El traje de Peron emitió un leve sonido, apañándole de su sueño. Se irritó con sus propios pensamientos. No lo negaba, se sentía celoso. Era exactamente el tipo de locura romántica que despreciaba, el tipo de cosa por la que solía pinchar a Miria, su hermana menor.
Se concentró en su tarea. No había tiempo para soñar ahora. Aquí estaba Remolino para enseñarle una lección sobre cómo pensar bien. Estaba a un par de kilómetros de la superficie, viajando casi en paralelo, pero demasiado rápido para que se sintiera cómodo.
Visto a través de un telescopio, Remolino no era un objeto interesante. Era una bola lisa y plateada de unos dos mil kilómetros de diámetro, ligeramente rugosa en el ecuador. Su gran densidad le daba una gravedad superficial en los polos de un quinto de g, un poco más que la Luna de la Tierra. Una persona con un traje espacial, cayendo libremente contra su superficie, la golpearía a una velocidad de dos kilómetros por segundo… lo bastante rápido para que después resultara difícil reconocer como humano lo que había dentro del traje.
Pero eso era cierto para una caída en cualquier planeta del sistema, y la gente no intentaba aterrizar sobre objetos de tamaño planetario sin nave. La composición de Remolino no tenía ningún interés particular. El planeta había sido ignorado durante mucho tiempo, hasta que finalmente algún astrónomo se tomó el trabajo de examinar su promedio de rotación.
El interés creció rápidamente. Remolino era excepcional. Lo que lo convertía en único había sucedido recientemente, según se mide el tiempo geológico. Unos cien mil años antes, un encuentro planetario cercano había transferído al cuerpo un momento angular altamente anómalo. Desde entonces, Remolino se quedó girando locamente sobre su eje, completando una rotación completa en sólo setenta y tres minutos. A esa velocidad, la aceleración centrípeta en el ecuador igualaba a la fuerza gravitacional. Una nave que volara en una trayectoria que rozara la superficie de Remolino, moviéndose a 1.400 metros por segundo en el momento de su aproximación, podría aterrizar suavemente en el planetoide sin registrar ningún impacto; y un humano con un traje especial, ayudándose solamente de los propulsores del traje, podía hacer lo mismo.
Pero una cosa era la teoría y otra la práctica, pensó Peron. Una cosa era sentarse y discutir el problema en la nave ínter Sistema con los otros participantes y otra muy distinta correr hacia Remolino en una trayectoria tangencial.
Habían echado a suertes quién sería el primer contendiente en bajar. Peron había «ganado», según dijo Gilby con una sonrisa sádica. Los otros, en parejas, tendrían una tarea mucho más fácil tras las acciones que Peron llevaría a cabo, unos pocos minutos después, si llegaba de una pieza.
Se preguntó qué harían los otros si no aterrizaba sano y salvo. ¿Nombrarían a alguien para que lo intentara? ¿O abandonarían la idea y se trasladarían a otro planeta? En teoría, los participantes tenían una sola oportunidad en las pruebas (Kallen era una rara excepción). Pero la muerte era una constante en todos los juegos de la Planetfiesta. Las muertes de los participantes no eran mencionadas nunca por el gobierno, y nunca se les concedía ni una palabra de publicidad en los noticiarios controlados; pero cuantos se presentaban a las pruebas sabían la verdad. No todos volvían a casa como ganadores, ni siquiera como perdedores. Algunos contendientes habían perdido la vida en el calor abrasador del Desierto de Talimantor, o en una trampa en los bosques de Villasylvia, o en una fosa congelada en las nieves eternas de las Montañas de Capandor, o tras una lenta asfixia en las cavernas subterráneas del Río Charant… el miedo secreto de Peron.
Tiritó y miró hacia delante. Aquellos peligros habían quedado atrás, pero la muerte no se había quedado en Pentecostés. Estaría dispuesta a visitar a Peron en Remolino. El equipo que Peron llevaba consigo le había parecido pequeño cuando salió de la nave, pero ahora, cuatrocientos kilos de cables, resortes y clavijas, le parecían una montaña que le seguía como una cola de medio kilómetro. Si no lo controlaba, le envolvería al aterrizar.
La superficie parecía tan cercana que sintió que podía alargar la mano y tocarla. Hizo unos pequeños ajustes con los propulsores del traje. Su velocidad era la justa para iniciar una órbita estable sobre Remolinos, nivel de superficie. Hizo girar el traje para aterrizar con los pies y tocó la superficie con la suavidad con que se da un beso.
Había aterrizado sin problemas, pero de inmediato apareció uno. Se dio cuenta de que entraba en el centro de una cegadora nube de polvo, guijarros y fragmentos de roca. La gravedad efectiva aquí, en el ecuador de Remolino, era casi cero, y la lluvia de arena y roca no tenía prisa en asentarse o dispersarse. Trabajando simplemente al tacto, Peron cogió una de las dos clavijas que llevaba y la colocó verticalmente sobre la superficie y arrastró la carga. Las manos le temblaban. Tenía que ser rápido. Sólo le quedaban treinta segundos para asegurar una posición firme. Luego tendría que estar listo para el equipo.
La carga explosiva del extremo de la clavija estalló, introduciendo profundamente la aguda punta en la superficie del planeta. Peron la sacudió, confirmando que estaba asegurada, y luego colocó la segunda clavija. Anudó dos presillas de su traje alrededor de las clavijas y miró hacia los fardos móviles del equipo.
Parecía imposible. El equipo estaba aún a doscientos metros de distancia. Toda la operación de aterrizaje —minutos, según su reloj mental— tenía que haberse hecho en solo unos pocos segundos. Tuvo tiempo de examinar el fardo de equipo y decidir dónde asegurarlo.
El equipo se aproximó hasta él, flotando hacia la superficie. La velocidad había sido exacta. Le llevó menos de cinco minutos de trabajo colocar otro juego de clavijas en una curva parabólica a lo largo de la superficie y emplazar cables catapultadores en torno. La telaraña final de cables y resortes parecía frágil, pero aguantaría y sujetaría todo cuanto llegara con menos de trescientos metros por segundo de velocidad relativa.
Peron examinó por última vez su trabajo y luego activó el comunicador del traje.
—Todo listo. —Esperaba que su voz sonara tan indiferente como le hubiera gustado—. Venid cuando queráis. La catapulta está en posición.
Inspiró profundamente. La mitad estaba hecha. Cuando hubieran explorado la superficie en grupo, usarían la catapulta para lanzar a todos los demás, y Peron estaría otra vez solo en Remolino. Entonces (con los dedos cruzados) tendría que despegar hasta llegar a la seguridad de la nave.
16
Peron no podía recordar el momento exacto en que supo que iba a morir en Remolino. El conocimiento había crecido exponencialmente, quizá durante un minuto, mientras su mente examinó rápidamente todas las vías de escape posible y las rechazó todas. Una fría certeza había reemplazado finalmente a la esperanza.
El aterrizaje había sido casi perfecto, y los otros seis participantes asignados para visitar Remolino surcaron el espacio para aterrizar suavemente en la telaraña. Wilmer, que había pareja con Kallen, había sido la excepción. Había llegado barrenando demasiado rápido y demasiado alto, y sólo gracias a que Kallen dio un brusco tirón del cable pudo bajar lo suficiente para conectar con los cables.