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– Si usted no vive aquí -dijo-, no puede entender ciertas cosas. Hace poco que está aquí, ¿no?

– Tres días.

– Tres días-repitió-. No puede entender nada. Si le explico por qué no fui a Suiza se reirá, dirá que qué disparate, que eso no puede ser. Creerá que lo ha entendido, pero no habrá entendido nada. Solamente uno que vive aquí metido puede llegar a resignarse con las cosas que pasan aquí, y hasta puede llegar a creer que vive y que respira. ¡Pero yo no!Yo me ahogo, yo no me resigno, yo me desespero.

Hablaba con rabia, con voz excitada, como si yo la estuviera contradiciendo. Había pasado de un tono a otro sin transición. Tuve miedo de que nos oyeran los de la habitación porque se había ido desplazando hacia el hueco de la puerta y estábamos seguramente a la vista de las personas de dentro. Incluso parecía que ella se gozase en alzar la voz como si con sus últimas frases quisiera desafiar a alguna de aquellas personas, o tal vez a todas ellas. Se me ocurrió decirle que seguramente sacaban las cosas un poco de quicio bajo el peso de su desgracia, pero en seguida sentí que me había equivocado tratando de consolarla por ese camino. Lo vi en sus ojos casi furiosos.

– Aquí tendría que estar usted hace diez días de la mañana a la noche, aquí en esta casa, a ver si se ahogaba o no se ahogaba, como yo me ahogo. Oyendo cómo le dicen a uno de la mañana a la noche pobrecilla, pobre, pobrecilla. Día y noche, sin tregua, día y noche. Y venga de suspiros y de compasión y más compasión, para que no se pueda uno escapar. Y compasión también para el muerto, compasión a toneladas para todos, todos enterrados, el muerto y los vivos y todos.(Usted, ¿qué cree?, ¿que un muerto necesita tanta compasión) ¿que necesita de los vivos para algo? Por lo menos a él, que le dejen en paz, ¿no le parece?

Estaba completamente junto a mí. Me llegaba por el hombro. Miré su rostro enrojecido que buscaba el mío y no supe al momento qué contestar. Estaba azarado pensando que los de dentro se estarían enterando de nuestra conversación. Parpadeó y dijo separándose, con voz más baja, insegura:

– Perdóneme. No sé por qué le he dicho estas cosas. Ni siquiera le conozco. No sé lo que me ha pasado. Yo…

Y se echó a llorar con violentos sollozos.

Miraron hacia nosotros de todas partes. Dijeron (pobrecita), con un clamor apagado, y una amiga vino y se puso a acariciarle la cabeza, le obligó a reclinarla en su hombro.

– Vamos, Elvira. Tienes que ser fuerte.

Yo me fijé en las puntas de mis zapatos, que estaban muy deslustradas para una visita así, pero en seguida levanté la cabeza. Había venido un muchacho de pies grandes.

– Elvira, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué no te vas un poco a descansar, anda?

La tenía abrazada por los hombros y me miraba mucho a mí. Era delgado, el pelo un poco largo, y las patillas. Ella se limpió los ojos y levantó una mirada distinta.

– ¡Qué tontería! -dijo, moviendo el pelo-. ¿Por qué me voy a ir a descansar si no estoy cansada? Mire-añadió, pero sin volver los ojos a mí-, le presento a mi hermano. Teo, este señor era amigo de papá. Atiéndele tú, por favor.

Hizo un saludo extraño, una especie de sonrisa al vacío, y se dio la vuelta. La amiga la siguió. Se abrió el circulo de mujeres que estaban alrededor de la camilla, y la dejaron pasar en silencio, como a una imagen santa.

Yo seguí a Teo a la otra parte de la habitación, donde había exclusivamente hombres. Al principio todos estaban pendientes de mí, y de cómo me sentaba, y si el silencio que se hizo con aquellos carras-peos de sillas hubiese continuado, su misma violencia me habría ayudado a encontrar un pretexto para marcharme, pero en seguida se reanudaron las conversaciones que nuestra llegada había interrumpido. Yo me senté en un diván, muy encajonado entre Teo y otro muchacho de chaleco, con cadena de oro col-gando de bolsillo a bolsillo, que nos ofreció tabaco, sonriéndome con una particular amabilidad. Teo había oído hablar a su padre de mí, y sabía que era probable que viniera a dar una clase como auxiliar en el Instituto. Sin embargo, el telegrama que yo puse desde París diciendo que aceptaba en firme el ofre-cimiento debía haber quedado en el Instituto sin que nadie lo abriera, porque según calculó él, por esas fechas su padre estaba ya moribundo. Me preguntó que de qué era la clase que me había ofrecido.

