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—¿Seguridad? —Hans Gibbs la miró—. Judith, eso es una tontería. Lo sabes. Trabajar con Salter Wherry es mucho más seguro que hacerlo en ningún puesto gubernamental. Todo tu equipo podría ser despedido mañana mismo si cualquier idiota en las Naciones Unidas decidiera hacer valer su peso. Y hay muchos idiotas sueltos. Y no digas tonterías sobre tu presupuesto. Salter Wherry dispone de información mejor y más inmediata que tú.

—Te creo —suspiró ella—. Te dije que no tienes que convencerme. Estás predicando en el desierto. He visto nuestros programas desviados, recortados e ignorados, año tras año. Pero necesito traer conmigo a veinte científicos clave y te estoy diciendo cómo se sienten algunos de ellos. Volveré al Instituto y me preguntarán: «¿Accedió Salter Wherry a esto o a aquello?», y yo tendré que decirles: «Bueno, no. Firmé un contrato a largo plazo, pero la verdad es que no llegué a verle.» ¿Sabes qué dirán? Dirán que este proyecto está muy abajo en la lista de prioridades de Salter Wherry, y que tal vez deberíamos pensárnoslo mejor.

—¡Es de máxima prioridad! Incluso allá abajo en la Tierra la gente sabe que no mantiene reuniones cara a cara.

—Lo sé. —Ella sonrió dulcemente—. Por eso mi personal se sentirá impresionado cuando sepan que le he visto. Piensa en eso un minuto.

Judith Niles se echó hacia atrás y recordó la última conversación que había tenido con Jan De Vries y Charlene Bloom antes de marcharse. Negociar con dureza. Éste había sido el punto en el que todos habían estado de acuerdo. ¿Y si no salía bien? Bueno, entonces podrían apañárselas. El Instituto continuaría de alguna manera, incluso con los recortes presupuestarios del gobierno.

Frente a ella, Hans Gibbs gruñó y se puso en pie. En los dos días que llevaban juntos se había formado sus propias impresiones sobre la directora del Instituto, añadidas a la extraña perspectiva que le había ofrecido su primo.

—Es extraña. Quiero decir que no está formada aún —le había dicho Wolfgang—. Es bastante vieja, ¿no?

Hans le miró.

—Cuidado, hijito. Tiene treinta y siete años. Supongo que eso es ser viejo si todavía le das al biberón.

—Vale. Así que tiene treinta y siete años y reputación mundial. Pero en ciertos aspectos es como una niña pequeña. —Wolfgang hizo un círculo en el aire con su vaso de cerveza—. Me dices que actúo como un retardado, pero es a ella a quien deberías decírselo. No la comprendo. Creo que cuando era joven dedicó toda su energía a la ciencia y al sexo. Ahora está aprendiendo a adaptarse al resto del mundo.

—¿Sexo? —Hans arqueó las cejas—. Entonces tengo razón. Wolf, si dices que está hambrienta de sexo, es alguien a tener en consideración. Mejor intenta dormir mientras subes, ¿eh? Y yo que pensaba que estaba liada con ese hombrecito con el que me reuní ayer.

—¿Te refieres a Jan De Vries? —Wolfgang aguantó la risa mientras bebía un sorbo de cerveza—. Primo, ahí sí que te equivocas. No hay ninguna posibilidad de romance entre él y JN, ni aunque les encerraras juntos y les atiborraras de afrodisíacos. Me gusta Jan, es un gran tipo, pero tiene sus propias ideas sobre el sexo. Hace amistad con las mujeres fácilmente, pero en cuanto a su vida sexual, sólo se dedica a los hombres.

—Pero, ¿estás seguro en lo que respecta a ella?

—Estoy seguro. No por experiencia personal, claro. Ella no es como yo. JN es discreta. Nunca practica juegos de cama en el Instituto. Pero desaparece algunas noches y también durante los fines de semana.

—Puede que se dedique a trabajar.

—Y una mierda. Sé de qué hablo. Le gusta tanto un polvo como a mí.

Hans se encogió de hombros. Sus propias impresiones se habían ya formado cuando contempló las fotografías.

—De acuerdo, es tan lujuriosa como tú. Dios la ayude. Pero si aún no está formada y está aún cambiando, ¿cómo será cuando lo esté?

