Merendaron en casa de Gertru, se mudó ella y llegaron al Casino a las ocho. Ángel, que había salido a la puerta a esperarlas, las vio venir del brazo arrimadas a la pared. Su novia le sonrió. La otra chica venía mirando para el suelo. Les dijo que estaba todo llenísimo, que la única mesa que habían encontrado se la estaba guardando un amigo.
– Bueno, ésta será Tali, me figuro -dijo mirándola.
– Sí, mira, Tali, te presento a.Ángel.
– Vaya, encantado, la famosa Tali.
Ella le tendió en línea recta la mano pequeña y rígida que no se plegaba al apretón.
– Mucho gusto.
– Creo que eres un rato lista tú.
– ¿Por qué?
– Ah, yo no sé. La fama de lo bueno llega a todas partes. Eso pregúntaselo a Gertru.
Se reía mirándola. Tenía un bigote rubio muy fino.
– Es que yo le he contado, ¿sabes?, que siempre me has ayudado a aprobar y todas las cosas. Lo salada que eres.
Gertru hablaba con una voz distinta de la suya de siempre, más nasal.
– Qué bobada -dijo Natalia-. ¿Entramos?
Subieron cuatro escalones. Le azaraba que la hubieran dejado entre los dos. Al final de los escalones se estacionaba un grupo de chicas que cuchicheaban señalando hacia adentro, a través de una puerta de cristales; se rozaban los vuelos de sus vestidos. Ángel se adelantó a sujetarles la puerta y salió una bocanada de calor con los acordes de un swing, delgados, buceando entre el barullo. Al entrar, sólo se veían personas paradas, espaldas pegando unas a otras como en las últimas filas de la misa de una. Una escalera. Columnas. Se abrieron paso.
– Uf, cómo está esto -dijo Gertru-. Mejor que vayas tú delante hasta la mesa. Ven, Tali. ¿Tenemos buena mesa?
– Muy buena, al borde de la pista.
Manolo Torre era el amigo que les estaba guardando la mesa. Se levantó al verles llegar, y des-pués de las presentaciones se quería ir. Ángel le preguntó a Manolo que qué le parecía de su novia y él hizo muchas alabanzas de su belleza, con gracia y desparpajo. Tali era incapaz de mirarles a la cara a ninguno de los tres.
– Te advierto, oye, que la opinión de éste vale como ninguna en materia de chicas -dijo Ángel-y es exigente, ¿sabes? Todavía no se ha conocido casi ninguna a quien él haya dado diez. ¿A Gertru cuánto le das?
– Pues un nueve bien largo. Palabra.
Habían dejado de tocar. Tali miró a las parejas aglomeradas en filas compactas, que avanzaban apenas con un roce de suelas para salirse de la pista. Dejaban al descubierto las losas del suelo, grandes, blancas, y los divanes de la orilla de enfrente, las mesas ocupadas por otras personas. (Que no hablen de mi:), se repetía intensamente con las uñas clavadas en las palmas. (Que no me hagan caso ni me pregunten nada.:)
– ¿Y esta amiguita tuya tan mona? -dijo Manolo.
Gertru la cogió del brazo desde su silla.
– Del Instituto. Pero es boba, le da apuro venir aquí.
Manolo puso gesto de conquistador. Echó el humo con ojos entornados.
– ¿De veras? Va a haber que quitarle la timidez. Pero mírame, mujer, que te vea los ojos.
Ella los levantó hacia arriba, hacia una barandilla circular sostenida por las columnas, con gente asomada.
– ¿Allí arriba qué hay?-preguntó con mucho azaro.
– ¿Allí? Nada. La galería. En los balcones que dan a la calle se ponen las parejitas melosas que están en plan-explicó Ángel sonriendo.
– No, y por respirar también, chico. Esto de abajo se pone tremendo-y Manolo se pasó dos dedos por el cuello de la camisa-. ¿No notáis calor?
Los cuerpos de los que salían de bailar se dirigían a buscar el desagüe de la esquina y se disper-saban despacio hacia el bar o el salón de té, con un frotar de suelas. Toñuca y Marisol, que venían del salón de té, intentaban abrirse paso una detrás de otra, contra la corriente.
– Mira, por aquí -dijo Toñuca consiguiendo una pequeña brecha entre las espaldas de la gente-. ¿Me hace el favor?
