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Bien mirado, vivir o estar en Madrid no se diferencia mucho de vivir o estar en Tacuarembó. El aire, tal vez, es diferente.

De entre los muchos hoteles de Madrid, yo prefiero los que están entre la plaza Santa Ana y la plaza de Lavapiés, como cuando hacía autostop y era capaz de aguantar muchos días sin comer ni dormir. Aunque ciertamente conozco hoteles mejores, como el Wellington, por ejemplo, que es el hotel donde un día vi a la baronesa Von Thyssen, sentada sola en el lobby, cubierta con un abrigo de piel blanca como si fuera un escudo o la áspera colcha con que los vagabundos y los sin casa se defienden de las inclemencias del invierno, a cada segundo que pasaba más Tita Cervera y menos baronesa.

Bien mirado, vivir o estar en Madrid no se diferencia mucho de vivir o estar en Tacuarembó. El aire, tal vez, es diferente. Su claridad, en ocasiones, ciega el alma para que veamos con mayor claridad las cosas: las calles conjeturales, esa jerga dialectal del castellano que tan bien hablan en la vieja capital de la madre patria. Y las mujeres, las hijas del pueblo de Madrid, es decir las rubias y las morenas, añaden misterio a una materia ya rica en misterio, aunque es bien sabido que los hispanos, como los hispanoamericanos, no sólo tuvimos una educación portentosamente mala sino que además somos malos para la cama.

De ahí tal vez esa mirada que uno puede descubrir en los ojos de las madrileñas: mitad sorna y mitad Merimée. La verdad es que Madrid es una ciudad que no existe. Pese a los guerreros y sacerdotes que salieron de la villa y corte y que jamás volvieron, pese a las mujeres de Madrid, melancólicas y prácticas en la región con menos sentido de la meseta. O tal vez Madrid es una ciudad imaginaria a la que hay que llegar en autostop y no volando, con veinticinco años y no con casi cincuenta.

El Bukowski de La Habana

Lunes 25 de noviembre de 2002

Que a alguien le digan el Bukowski de La Habana puede ser en cierto sentido incluso halagador, un piropo y no un insulto, pero que se lo digan a un escritor, a un escritor cubano, pues no sé, se puede tomar como una forma abierta o soterrada de desprecio, pues Bukowski, que fue un excelente poeta, un poeta borracho formado en la lectura de malas traducciones de Li Po, otro borracho legendario, ha caído en los últimos años en el descrédito total, algo que parece más bien injusto, pues si bien como novelista nunca brilló a gran altura, como cuentista, cuentista en la tradición que va de Twain a Ring Lardner, es autor de algunos textos notables.

A Pedro Juan Gutiérrez la crítica lo llama el Bukowski de La Habana y, en efecto, hay muchas cosas que el cubano comparte con el norteamericano: una vida de múltiples trabajos, la mayoría aparentemente no relacionados con la literatura, un éxito tardío, una escritura sencilla, aunque aquí hay que tener muchísimo cuidado, unos temas comunes, como las mujeres, el alcohol y la lucha por sobrevivir una semana más. También, como Bukowski, sus novelas son notablemente inferiores a sus cuentos.

En una palabra: a Pedro Juan no lo toman en serio, algo que a él, me imagino, lo trae al fresco, pues por un lado está acostumbrado a que no lo tomen en serio y por otro lado no creo que sea eso, precisamente, lo que ande buscando. Su imagen pública no puede ser más contradictoria: hay quienes ven en él al escritor priápico por excelencia, el producto caribeño ideal. En este sentido Gutiérrez es como un Prometeo sexual desencadenado. Su querencia por las mujeres no conoce edad (aunque ciertamente nadie ha dicho de él que sea un pedófilo, más bien al contrario), ni raza (Gutiérrez enarbola la bandera del arcoiris), ni rencores personales (es capaz de enamorarse de las peores víboras de la Tierra). Sé de lectores que se preguntan de dónde saca este fauno tiempo para escribir, si parece estar templando todo el día.

