—¿Podremos movernos como queramos cuando lleguemos a la superficie?
—Naturalmente —respondió de inmediato la voz alegre pero impersonal de la máquina—. Habrá a su disposición vehículos de tierra y aire, así como sistemas de información personal para contestar cualquier pregunta. Los servicios se cargarán automáticamente a su cuenta.
Elissa miró a Peron. Que supiera, no tenían cuenta de crédito de ningún tipo. Tendrían que discutirlo con Jan De Vries cuando regresaran.
—¿Han elegido un lugar? —continuó el ordenador de servicio.
—Espera un minuto. —Peron se apartó del micrófono—. ¿Elissa? Vamos a apartarnos de los demás. Tal vez podamos echar un vistazo a una típica ciudad terrestre, y luego podemos ver territorio salvaje.
Ella asintió y Peron comunicó a la máquina su respuesta. Se hizo el mayor silencio hasta el momento.
—Lo siento —dijo la voz por fin—. No podemos cumplir su petición.
—¿No está permitido? —preguntó Elissa.
—Podría estarlo. Pero el entorno que describen ya no existe.
Elissa quedó perpleja.
—¿Quiere decir que ya no hay ningún paisaje natural en ninguna parte de la Tierra?
—No —dijo la voz. Peron imaginó que podía oír un cierto tono de sorpresa en los alegres tonos de la máquina—. Hay paisajes naturales, muchísimos. Pero no hay ciudades en la Tierra.
25
El avance constante de los glaciares había sido más efectivo en el hemisferio norte. En África, Australia y América del Sur los grandes océanos habían moderado las temperaturas y frenado el avance de las regiones polares. Podían encontrarse bolsas de nieve ocasionales a cuarenta grados al sur del ecuador, pero en el norte los glaciares lo dominaban todo más allá de los treinta y cinco grados de latitud.
Incluso en Cielo Abajo la temperatura era gélida. Peron y Elissa salieron del vehículo al pie del Árbol de las Habichuelas y se encontraron bajo el cielo claro y el brillo del sol, pero el fuerte viento del este les hizo ver que necesitaban ropa de abrigo. Mientras la mayor parte de los visitantes se decantaron hacia una reunión donde les indicarían cuáles eran las vistas típicas de la Tierra, ellos dos tomaron un autoaéreo y volaron al norte.
Pasaron la primera noche en la exuberante costa septentrional del Mar Mediterráneo, cerca del antiguo emplazamiento de Trípoli. El ordenador del servicio de información les dijo que habían llegado a la frontera con los bosques. Más al norte, en lo que antaño había sido Europa, sólo persistían conjuntos de abetos y pinos que se aferraban a las faldas encaradas al sur.
La noche vino rápidamente, cubriendo de oscuridad la playa de arenas blancas. El autoaéreo contenía dos camastros, pero estaban en lados opuestos de la cabina. Peron y Elissa eligieron dormir fuera, protegidos por los sensores automáticos y el sistema de alarma del auto. Juntos, bajo el cielo sin luna, contemplaron las constelaciones desconocidas. Recortadas contra su lento movimiento, una o dos de las estaciones espaciales quedaban constantemente a la vista. El sueño no llegaría fácilmente. Hablaron durante largo rato de Pentecostés, de la Planetfiesta, de Remolino y del accidente de Peron que les había hecho avanzar años luz y siglos.
La noche estaba llena de sonidos desconocidos. El viento ululaba en la copa de los árboles, y las olas batían constantemente en la orilla. Al sur, unos animales se llamaban mutuamente. Sus voces parecían familiares, como si fueran humanos que gritaran y gimieran en alguna lengua extranjera. Cuando Peron se quedó por fin dormido, tuvo sueños desagradables. Las voces le llamaban a través de la noche; pero ahora imaginaba que podía comprender el lamento de su mensaje.
