, pero parecía un poco divertida—. Tal vez tenga que decirles que no salió bien. O tal vez tengamos algo que celebrar.

El área en la que entraban parecía sustancialmente diferente de las partes de la Estación Salter que Judith ya había visto. En vez de paredes metálicas y remaches había suelos cubiertos de suaves alfombras y flanqueados por elaborados murales. En la puerta de una antecámara se encontraron con un jovencito vestido con un ajustado uniforme de color azul eléctrico. A Judith le pareció un chico atractivo, de no más de trece años. Su cara era suave, sin rastro de pelo.

—Ha decidido que la verá solo —dijo, con una voz aún sin formar del todo.

Hans Gibbs se encogió de hombros, miró al jovencito y luego a Judith.

—Te esperaré aquí. Buena suerte… y recuerda que tienes una carta que quiere con todas sus fuerzas.

Judith consiguió formar una sonrisa amarga.

—Y lo que quiere lo consigue, ¿no? Gracias de todas formas. Te veré luego.

Siguió al jovencito a través de la entrada adornada con cortinas. En la gravedad reducida, el chico andaba haciendo balancear elegantemente las caderas.

¿Lo hacía intencionadamente? Jan De Vries, probablemente, tenía razón sobre los gustos personales de Salter Wherry; aquel era uno de los típicos detalles que debía conocer. Judith intentó que sus movimientos fueran económicos y funcionales mientras le seguía por el suelo curvo de la cámara y entraba en otra habitación más grande, ésta sin ventanas. El muchacho se detuvo. Aparentemente habían llegado. Judith miró a su alrededor, sorprendida.

Habría podido comprender la opulencia. Éstas eran las habitaciones privadas de un hombre cuya fortuna excedía la de la mayoría de las naciones de la Tierra… quizá de todas ellas. ¿Pero aquello?

La habitación en la que habían entrado era fea y desnuda. En vez de las cortinas y murales de la antecámara, estaba contemplando unas paredes oscuras, un techo y un suelo sencillo, cubiertos de plástico. El mobiliario consistía en sillas de respaldo recto, un estrecho sofá y una vieja mesa de madera. Y había algo más, aún más extraño…

Judith tuvo que pensar unos segundos antes de comprender qué era. Faltaba algo. La habitación carecía de terminales de datos o de pantallas; ni siquiera podía ver un teléfono o un televisor.

Pero Salter Wherry tenía influencias e intereses en todo el Sistema. Una sola palabra suya podría provocar la bancarrota en países enteros. Tenía que considerar que los equipos de comunicación más modernos y elaborados eran absolutamente esenciales…

Judith se acercó a la mesa, ignorando al jovencito que la había traído aquí. No había nada. Ningún terminal, ningún enlace de datos, ningún modem; ni siquiera cubos contenedores de datos. Estaba mirando una mesa desnuda con dos carpetas y un libro negro entre ellas. Una Biblia.

—¿Dónde guarda todos los…? —empezó a decir ella, —¿Vídeos? ¿Libros? ¿Equipo electrónico? —dijo una voz diferente a sus espaldas—. Tengo todo lo que creo necesario.

Salter Wherry había entrado silenciosamente en la habitación a través de una puerta a la izquierda. Las fotos que había visto de él mostraban a un hombre de mediana edad, vigoroso, sanguíneo y de fuerte complexión, con una cara carnosa y sensual y una nariz prominente. Pero aquellas fotos habían sido tomadas hacía treinta años, antes de que Salter Wherry se recluyera. El hombre que había ahora ante Judith Niles era increíblemente frágil, con una cara delgada y arrugada. Judith le miró fijamente mientras él le tendía las manos. La nariz aguileña era lo único que había sobrevivido del joven Salter Wherry. Para Judith, la nueva versión era mucho más impresionante. Toda la suavidad se había fundido, y lo que quedaba había sido templado en su propia forja interna. Los ojos dominaban al resto, brillantes y azules, enmarcados por unas profundas ojeras.

—Muy bien, Edouard. Déjanos ahora —dijo Wherry tras unos instantes. Su voz era bronca y sorprendentemente profunda, sin que se apreciaran en ella los débiles tonos de la ancianidad.

El muchacho asintió, deferente, pero cuando se dio la vuelta para marcharse miró a Judith con una cierta condescendencia y un arrogante movimiento de hombros. Salter Wherry hizo un gesto hacia el estrecho sofá.

—Si no le hace sentirse incómoda, me quedaré de pie. Hace mucho tiempo descubrí que pienso mejor así.

Judith sintió que los músculos de su estómago se tensaban involuntariamente cuando se sentó. La intuitiva percepción de Wherry era legendaria. Sería difícil esconder ningún secreto al escrutador intelecto que había tras aquellos ojos firmes.

Ella se aclaró la garganta.

—Le agradezco que haya accedido a verme.

Salter Wherry asintió lentamente.

—Supongo que su deseo no era meramente social. Y quiero que sepa con certeza que el problema con el que se enfrenta su Instituto es de primera importancia para mí. Nos hemos visto obligados a introducir tantas nuevas precauciones en el trabajo de construcción en el espacio que nuestro ritmo de progreso en las nuevas arcologías se ha vuelto patético.

Se quedó inmóvil ante ella, esperando en silencio.

—Desde luego, no es social. —Judith volvió a aclararse la garganta—. Mi personal está haciendo algunas preguntas. Quiero conocer las respuestas tanto como ellos. Por ejemplo, tienen ustedes un problema con la narcolepsia. Estamos bien cualificados para lidiar con él.

Y si tengo razón, pensó, puede que ya lo haya resuelto. Ve con cuidado ahora; éste no es el punto principal a tratar.

—Pero ¿por qué no nos emplea simplemente como consultores? —dijo ella—. ¿Por qué tomarse la molestia y el gasto de contratar a un Instituto entero, el coste…?

—Un coste insignificante, comparado con un centenar de otras empresas que tengo aquí arriba. Descubrirá que soy generoso con el dinero y los demás recursos. «No se relame el buey cuando el trigo escasea.»

—De acuerdo, incluso sin considerar el coste. ¿Por qué crear un Instituto, cuando quiere resolver un solo problema?

El asintió gentilmente.

—Doctora Niles, es usted lógica. Pero permítame indicarle que lo ve desde una perspectiva equivocada. El problema es demasiado importante para que yo los use como consultores. Necesito atención exclusiva. Si se queda usted en la Tierra, con sus responsabilidades actuales hacia las Naciones Unidas, ¿cuánto tiempo podrían dedicar a mi problema? ¿Cuánto tiempo de la doctora Bloom, del doctor Cameron, del doctor De Vries? ¿Un diez por ciento? ¿O un veinte por ciento?

—Entonces por qué no contratar a un equipo para el problema específico? Los salarios que ofrece atraerían a muchos miembros de mi personal.

—¿Y a usted? —Sonrió mientras ella seguía mostrándose hermética—. Pensé que no. Sin embargo, me han dicho que, si hay alguien que pueda resolverlo, es Judith Niles.