– En la última carta me hablaba principalmente de una vacante de alemán. Pero dijo que si yo aceptaba, ya lo veríamos cuando llegase. Por lo visto siempre había huecos de profesor auxiliar. Él sabía que para mí esto de la clase era un pretexto para pasarme un invierno en esta ciudad, que recuerdo con simpatía por haber vivido en ella de niño con mi padre.

Me aburría mucho este tema de conversación, pero procuré disimularlo para que no se trasluciera el súbito desinterés que me había entrado por todo este asunto del Instituto, hasta tal punto de que no lo sentía relacionado conmigo.

– Creo que el señor Mata será quien se quede de director ahora -dijo Teo-. Le hablaremos en este sentido. Usted tendrá la carta de mi padre, que en paz descanse, que puede servirnos como justificante ante él. Es persona de nuestra confianza. Si usted espera, a lo mejor viene por aquí esta misma tarde y yo les pondré en contacto para que hablen personalmente.

– No, por favor, si es lo mismo. ÉI tendrá otros compromisos, como es natural. Yo tengo tiempo de volver a cualquiera de mis trabajos de otros años. En ninguna parte ha empezado el curso todavía.

Toda la conversación con Teo tuvo un tono cortés y protocolario.

Me hizo muchas preguntas que me sentí obligado a contestar con el mayor detalle posible, debido quizás al estilo frío y judicial de su interrogatorio, y a las prolijas esperanzas que me daba abogando en favor de mi asunto.

En las pausas me sentía liberado y estudiaba el modo de despedirme sin parecer grosero. Me enteré de que el chico de la izquierda había abierto cierta polémica en un periódico local. (Claro-decía-, a eso ya no han sabido qué contestarme. Guardé todos los cargos de peso para este segundo artículo,

y les ha sentado como un rayo. Se habían creído que podían sofocar así por las buenas la voz de un ciudadano libre. Pero no me conocen, no. Qué me van a conocer.) Le oía mejor que a los demás, debido a su vecindad y a que tenía la voz aguda. Dos veces se volvió hacia mí, como pidiendo mi asentimiento. De otros, por estar bastante hundido en el sofá, sólo veía piernas contra el borde de una silla, o en algún mo-mento un poco de perfil. Un señor, que me parecía recordar del tren, le reprendió con tono enfático y paternal, le dijo que un día acababa mal, que qué cosas se le ocurrían. (Cosas de ímpetu juvenil, sí, eso ya, no te vayas a creer que yo no he sido como tú en mis tiempos, por eso te lo digo. Que el que más y el que menos, Emilio, todos llevamos dentro nuestro don Quijote. Pero esas quijotadas acaban con la reputación de uno.) El chico le escuchaba mirándose las bocamangas con una leve sonrisa superior.

Teo me preguntó cosas del viaje a Suiza y de la amistad que me había unido con su padre, y yo, mientras contestaba, no podía dejar de pensar en Elvira. La veía entre las otras personas agrupadas al extremo opuesto de la habitación, igual que si la mirase por unos prismáticos puestos del revés. El humo del pitillo me alargaba y alejaba la habitación, volvía casi irreales las cosas que estaba contando. Muy allá, en la pared de enfrente, había un aparador con espejo biselado y el espejo reflejaba múltiples cabezas que se movían.

Al final, Teo quedó en llamarme por teléfono, después de su conversación con el nuevo director, y me preguntó dónde me albergaba.

– En la pensión América. No sé si tendrá teléfono. Mejor que llame yo.

– ¿América? ¿Dónde está eso? ¿Tú has oído la pensión América, Emilio?

– Es por allí cerca del Instituto-expliqué-. En un paseo ancho que baja. La noche que llegué estaba cansado y no tenia ganas de buscar. El nombre me hizo gracia.