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– Ya sé dónde va a ser -dijo Emilio-. Tiene gracia, es verdad, pensión América, qué tendrá que ver en aquel barrio.

Y se sonrió. Tenía un rostro menudo, de cejas espesas. De pronto me pareció que había asistido a toda nuestra conversación y había tomado parte en ella. Cuando me levanté para irme, él se despidió también. Teo nos acompañó hasta la puerta, y se quedó en la ranura entornada hasta que desaparecimos escaleras abajo. Salimos juntos a la calle.

– Yo voy hacia allá; ¿usted?

Le dije que no llevaba dirección fija y esto pareció alegrarle. Decidió que iríamos juntos.

– Me llamo Emilio del Yerro-se presentó deteniéndose un momento para alargarme la mano-. Suelo tener bastante tiempo libre y me molesta que se aburra la gente que viene aquí. Si quiere usted podemos ser amigos. Mejor dicho, si quieres. Te voy a tutear.

– Si, claro. Yo me llamo Pablo Klein.

– ¿Parece que te vas a quedar aquí este invierno, no?

– Creo que si. Depende.

– Sí, ya le he oído a Teo. Seguro que te quedas. Pues esto es aburrido para uno que llega nuevo, pero ya sabes, pasa como en todas partes, en cuanto te ambientas, lo puedes pasar estupendo. Dentro, claro está, de la limitación de una capital de provincia.

Le dije que yo no me solía aburrir en los sitios y él me cortó con viveza.

– Ah no, yo tampoco. Quien tiene un poco de vida interior no puede aburrirse, eso lo he dicho yo siempre. En cierto modo yo soy un solitario, un enamorado de la soledad. Pero me refiero a que aquí hay círculos agradables, gente con la que se puede tratar, discutir, y esto se necesita muchas veces, ¿o no estás de acuerdo?

– Sí, sí.

Hablaba muy de prisa y me aturdía un poco.

– Estos mismos hermanos, particularmente ella, Elvira. ¿Tú ya los conocías de antes, no?

– ¿A los hijos de don Rafael? No, no los conocía.

Pareció muy asombrado.

– Como ella se ha emocionado tanto al verte, y has dicho que viviste aquí de pequeño.

Hubo una pausa, pero yo no tuve tiempo de contestar nada.

– ¿Y qué te ha parecido de ellos?-preguntó-. De Elvira, ¿qué te ha parecido?

– He hablado con ella poco rato, pero parece una chica de gran temperamento.

– Es extraordinaria, maravillosa -dijo con fuego-. Y Teo lo mismo-añadió un poco cortado porque yo le miraba-. Son de lo mejor de aquí.

Luego hablamos de viajes que le gustaría hacer. Hablaba él sobre todo, y muchas veces se anticipaba a mis respuestas. Me contó las alabanzas de la ciudad y dimos un paseo por calles que yo ya había recorrido.

– Son un remanso estas calles para el espíritu-decía-. Yo me conozco de memoria todos estos rincones.

Me habló de Kierkegaard, de Unamuno, de filósofos que habían vivido en ciudades pequeñas. Decía que leyendo las obras de Unamuno se le saltaban las lágrimas. Se veía que deseaba agradarme y hacer alarde de su cultura. Se había imaginado que yo era escritor y le decepcionó bastante cuando le dije que no lo era, que simplemente me interesaban los idiomas y tomaba notas para un trabajo de Gramática General.

– Yo soy ante todo poeta -dijo con énfasis-. Además de esto intento preparar unas oposiciones a Notarías.

Y se rió de la ingeniosidad del contraste.

Empezaba a caer la tarde y las piedras de los edificios se doraban despacio, como una carne. Emilio me contó la leyenda de dos o tres de aquellos edificios y se jactaba de estas historias como de viejas glorias de familia. Íbamos a paso perezoso, deteniéndonos mucho. Por la calle de la Catedral unos niños se disputaban en el suelo a mordiscos y patadas un pedazo de hielo que se había caído de una camioneta. El pedazo pasaba de mano en mano y chillaban sobándolo, queriéndoselo llevar a la boca para esconderlo de los otros; dos o tres veces se revolcaron en racimo, agitando piernas y brazos, y era cada vez más pequeño. Al final uno de ellos levantó los puños apretados y cuando los abrió brillaba apenas una esquirla que se consumió goteando. Lanzó un grito de triunfo, y los otros le miraron con desconsuelo las manos vacías.

