La cámara bajó hasta que el borde de la Tierra apareció en el campo de visión.
—Lo que contempla es el panorama desde uno de los monitores normales —dijo Hans Gibbs—. Hay veinte en la Estación. Funcionan veinticuatro horas al día, examinando rutinariamente todo lo que pasa. Esa cámara se concentra principalmente en la nueva construcción en el botalón inferior. ¿Sabe que estamos haciendo un voladizo experimental de setecientos kilómetros en PES-Uno?… En la Estación Salter, como todo el mundo parece que la llama aquí abajo. Aunque a Salter Wherry le gusta señalar que fue la primera de muchas, así que PES-Uno es un nombre mejor. De todas formas, no necesitamos ese voladizo para las actuales arcologías, pero estamos seguros de que lo emplearemos pronto.
—¡Oh! ¡Oh! —Judith no apartaba los ojos del aparato. La cámara estaba haciendo un zoom y se centraba en una zona al final del botalón donde dos pequeños puntos se habían vuelto visibles. Se dio cuenta de que estaba viendo una ampliación impresionante de una pequeña porción del campo de la cámara. A medida que los puntos aumentaban de tamaño, la imagen empezó a mostrar una ligera granulosidad, pues estaba llegando al límite de su resolución. Podía distinguir los miembros de cada uno de los individuos equipados con trajes espaciales, y los cables que aseguraban los trajes a los delgados rieles.
—Están instalando una de las antenas experimentales —dijo la voz de Hans Gibbs. Obviamente, sabía con exactitud a qué parte de la imagen había llegado—. Esas dos están a bastante distancia del centro de gravedad de la Estación, a cuatrocientos kilómetros por debajo. La Estación Salter está en una órbita de seis horas, a diez mil kilómetros de altura. La velocidad orbital es de cuatro mil ochocientos metros por segundo, pero el extremo del botalón viaja solamente a cuatro mil setecientos sesenta metros. ¿Ve la ligera tensión de esos cables? Esos dos no están del todo en caída libre. Sienten una centésima de g. No es mucho, pero lo suficiente para que se note.
Judith Niles tomó aliento, pero no habló.
—Mire el de la izquierda —dijo tranquilamente Hans Gibbs.
La imagen mostraba los suficientes detalles para ver exactamente lo que pasaba. Los cables que aseguraban una de las dos figuras habían sido soltados para poder conseguir una nueva posición en el asidero. Una pequeña antena se había abierto, extendiéndose más allá del final del botalón. La figura de la izquierda comenzó a flotar lentamente a lo largo de la antena, con una clavija de seguridad en el guante derecho. Estaba claro que habría otro punto a su alcance en el riel donde colocar el cable. El individuo se movía muy despacio, rotando un poco mientras avanzaba. La segunda figura estaba encorvada sobre otra parte de la cadena de metal, ajustando un segundo anclaje para la antena.
—En treinta segundos uno se aleja flotando casi cincuenta metros —dijo suavemente Hans Gibbs. Su acompañante continuaba quieta como una estatua.
La comprensión de lo que sucedía llegaba lentamente, así que nunca había un momento en que los sentidos pudieran dar la voz de alarma. La figura estaba al alcance del punto de apoyo. Aún se movía, lo bastante cerca para que estirando la mano pudiera hacer la conexión. Cinco segundos después, el contacto se perdió. Ahora sería necesario usar los controles del traje, aplicar el pequeño impulso necesario para volver a la altura del contacto. Judith Niles, de repente, se encontró deseando que los impulsores del traje funcionasen, deseando que la segunda figura alzara la vista y viera lo que ella veía. La separación se hizo mayor. Unos pocos centímetros, treinta metros, la longitud de la delgada antena. La figura había empezado a girar rápidamente sobre su eje. Estaba sobrepasando el último punto de contacto con la estructura.
—¡Oh, no! —Las palabras eran un murmullo de queja. Judith Niles respiraba pesadamente. Tras unos cuantos segundos de silencio, murmuró de nuevo y se enderezó—. ¡Oh, no! ¿Por qué no hace algo? ¿Por qué no se agarra a la antena?
Hans Gibbs se inclinó hacia delante y le quitó gentilmente el cilindro.