También sé de lectores que piensan que Gutiérrez es un espía castrista al que un equipo de comisarios literarios le escribe sus libros mientras él se dedica a sus menesteres. Bastante desquiciada tendría que estar la Seguridad castrista para inventarse un escritor así.

La querencia de Pedro Juan Gutiérrez por las mujeres no conoce edad, ni raza, ni rencores personales: el escritor cubano es capaz de enamorarse de las peores víboras de la Tierra.

En los cuentos de Gutiérrez, aparte del sexo y de las drogas y del ansia por sobrevivir, la otra protagonista es La Habana. Una Habana lamentable, en estado comatoso, en donde hablar de Revolución ya ni siquiera funciona como un chiste. En realidad, más que comatosa, La Habana de Gutiérrez está anémica y afiebrada. Comatosa estaba Bucarest o Kiev o Sofía. La fragilidad de los habaneros, sin embargo, es similar a la de los ciudadanos de estas ex ciudades comunistas y además en poco se diferencia de la fragilidad de los ciudadanos de cualquier otra ciudad grande de Latinoamérica. Los cuentos de Gutiérrez, en este sentido, se insertan en medio del caos de la Historia (y no sólo de las historias particulares), y, pese a ser el Bukowski de La Habana, son más reales y auténticos y a menudo están mucho mejor narrados que muchos cuentos de autores llamados serios por la crítica, que aún se debaten en las cada vez más pestilentes aguas del “boom”, por poner un ejemplo cercano, o que intentan, más bien de forma patética, travestirse con los ropajes de la flema y de la aristocracia, en un continente en donde no existe aristocracia y en donde las cosas más terribles ocurren a pocos centímetros de nuestras desvaídas, por llamarlo de alguna manera, jetas.

Cuba está mal. Latinoamérica está mal. Gutiérrez no parece estar mucho mejor. Pero, mucho me temo, sigue fiel a sus principios o a su naturaleza. Quien desee comprobarlo que lea la “Trilogía sucia de La Habana ” o los tres libros de bolsillo en donde la editorial Anagrama reúne todos sus cuentos publicados hasta ahora.

Sergio González Rodríguez bajo el huracán

Lunes 2 de diciembre de 2002

Hace algunos años, mis amigos que viven en México se cansaron de que les pidiera información, cada vez más detallada, además, sobre los asesinatos de mujeres de Ciudad Juárez, y decidieron, al parecer de común acuerdo, centralizar o pasarle esta carga a Sergio González Rodríguez, que es narrador, ensayista y periodista y quién sabe cuántas cosas más, y que, según mis amigos, era la persona que más sabía de este caso, un caso único en los anales del crimen latinoamericano: más de trescientas mujeres violadas y asesinadas en un periodo de tiempo extremadamente corto, desde 1993 hasta 2002, en una ciudad en la frontera con Estados Unidos, de apenas un millón de habitantes.

“Huesos en el desierto” no sólo es una fotografía del mal y de la corrupción en México, sino también una metáfora del incierto futuro de toda Latinoamérica.

Ya no me acuerdo en qué año empecé a cartearme con Sergio González Rodríguez. Sólo sé que mi cariño y mi admiración por él no ha hecho sino crecer con el tiempo. Su ayuda, digamos, técnica, para la escritura de mi novela, que aún no he terminado y que no sé si terminaré algún día, ha sido sustancial. Ahora acaba de aparecer su libro, “Huesos en el desierto” (Anagrama), un libro que indaga directamente en el horror y que Sergio ha presentado estos días en Barcelona. Próximamente el libro será distribuido a toda Latinoamérica. Y seguramente traducido a otros idiomas. Pero antes sucedieron otras cosas. Entre ellas, un intento de asesinato del que Sergio se salvó por los pelos. Y varios seguimientos. Y amenazas y teléfonos intervenidos. Cosas que hubieran espantado a cualquier otra persona, pero que Sergio, con una calma aplastante, sólo ha experimentado como quien observa llover.