«Tu visita a la Tierra es una ilusión. Te estás escondiendo de la verdad, intentando negar acciones desagradables que no pueden ser rechazadas. Debes regresar al espacio-L, y aún más allá.»
A la mañana siguiente despegaron y se dirigieron a Asia. Dos días de viaje convencieron a Peron y Elisa de dos cosas: aparte de la localización general de las masas de tierra, aquel planeta no tenía ningún parecido con el mundo de fábula que describían los archivos de Pentecostés y de la nave. Y no había ninguna probabilidad de que pudieran escoger vivir en la Tierra, aunque pudieran volver a colonizarla en un futuro cercano. Pentecostés era más hermoso en todos los sentidos.
Mantuvieron un enlace constante con el servicio de información, que les servía de puente entre la Tierra fértil de la leyenda y la actual zona agreste.
El invierno postnuclear había sido la primera causa del problema. Fue un agente del cambio mucho más influyente que la Edad de Hielo que ahora rodeaba a la Tierra con su abrazo helado. Inmediatamente después de las explosiones termonucleares, las temperaturas, bajo las densas nubes de polvo radiactivo, bajaron drásticamente. Los animales y las plantas que lucharon por la supervivencia en la oscuridad de la superficie, lo hicieron en un entorno tan contaminado que se vieron obligados a hacer una rápida mutación o a extinguirse.
Las aves no pudieron encontrar comida en el suelo. Unas pocas especies supervivientes surcaron la superficie de los mares tropicales, compitiendo con los mamíferos marinos por el disminuido suministro de peces. Las mató su mayor necesidad de energía. El último pájaro de la Tierra cayó del cielo dos años después del estallido termonuclear que aniquiló Washington. Solamente los pingüinos sobrevivieron al trasladarse a América del Sur y África. Pequeñas colonias de pingüinos emperador se encontraban aún en las costas del Mar de Java e Indonesia.
Los animales de superficie más grandes (incluyendo todos los supervivientes de la especie homo sapiens) fueron víctimas fáciles. La mayor duración de vida permitió que sus tejidos recibieran dosis letales de radiación. Los moradores pequeños que habitaban en las profundidades, junto a raíces y tubérculos, sobrevivieron mejor. Una circunstancia les había ayudado en su supervivencia. La hora del Armagedón había llegado casi en la época del solsticio de invierno en el hemisferio norte, en un momento en que muchos animales habían acumulado grasas para el invierno y se preparaban para la hibernación. Los que vivían demasiado al norte nunca habían despertado. Otros, al volver a la conciencia en una primavera fría y oscura, empezaron a buscar comida. Los afortunados se dirigieron hacia el sur, a la zona donde la pálida y enfermiza luz del sol permitía que crecieran algunas plantas. De todos los mamíferos, sólo unos pocos roedores (ratones, hámsters, ardillas y marmotas) heredaron la Tierra.
Su competencia había sido formidable. Los invertebrados luchaban por su propia supervivencia. Los insectos retrocedieron al principio, luego se adaptaron, mutaron, crecieron y se multiplicaron. Siempre habían dominado las regiones tropicales de la Tierra; ahora las arañas y las hormigas más grandes, ayudadas por sus formidables mandíbulas y aguijones, se esforzaban por convertirse en los señores de la creación.
Los mamíferos tomaron el único camino que se les dejaba. Los invertebrados estaban limitados en su tamaño por los mecanismos pasivos de respiración y su carencia de esqueleto interno; además, eran de sangre fría. Los roedores aumentaron su tamaño para mejorar la retención de calor, desarrollaron pelaje espeso y patas peludas y se trasladaron desde el ecuador a las regiones donde los insectos no ofrecieran resistencia. Algunos eran completamente vegetarianos y se alimentaban de las escasas plantas que aún crecían en el ambiente lleno de polvo. Desarrollaron densas capas de grasa para mantenerse aislados y almacenar los alimentos. Los otros supervivientes se convinieron en depredadores muy eficaces que se cebaban en sus parientes herbívoros.