La cocina literaria, me digo a veces, es una cuestión de gusto, es decir es un campo en donde la memoria y la ética (o la moral, si se me permite usar esta palabra) juegan un juego cuyas reglas desconozco. El talento y la excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no participan. La audacia y el valor sí participan, pero sólo en momentos puntuales, lo que equivale a decir que no participan en exceso. El sufrimiento participa, el dolor participa, la muerte participa, pero con la condición de que jueguen riéndose. Digamos, como un detalle inexcusable de cortesía.
Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.
Si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la cocina de Silvina Ocampo, en la de Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y poeta mexicana Carmen Boullosa, en la de Simone de Beauvoir. Entre otras razones, porque son cocinas que están más limpias.
Algunas noches sueño con mi cocina literaria. Es enorme, como tres estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas interminables en donde se amontonan todos los seres vivos de la tierra, los extinguidos y los que dentro de no mucho se extinguirán, iluminada de forma heterodoxa, en algunas zonas con reflectores antiaéreos y en otras con teas, y por supuesto no faltan zonas oscuras en donde solamente se vislumbran sombras anhelantes o amenazantes, y grandes pantallas en las cuales se observan, con el rabillo del ojo, películas mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la pesadilla, yo me paseo por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me preparo un huevo frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con una enorme sensación de cansancio.
No sé lo que se debe hacer en una cocina literaria, pero sí sé lo que no se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario merece que lo cuelguen en la plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como todos sabemos, tenía más razón que un santo.
Así que este punto queda claro: no se debe plagiar, a menos que desees que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los plagiarios, hoy en día, no los cuelgan. Por el contrario, reciben becas, premios, cargos públicos, y, en el mejor de los casos, se convierten en best-sellers y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío político de la patria.
En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin dar ni pedir cuartel.
El Mundo, Miércoles, 11 de agosto de 1999
LAS 100 JOYAS DEL MILENIO/NUMERO 45
ROBERTO BOLAÑO
De la diferencia a la dignidad
En el recuerdo de mis lecturas juveniles hay cuatro novelas cortas escritas por autores que más bien solían escribir novelas largas, cuatro novelas que al cabo de los años conservan toda su carga explosiva original, como si tras estallar en una primera lectura volvieran a estallar en una segunda y en una tercera lectura y así sucesivamente, sin llegar nunca a agotarse. Son, sin lugar a dudas, obras perfectas. Las cuatro hablan de derrotas, pero convierten la derrota en una especie de agujero negro: el lector que meta su cabeza allí sale temblando, helado de frío o cubierto de sudor. Son perfectas y son ácidas. Son precisas: la mano que maneja la pluma es la de un neurocirujano. Y son también una fiesta del movimiento: la velocidad de sus páginas hasta entonces era inédita en la literatura de lengua española. Estas novelas son El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.
No creo que sea casual que los cuatro autores se conocieran y fueran amigos, que miraran con curiosidad lo que los otros iban escribiendo, y que estas cuatro joyas se escribieran, si la memoria no me engaña, en la década de los 60 (aunque puede que El perseguidor sea de los 50), prodigiosa para los latinoamericanos, con todo lo que arrastra de bueno y de malo ese adjetivo.
Con estas cuatro novelas (si sus autores no hubieran escrito nada más, que no es el caso) sería suficiente para crear una literatura.
De las cuatro, Los cachorros es probablemente la más ácida, la que tiene el ritmo más endiablado y en donde las voces, la multiplicidad de hablas, está más viva. También es la más complicada, al menos desde el punto de vista formal. Escrita la primera versión en 1965, es decir, cuando Vargas Llosa tenía 29 años y era el más joven de los autores del Boom, la versión definitiva data de 1966 y se publica originalmente en Lumen acompañada de fotografías de Xavier Miserachs. En apariencia Los cachorros no puede ser más sencilla. Narra, desde diferentes voces, desde diferentes ángulos (uno estaría tentado a decir torsiones, las que realiza el escritor y que a menudo son ejemplos prácticos y magistrales, de todo cuanto puede hacerse con nuestro idioma), la vida de Pichula Cuéllar, un chico de la clase media alta limeña, y lo narra desde las voces de sus amigos de infancia, chicos semejantes a Pichula Cuéllar, residentes o ciudadanos del barrio limeño de Miraflores, algo que deja su rúbrica, los futuros señores del Perú.
Pero Pichula Cuéllar sufre un accidente que lo marcará por el resto de su vida y que lo hace diferente; la novela es la profundización en esa diferencia. Es el intento colectivo por explicar esa diferencia, el progresivo distanciamiento de Pichula Cuéllar de sus iguales hasta alcanzar una distancia abismal, de relato de terror mezclado con el relato de costumbres. Una distancia, por otra parte, pendular, con flujos y reflujos, pues si bien Cuéllar se va alejando de sus iguales, no por ello deja de ser uno más del grupo, y en esa medida sus intentos de aproximación suelen ser más dolorosos, más reveladores de la fotografía de conjunto, que su distanciamiento radical. El descenso a los infiernos, narrado entre grititos y susurros, es, de alguna manera, el descenso a otro tipo de infierno al que se verán abocados los narradores. De hecho, lo que aterroriza a los narradores es que Pichula Cuéllar es uno de ellos, y que empeña, de forma natural, su voluntad en ser uno de ellos, y que únicamente la fatalidad lo hace diferente. En esa diferencia, los narradores pueden verse a sí mismos en su real estatura, el infierno al que ellos hubieran podido llegar y no llegan.