Yo me paré a mirarlos y a Emilio le interrumpieron su discurso.

– Qué chicos -dijo con antipatía, subiéndose a la acera.

Luego vio que yo reía y me imitó, desconcertado.

– ¿Te gustan los niños?

Hacía preguntas continuamente y me miraba con ojos ansiosos como si quisiera clasificarme, encasillarme.

– ¿Qué niños? Según qué niños.

– Eres una persona rara -dijo después de un poco.

Languideció la charla y de pronto me pareció que no tenía ningún sentido nuestro paseo, que todo había sido forzado y postizo. En silencio volvimos hacia las calles del centro. É1 estaba citado con unos amigos. Hablándome de ellos, sobre todo de un escultor que tenía su estudio en el ático del Gran Hotel, volvió a ponerse locuaz. Por lo visto daba reuniones en aquel estudio, y me quiso animar para que yo subiera con él a conocer a este grupo.

– Sobre todo por Yoni, te encantará. Ha viajado mucho. Es de lo más libre y original.

Le prometí venir con él otro día. Estaba un poco cansado de su charla y quería llegarme hasta la estación para retirar mi equipaje de la consigna. A la puerta del Gran Hotel, un edificio lujoso, nos despedimos.

CINCO

Al salir de los toros, no encontraban el coche. Traían en los ojos chispas de sol, del oro de los trajes, y caminaban aturdidas sorteando los automóviles que se ponían en marcha, la gente de la salida, los puestos de helados y gaseosas.

– No os perdáis de mí, niñas -dijo el padre de Gertru, volviéndose hacia ellas.

Gertru se paró a esperar a Natalia, que se había quedado rezagada.

– Ven, no te quedes atrás. Tú cógete del brazo.

– No, mejor sueltas; nos empujan menos. Si no me pierdo.

– Es que me tuerzo un poco con los tacones, ¿sabes?

Le hablaba sin mirarla, atenta al equilibrio de su peineta. Natalia se dejó coger del brazo. Sintió el ruido del traje deglasé.

– Qué incómoda debes ir con eso. No sé cómo puedes. No podías ni aplaudir.

Una señora le enganchó el encaje de la mantilla con los colgantes de una pulsera. Se detuvieron a desprenderse. El padre de Gertru ya las estaba llamando desde el coche, con la bocina.

– Vamos, vamos, papá. Espera. Mira a ver, Tali. Yo creo que me la ha rasgado un poco.

Entraron al asiento de atrás, Gertru la primera y se tuvo que agachar mucho. Bajó la ventanilla y puso el mantón de manila para afuera muy colocadito. Arrancaron. Iban despacio, al paso de la gente, y algunos asomaban la cara al interior con curiosidad, hombres sudorosos con gorros de papel. Uno le tiró un beso a Gertru. Ella se puso a abanicarse muy de prisa.

– Qué calor, ¿verdad tú?

Entraba el aire fresco, el murmullo de los comentarios. Salieron a lo asfaltado. El padre preguntó que adónde iban, que si llevaban a Natalia primero.

– No, no, si Tali se viene con nosotros. Te vienes, boba. Primero merendaremos en casa, y luego lo que te he dicho.

– No sé qué hacer, de verdad; me da un poco de apuro -dijo Tali.

– Pero apuro por qué. Si ha sido él el que ha dicho que te quiere conocer. ¿No ves que le estoy hablando siempre? ¿No tienes ganas de conocerle tú?

Hablaban ahora con voz de secreto, mirando el suelo del coche.

– Sí, mujer, si no es por eso. Es que a lo mejor os molesto, y además yo al Casino no he ido nunca.

– Alguna vez tiene que ser la primera. ¿No te dejan tus hermanas?

– Ya lo sabes que si me dejan.

– Anda, mujer, y te pinto un poco los labios, te pongo bien guapa. ¿No te hace ilusión?

Natalia se quedó mirando la calle. En el borde de la acera había gente parada, niños, manchas de colorado. Adelantaron al coche de los picadores que trotaba sonando campanillas.

– Ha quedado en llamar. Le decimos que nos guarde mesa. Me quito esto, merendamos. Sobre las ocho y media podemos llegar, ¿te apetece?