La cara de Wolfgang Gibbs adquirió una expresión diferente. Guardó silencio un instante.

—Podría ser cualquier cosa —dijo por fin—. Absolutamente cualquier cosa. Incluso los engreídos del Instituto lo admiten. Está por encima de ellos en asuntos técnicos.

—¿Incluso tú, primo? ¿Desde cuándo? Pensé que el espejo de la pared decía que eras el más listo de todos.

Wolfgang colocó su vaso de cerveza junto a la ventana. Parecía muy serio.

—Incluso yo, primo. ¿Recuerdas lo que dijo un viejo general francés cuando conoció a Napoleón? «Supe de inmediato que había visto a mi maestro.» Así es como me sentí después de mi primer encuentro con JN. Es un caballo de batalla. Cuando quiere algo, es difícil de parar.

—He conocido a más de una así. ¿Pero cómo da las patadas? Si vamos a firmar un acuerdo, tengo que comprender sus motivos.

Pero en este punto Wolfgang Gibbs simplemente había sacudido la cabeza y había vuelto a coger su cerveza. Y ahora, pensó Hans, mirando la cara de Judith, imposible de descifrar, estamos frente a frente y estoy experimentando la coz por mí mismo. Una audiencia con Salter o no hay trato. Empezó a dirigirse lentamente a la salida.

—De acuerdo, Judith. Lo intentaré. Salter Wherry está aquí en la Estación, y tengo que verle de todas formas para otros asuntos. Dame media hora. Si no puedo conseguir algo en ese tiempo, entonces no podré conseguir nada. Espera aquí y llama a Servicios Centrales si necesitas algo mientras no estoy. Pero no te crees esperanzas. Lo único que puedo decirte es que él quiere el Instituto aquí con urgencia. Dice que el problema de la narcolepsia es de máxima prioridad. Tal vez rompa su propia regla.

Judith Niles se quedó sola con sus pensamientos. Las palabras de Jan De Vries continuaban resonando en su interior: «Salter Wherry es un manipulador, el mejor del Sistema.» Y ahora ella esperaba manipular el sistema que él había creado. Wherry no lo sabía, pero ella no tenía otra opción. Tenía sus propias urgencias. Los experimentos que quería hacer no podían ser llevados a cabo abajo, en la Tierra. Si él lo sospechara…

Miró una vez más el panorama cóncavo de la portilla. La Estación Salter era la poderosa evidencia de la efectividad de aquella fuerza manipuladora. Desde donde estaba sentada, Elmo era continuamente visible. Era el primero de los asteroides que cruzaban la órbita terrestre que había sido llevado a una estable órbita de seis horas en torno a la Tierra. Pero, como Salter Wherry había prometido a las Naciones Unidas, la historia no terminaba allí.

Mirando el panorama en desarrollo sobre ella, Judith Niles no tuvo más remedio que maravillarse. Las operaciones mineras del asteroide de Wherry habían proporcionado los metales básicos para crear y luego expandir la Estación Salter. Pero, al mismo tiempo y casi como un subproducto, se extraía suficiente platino, oro, iridio, cromo y niquel para cubrir casi la mitad del suministro mundial. Los edictos en contra de la importación de productos de la Estación Salter habían sido totalmente inútiles en la mayoría de países. Los envíos de metal eran «desviados» a través de espaciopuertos neutrales en las Zonas de Comercio Libres, y por fin llegaban adonde hacían falta, siendo un cincuenta por ciento más caras de lo que habrían resultado en una venta directa.

Las operaciones de Wherry eran lo suficientemente fuertes para soportar el desafío de cualquier gobierno, y se rumoreaba que sus sistemas de defensa eran capaces de soportar un ataque combinado de la Tierra. El Instituto podría trasladarse aquí, a salvo de los recortes presupuestarios y los cambios de dirección. Pero ¿merecería la pena? Sólo si ella y el resto del personal tenían libertad real para llevar adelante su trabajo. Ésa era la promesa que tenía que arrancar a Salter Wherry. Y tenía que acompañarla un contrato férreo. Cuando se trata con un maestro de la manipulación, uno no puede permitirse el lujo de dejar resquicios.