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Cuando yo era joven, en México DF, por juego, nos dividíamos a nosotros mismos en cultivadores del trobar leu y del trobar clus. El trobar leu era, por supuesto, el cantar claro, sencillo, inteligible para todos. El trobar clus, por el contrario, era el cantar oscuro, cerrado, formalmente complicado. Pese a su riqueza conceptual, sin embargo, el trobar clus en no pocas ocasiones podía ser más violento y más brutal que el trobar leu (que generalmente era delicado), como si dijéramos Góngora escrito por un presidiario, o, más acertadamente, como si en el trobar clus se prefigurara la estrella negra de Villon.

No sabíamos, pues éramos jóvenes e ignorantes, que el trobar clus, a su vez, se dividía en dos categorías, el trobar clus propiamente dicho, y el trobar ric, que como su nombre indica es una poesía suntuosa, llena de miriñaques, y generalmente vacía. Es decir: el trobar clus encerrado en la universidad o en la corte, el trobar clus despojado del vértigo de las palabras y de la vida.

Sabíamos que sin la poesía trovadoresca no hubiera existido el dolce stil novo italiano, y sin éste no hubiera existido Dante, pero lo que más nos gustaba era la vida descarriada de algunos trovadores. Por ejemplo: Jaufre Rudel, que se enamoró literalmente de oídas de una condesa que vivía en Trípoli, que viajó por el Mediterráneo, como cruzado, en busca de ella, que enfermó y que finalmente acabó sus días en una pensión de Trípoli, adonde acudió la condesa, sabedora de que ese hombre la había ensalzado en muchas canciones y poemas, y en cuyo regazo inclinó la cabeza Rudel, cuando ya lo único que quedaba por hacer era morirse.

No sé qué nos dicen, hoy, los trovadores. Parecen lejanos allá en su siglo XII y parecen ingenuos. Pero yo no me fiaría demasiado. Sé que inventaron el amor, y también inventaron o reinventaron el orgullo de ser escritor, siempre y cuando uno sepa meter la cabeza en el pozo.

Herralde

Miércoles 20 de junio de 2001

Los editores suelen ser malas personas. Los editores y los críticos y los lectores de las editoriales y los miles de empleadillos que recorren los pasillos tenebrosos o iluminados de las editoriales. Pero los escritores suelen ser peores, porque, entre otras cosas, creen en la perdurabilidad o en un mundo regido por leyes darwinistas o tal vez porque en sus almas anida un espíritu cortesano aún más innoble.

Yo he tenido la desgracia de conocer a varios editores que eran una penalidad incluso para sus madres y también he tenido la suerte de conocer a varios, unos siete u ocho, que eran y son unas personas responsables, algo tristes (la melancolía es una marca del gremio), inteligentes y con grandes dosis de audacia o humor, editores empeñados, por ejemplo, en publicar autores y libros que de antemano se sabe que se venderán muy pocos ejemplares.

Hace poco se entregó el premio Targa d´Argento, en su segunda edición, al mejor editor europeo y lo recibió mi editor, Jorge Herralde, pasando por delante de numerosos editores, algunos a punto de ser ungidos o ya ungidos por un aura legendaria.

Ahora Herralde publica el libro "Opiniones mohicanas", El Acantilado, 2001, la casa de otro notable editor y escritor, Jaume Vallcorba. Leer este libro, recopilación de artículos variados e incluso de pequeñas notas de no más de veinte líneas, es sumergirse en la historia reciente de la edición barcelonesa y de la edición europea y latinoamericana, además de entrar en el círculo de los amigos de Herralde, de sus conflictos como editor, del cambio político vivido en España desde el fin de la dictadura.

En sus páginas desfila un variadísimo número de escritores. Bukowski, a quien Herralde y Lali Gubern visitan en California. Patricia Highsmith, con quien cenan en Madrid con el alcalde Tierno Galván de anfitrión. Carlos Monsiváis, el grandísimo Sergio Pitol, Carlos Barral, sobre cuyo fantasma aún pesa la marca infamante de haber rechazado "Cien años de soledad". Soledad Puértolas, Carmen Martín Gaite, Esther Tusquets, Belén Gopegui, probablemente las cuatro mejores prosistas españolas. Además de una multitud de escritores británicos, franceses, italianos, norteamericanos, y algunos latinoamericanos y catalanes.