—Creo que ya ha visto suficiente. ¿Observó el principio de la caída?
—Sí. ¿Era una simulación?
—Me temo que no. Era real. ¿Qué es lo que cree que ha visto?
—La construcción del botalón de la Estación Salter… de PES-Uno. Y había dos trabajadores colocando una antena.
—Correcto. ¿Qué más?
—El que estaba más lejos se soltó, sin comprobar si tenía el cable asegurado. Ni siquiera miró. Se quedó a la deriva. Cuando el otro se dio cuenta, ya estaba demasiado lejos para que pudiera alcanzarle.
—Demasiado lejos para que le pudiera alcanzar nadie. ¿Comprende qué es lo que va a pasar a continuación?
Ninguno de los dos mostraba mucho interés en la comida que tenía delante. Judith Niles asintió lentamente.
—¿Una reentrada? Si no se le puede alcanzar, ¿tendría que iniciar una reentrada?
Hans Gibbs la miró con sorpresa y luego se echó a reír.
—Bien, eso podría pasar… si esperamos unos pocos millones de años. Pero la Estación Salter está en una órbita bastante alta, y la reentrada no es lo que nos preocupa. Esos trajes tienen aire solamente para seis horas. Si no tenemos una nave dispuesta, todo aquel que pierda contacto con la estación y no pueda volver con la limitada masa reactiva de los impulsores del traje, muere. Se asfixia. Por cierto, había una mujer dentro de ese traje, no un hombre. Tuvo suerte. La cámara la estaba enfocando, y por eso pudimos calcular una trayectoria exacta y recogerla al cabo de una hora. Pero probablemente nunca estará preparada psicológicamente para volver a trabajar en el exterior. Otros no han tenido tanta suerte. Hemos perdido a treinta personas en tres meses.
—Pero, ¿por qué?¿Por qué se dejó ir? ¿Por qué no la avisó el otro trabajador?
—Lo intentó… todos lo intentamos. —Hans Gibbs volvió a meter el pequeño grabador en su funda de plástico—. No nos oyó por la misma razón por la que se soltó. Es una razón que tiene que interesarle por fuerza, y el motivo por el que estoy aquí en su Instituto. En una palabra: narcolepsia. Se quedó dormida. No se despertó hasta que la recogimos, a cincuenta kilómetros del botalón. El otro trabajador vio lo que había pasado mucho antes, pero no tenía suficiente capacidad de impulso para ir por ella y volver. Todo lo que pudo hacer fue observar y gritarle a través de la radio del traje. No logró despertarla.
Hans Gibbs apartó su plato medio lleno.
—Sé que en la mayor parte del mundo hay escasez de alimentos, y es un pecado no acabar con el plato. Pero parece que ninguno de los dos tiene mucho apetito. ¿Podemos continuar la conversación en su oficina?
4
Al anochecer, Judith Niles cogió el teléfono y le pidió a Jan De Vries que se reuniera con ella en su despacho. Mientras le esperaba, se quedó junto a la ventana, mirando el jardín que flanqueaba la zona sur del Instituto. El descuido del césped iba en aumento y junto a las flores cercanas a la vieja pared de ladrillo aparecían algunos rastrojos.
—¿Gastando el aceite de medianoche otra vez? ¿Dónde está tu cita, Judith? —dijo una voz a sus espaldas.
Ella dio un respingo. De Vries había entrado en la oficina abierta sin llamar a la puerta, silencioso como un gato.
Se dio la vuelta.
—Cierra la puerta, Jan. No lo creerás, pero me invitaron a cenar. Una invitación bastante loca, con todos los arreglos pasados de moda… Sugirió ostras Rockefeller, ternera «cordón bleu», vino y el río Avon a la luz de la luna. ¡Ostras y vino! Dios mío, se nota que viene del espacio. Creía sinceramente que podemos comprar ese tipo de comida, sin contrato o dispensa especial. No sabe mucho de la situación real. Una de las cosas que asustan de la propaganda del gobierno es que funciona muy bien. No tenía ni idea de lo mal que están las cosas, incluso aquí, en Nueva Zelanda… y eso que somos los afortunados. ¡Ostras! Maldita sea, vendería mi virginidad por una docena de ostras. O por un roast beef.