Contra las paredes y las columnas, los grupos de los que estaban de pie defendían de los empe-llones una copa o un plato con almendras. Marisol se paró a pedirle fuego a unos muchachos.
– Tú-la llamó Toñuca, empinándose.
La vio venir con el pitillo encendido, volviéndose para atrás y hablando algo a aquellos chicos. Le preguntó que de qué los conocía.
– ¿Yo? De nada. De que me han dado lumbre. Igual se vienen con nosotras, si nos quedamos aquí. Parecen simpáticos.
– Oye, ¿pero no querías ir al tocador?
– Que no, mujer, qué va. Era un pretexto para salir de ahí dentro. Qué amor le tenéis a ese salón de té. Esto está mucho más animado.
Continuamente entraba gente nueva. Las muchachas recién llegadas fingían una altiva mirada circular como si buscasen a alguien, y hablaban unas con otras entre la confusión, sin avanzar. Dijo Toñuca que allí sin sentarse estaban como desairadas.
– Ay, chica, pero bailaremos, cuánto prejuicio tenéis. ¿No ves que a esa mesa de dentro no se atreven a acercarse? Si somos las mil y una niñas. ¿De dónde sacáis tantas amigas?
Toñuca no atendía ahora. Había puesto una cara sorprendida.
– Anda, si está ahí Manolo Torre.
– ¿Quién?
– Nada, Manolo Torre, un chico que le gusta a Goyita.
– ¿Cuál es?
– Ese de oscuro de la primera mesa. No mires tan descarado.
– ¿Ese que mira ahora? Oye, qué mueble bizantino; está un rato bien el tío. ¿Y le conoces? Te dice no sé qué.
Toñuca le saludó con una sonrisa.
– Nada, me dice hola. No sé si entrar a contárselo a Goyita para que lo sepa.
– Déjalo, mujer, estáte aquí conmigo hasta que vuelvan a tocar. ¿Es que no es de aquí ese chico?
– Sí, pero suele estar en la finca.
Manolo miró de reojo las caderas de Marisol.
– Oye-le dijo por lo bajo a Ángel-, ¿quién es esa chica de verde que está con la hermana de León?
– ¿Esa del pitillo? No sé. Será nueva. ¿Se tima contigo o conmigo?
– Yo creo que conmigo.
Los músicos, vestidos de azul eléctrico, volvieron a coger los instrumentos con pereza. A Gertru le entró hormiguillo en los pies, quería bailar, salir de los primeros, antes de que se llenara la pista. Se puso de pie y cogió de la mano a Ángel. A Manolo le dejaron solo con Natalia.
– ¿No te importará quedarte con ella hasta que volvamos, verdad? ¿O tenías prisa?
– A mí no me importa nada quedarme sola -dijo ella con los ojos serios.
– No, hombre, me quedo yo contigo, bonita, para que no te coma el lobo.
Estaban sentados en las esquinas opuestas y ella no le miraba.
Vino un camarero y les preguntó que si iban a tomar algo.
– Vamos, pequeña, ¿qué tomas tú?
Dijo que sidra. Sidra no tenían.
– Toma un coñac. Verás qué rico.
– No. No tomo nada.
– Yo un coñac con seltz.
Se debía ver bien la pista desde aquella barandilla de arriba, se verían pequeñitas las cabezas. Y mejor todavía asomarse desde un avión que planeara encima de este hormigueo. O más alto, desde la torre de la Catedral.
– ¿Qué miras?
– Nada.
Manolo arrimó su silla un poco.
– Te me has quedado muy lejos. Parece que no estemos juntos, ¿verdad?
– Y no estamos juntos.
É1 se echó a reir. La miró desconcertado.
– ¿Sabes que eres una fierecilla?
Marisol mientras tanto le taladraba con ojos lánguidos apoyada contra su columna. A Toñuca la sacaron a bailar y le preguntó que si no le importaba quedarse sola.
– Por Dios, qué disparate -dijo ella sin dejar de observar a Manolo-. No me conoces a mí.
Manolo se puso de pie y cogió a Tali de la mano.
– Anda, fierecilla.
– ¿Qué quiere?
– Nada, mi vida, que bailemos. Pero por amor de Dios, monada, no me trates de usted.