Una cuarta oleada había empezado. Pero ahora era demasiado difícil seguir la pantalla. Los puntos de luz convergían, y la limitada resolución del aparato hacía que muchas parecieran a punto de colisionar, a pesar de que miles de kilómetros las separaran en el espacio. Los dos hombres parecían hipnotizados mientras contemplaban el carrusel de naves en órbita. Charlene se acercó al mirador y contempló directamente la Tierra debajo. No se veía nada. Las naves eran demasiado pequeñas para que se notaran contra el gigantesco creciente del planeta. Sacudió la cabeza, y se volvió a mirar el contador de lanzamientos. La suma continuaba a medida que se confirmaba la velocidad orbital de un nuevo grupo.
Hans se dio la vuelta y los tres permanecieron inmóviles, codo con codo. La sala permaneció totalmente silenciosa durante varios minutos, a excepción del suave bip de los contadores.
—Ya casi han partido todas —dijo por fin Charlene. Aún contemplaba el contador—. Doscientas tres. Cuatro. Cinco. Falta una. Ahí está. Doscientas seis. ¿Tenemos que aplaudir?
Sonrió a Wolfgang, quien le apretó la mano casi inconscientemente. Entonces se dio la vuelta hacia el contador. Lo contempló durante un segundo. De repente, se sentía insegura de lo que estaba viendo.
—¡Eh! Hans, creí que habías dicho que eran un total de doscientas seis. El indicador señala doscientas catorce, y continúa.
—¿Qué? —Hans giró la cabeza para mirar, mientras el resto de su cuerpo lo hacía hacia el otro lado para compensar el movimiento en la baja gravedad—. No puede ser. Escogí todas las naves que podían volar. No hay manera…
Su voz se debilitó. En la pantalla había brotado una fuente de brillantes puntos de luz. Estaba centrada en una zona del sudeste asiático. Mientras miraban, uno de los altavoces de la consola crepitó y cobró vida.
—¡Hans! ¡Alerta roja! —la voz era ronca y débil, pero Wolfgang reconoció el tono de autoridad. Era Salter Wherry—. Conecta nuestros sistemas de defensa. Los monitores muestran un lanzamiento de misiles en el oeste de China. Aún no hay información sobre la trayectoria. Lo mismo podrían estar dirigidos hacia América, la Unión Soviética o hacia nosotros. Es demasiado pronto para decirlo. No he seguido mirando. Avisa a las otras estaciones. Estaré en el control central dentro de un minuto.
A pesar de su tono agónico, la voz había dado sus órdenes con tanta rapidez que las palabras se atropellaron unas a otras. Hans Gibbs ni siquiera intentó replicar. Se puso de pie y se dirigió hacia otra de las consolas. Quitó un sello de plástico y pulsó el interruptor que había detrás antes de que Wolfgang o Charlene pudieran moverse.
—¿Qué es lo que pasa? —chilló Charlene.
—No lo sé —Hans parecía como si se estuviera ahogando—. Pero mira las pantallas… y el contador. Esos tienen que ser lanzamientos de misiles. No podemos permitirnos el lujo de esperar a ver hacia dónde se dirigen.
El indicador se había vuelto loco y los dígitos cambiaban demasiado rápidamente para que pudieran leerlos. La cuenta de lanzamientos había rebasado ya los cuatrocientos y aún continuaba. Salter Wherry entró tambaleándose en la sala de control.
Fue su llegada, en persona, lo que hizo que Charlene comprendiera la seriedad de la situación. Aquí estaba el hombre que apenas se veía con nadie, que colocaba su intimidad por encima del dinero, que odiaba exponerse a los extraños. Y aquí se encontraba, en la sala de control, ajeno a la presencia de Charlene y Wolfgang.
Le miró con curiosidad. ¿Era ésta la leyenda viviente, el arquitecto maestro del desarrollo del Sistema Solar? Sabía que era muy viejo. Pero parecía más que viejo. Su cara era blanca y macilenta, como una máscara mortuoria, y sus finas manos temblaban.