¿Qué puedo decir yo de Herralde que luego nadie, ni el propio Herralde, me pueda echar en cara? Podría decir que su prosa es elegante e irónica, como el propio Herralde. Pero eso es decir muy poco. En realidad lo que tendría que decir es que una vez, durante un viaje que hice montado en la paranoia más radical, al llegar al país adonde iba me encontré varios fax de Herralde en mi hotel, en donde éste me decía que no me preocupara y ponía todos los medios a su disposición para que, en caso de que mi paranoia se agravase, pudiese salir de aquel país lo antes posible.

También recuerdo otra ocasión, en su oficina, en que, tras yo decirle que no pensaba acudir a una fiesta a la que me habían invitado por desconocer el uso que debía darles a los cinco tenedores, seis cucharas y cuatro cuchillos que seguramente harían guardia junto a mi plato, Herralde, con suma paciencia, me explicó el uso específico de cada uno de los cubiertos y el tempo de uso y desuso de tales instrumentos. De más está decir que, mientras Herralde explicaba esto yo lo miraba entre perplejo, admirado y rabioso. En este sentido Herralde es un orgullo de la burguesía catalana. Una burguesía ilustrada y nada cobarde que desaparece a pasos de gigante.

¿Y qué más puedo decir de él? Pues que la literatura en lengua castellana no sería la misma si no hubiese existido nunca la editorial Anagrama, y que si algún día me voy de la editorial (en donde he publicado siete libros) probablemente echaré de menos, más que a Herralde, a Lali Gubern, a Teresa, a Ana Jornet, a Noemí, a Ema, a Marta, a Izaskun, a la ya jubilada y entrañable María Cortés, entre tantas chicas guapas (e inteligentes) que trabajan allí, pero que también echaré de menos a Herralde, las tardes interminables en que discutíamos de anticipos, sus frases cortas y siempre acertadas, sus opiniones demoledoras, las comidas en El Tragaluz y las cenas en el Giardinetto, más opiniones demoledoras, más recuerdos confrontados desde distintas perspectivas, su independencia de jefe de los irreductibles mohicanos.

Conjeturas sobre una frase de Breton

Miércoles 27 de junio de 2001

Hace tiempo, en una entrevista que luego perdí, André Breton decía que tal vez había llegado la hora de que el surrealismo entrara en la clandestinidad. Sólo allí, creía Breton, podía subsistir y prepararse para los desafíos futuros. Esto lo dijo en los últimos años de su vida, a principios de la década de los sesenta.

La propuesta, atractiva y equívoca, nunca volvió a ser formulada, ni por Breton en las múltiples entrevistas que concedería después ni por sus discípulos surrealistas, más ocupados en dirigir pésimas películas o revistas literarias que ya poco o nada tenían que aportar a la literatura y a la revolución, que Breton y sus compañeros de primera hora vieron como algo convulsivo e indistinto. La misma cosa informe.

Siempre me pareció extraño el tupido velo que cayó sobre esta, llamémosla así, posibilidad estratégica. Se me ocurren varias preguntas al respecto.

¿Pasó realmente el surrealismo a la clandestinidad y allí, en las cloacas, murió? ¿Pasó sólo una parte del surrealismo a la clandestinidad, la menos visible, los jóvenes, por ejemplo, mientras la vieja guardia cubría la retirada con cadáveres exquisitos y objetos encontrados, para así dar la impresión de quietud cuando en realidad se estaba realizando un movimiento de repliegue? ¿En qué se transformó el surrealismo clandestino a partir de 1965, un año antes de la muerte de Breton? ¿En qué sentido incidió, junto con los situacionistas, en el mayo del 68?

¿Hubo un surrealismo clandestino operativo en los últimos treinta años del siglo XX? ¿Y si lo hubo cómo evolucionó, qué propuestas en materia plástica, literaria, arquitectónica, cinematográfica realizó? ¿Cuáles fueron sus relaciones con el surrealismo oficial, es decir el de las viudas, el de los cinéfilos y el de Alain Jouffroy? ¿Alguno de estos subgrupos mantuvo relaciones con los clandestinos?