—Los locos —dijo suavemente. Su voz era un susurro entrecortado—, ¡Oh! ¡Los locos, los malditos, malditos, malditos locos! Temía esto, pero nunca creí realmente que llegara a suceder mientras vivía. ¿Has levantado nuestras defensas?
—Están en posición —contestó Hans roncamente—. Estamos protegidos. ¿Pero qué hay de las naves que vienen de camino? Volarán en pedazos si tienen una trayectoria de encuentro con nosotros.
Charlene le miró atontada durante un segundo. Entonces comprendió.
—¿Las naves? Oh, Dios mío, todo el personal del Instituto viene de camino. No pueden usar sus misiles defensivos contra ellos… ¡no pueden hacerlo!
Wherry la miró, como si se diera cuenta de la presencia de extraños en la sala por primera vez.
—Las naves más rápidas no llegarán aquí hasta dentro de una hora —dijo.
Se hundió en una silla, respirando con dificultad. Tosió y se recostó. Su piel parecía blanca y seca, como un amasijo.
—Para entonces todo habrá acabado, de una manera o de otra. Los misiles de ataque tienen alta aceleración. Si están dirigidos a nosotros, estarán aquí dentro de veinte minutos. Si no, todo habrá terminado de todas formas. Hans, señala nuestra posición en la pantalla.
La posición de la Estación Salter apareció en la pantalla como un brillante circulo blanco. Hans la estudió unos instantes, con la cabeza inclinada hacia un lado.
—No creo que vengan hacia nosotros —dijo—. Se dirigen al este de la Unión Soviética y los Estados Unidos, por lo que parece. ¿Qué es lo que pasa?
Wherry permaneció sentado, con la cabeza gacha.
—Mira a ver qué puedes captar en las comunicaciones por radio. —Se aclaró la garganta; la respiración silbaba en su laringe—. Siempre nos ha preocupado que alguien intentara asestar un primer golpe para borrar el poder disuasor de los otros. Eso es lo que estamos viendo. Algún loco ha aprovechado la ventaja que le han dado nuestros lanzamientos, así los otros tardarán en darse cuenta de que se está produciendo un ataque.
Hans había localizado una frecuencia de radio.
—Silencio en las radios de China. Mirad la pantalla. Esos tienen que ser los misiles de los Estados Unidos. El contraataque. Sabíamos que un primer golpe por sorpresa no funcionaría, y no ha funcionado.
Un denso amasijo de puntos de fuego barría el polo norte. Al mismo tiempo, un nuevo estallido se alzaba al este de Siberia. El contador de lanzamientos se había vuelto completamente loco y emitía una serie de agudos pitidos a medida que los lanzamientos individuales se hacían demasiado frecuentes para ser marcados como bips separados. Más de dos mil lanzamientos de misiles habían sido registrados en menos de tres minutos.
—No podía funcionar y no funcionó —dijo suavemente Salter Wherry—. El primer golpe no sale bien nunca… casi siempre da opción al contraataque.
Inclinó la cabeza sobre el pecho. Por primera vez, Charlene pensó que podría estar viendo algo más que la edad y la preocupación.
—¡Wolfgang! ¡Échame una mano!
Ella se acercó a Wherry y le tomó por la barbilla y le levantó la cabeza. Sus ojos estaban fijos y abiertos, como si una especie de película transparente los cubriera. Él alzó débilmente la mano derecha para agarrar la suya. Estaba helada. Tenía la otra mano crispada sobre el pecho.
—No podía funcionar. No podía —la voz era un susurro—, Es el fin, el fin del mundo, el fin de todo.
—Está sufriendo un ataque al corazón. —Charlene se inclinó par levantarle, pero Wolfgang fue más rápido.
—Hans. Podrías hacer esto mejor que yo, pero quédate donde estás… tenemos que saber qué es lo que pasa. Llama al servicio médico y dile que pensamos que es un infarto. Pregúntales si debemos moverlo o si quieren tratarle aquí… y si lo quieren en el hospital, dime cómo llevarle allí.