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Ella no se movió de su sitio.

– No sé bailar.

– Pero te enseño. Esto no se arregla hasta que bailemos, ya lo verás.

– ¿Qué es lo que se arregla?

A Manolo se le puso una voz impaciente.

– Nada, hija, no sé. No te voy a estar rogando. ¿Quieres que te enseñe a bailar, sí o no?

– No.

– Pues te aseguro que es un plan el tuyo, rica, no sé para qué vienes.

Se sentó otra vez de medio lado. Marisol le miró con sorna; se miraron de plano esta vez. Tali bajó la cabeza al mantel y se puso a desmenuzar una pajita. Dijo:

– Es que yo no sé bailar, de verdad. Me da vergüenza. Vaya a sacar a otra chica. A mí no me importa, porque me marcho en seguida.

É1 dio las gracias y dijo algo.

Dejó unos billetes debajo del cenicero y se fue. La animadora tenía cara de payaso. Debía estar sudando debajo de aquella mueca estirada que le desfiguraba el rostro. Al quedarse sola, sentía Natalia que le zumbaba todo el local vertiginosamente alrededor. Estuvo un rato con los ojos cerrados. Luego cogió el bolso de Gertru de encima de la silla y buscó dentro. Lápiz no tenía. Llaves, cartas, fotos, una barra de labios. Con la barra se escribía muy gordo, pero servia igual. Escogió una cartulina alargada: (Los jefes y oficiales del Aeropuerto invitan a usted…:), y debajo en letras rojas dejó escrito: (Me voy porque me ha entrado mucho dolor de cabeza). Miró a la pista ciega, atestada, bajo la gran claraboya de cristales. A Gertru no la veía. Se levantó y salió. Pasó al lado de Manolo Torre, que se había apoyado en la columna y le estaba encendiendo un pitillo a la chica de verde.

– ¿Yo? La primera vez que veo a una persona-estaba diciendo ella-igual que si nos conocié-ramos de toda la vida.

– ¿Por qué no nos vamos arriba? -dijo Manolo mirándole la cara a la luz de la cerilla-. Te rapto para mí.

Natalia salió a la calle. Se sentía arrugadas las medias de cristal, arrugado el vestido de seda rojo. Todavía no se había ido el día del todo; quedaba algo de luz. Desde uno de los balcones de la galería alta, los torsos inclinados de espaldas al barullo de dentro, Manolo y Marisol, que acababan de asomarse, la vieron vacilar antes de cruzar la pequeña plaza.

– ¿Conque igual que si nos conociéramos desde pequeños, eh? Qué diablo, tienes cara de diablo, lo estaba pensando antes. ¿Cómo te llamas?

– Marisol. Oye, es bonita esta plaza, muy romántica. Esa niña que sale ahora es la que estaba sentada contigo, ¿no?

– Sí. Antes me ha dado calabazas.

– ¿Calabazas de qué?

– De bailar, ¿qué te parece a ti?

– Pues muy bien, porque si no, a lo mejor no te conozco.

Manolo la cogió del brazo; vio que se dejaba.

– ¿No conocerme? Difícil. Era una cosa fatal, Marisol, preciosa, estaba preparado para esta tarde.

El cielo estaba moteado de vencejos altísimos, blanco, inmenso, como desbordado de una gran taza. Natalia respiró fuerte mientras se alejaba hacia las calles tranquilas. Enfiló la de su casa que hacía un poco de cuesta. Todavía llevaba dentro de la cabeza el eco de la música estridente y confusa de la fiesta.

Retrasó el paso cada vez más hasta llegar a su portal. Julia se asomó al mirador y la llamó.

– Tali, ¿qué haces ahí parada?

– Nada, hola. Es que no sé si subir todavía o darme una vuelta.

– ¿A estas horas?

– No es tan tarde; no serán ni las nueve.

– Casi me iba contigo -dijo Julia.

– Pues baja.

– ¿No te importa?

– Claro que no.

Julia se peinó un poco y se lavó los ojos con agua fría.

A pesar de todo, su hermana le notó que los tenía rojos de haber llorado. Echaron a andar. Julia le preguntó que qué tal le había parecido el Casino y Tali dijo que bien, que se había venido porque tenía mucho calor. La otra no le preguntó nada más, tenía un aspecto distraído. Junto a la pared norte de la Catedral, por la callejita, venía un aire fresco.

– Está buena la tarde -dijo Julia-. En casa te emperezas cuando te quedas sola. Me duele más la cabeza.

– ¿No has salido? ¿Por qué no salías?

– Qué sé yo.

– ¿Qué estabas haciendo?

– Un solitario. No tenía ganas de coser.

Doblaron la esquina de la Catedral. Estaba abierta la puertecita de madera que llevaba a las habitaciones del campanero y a la escalera de la torre. Julia no había subido nunca a la torre y su hermana le propuso que subieran; no podía comprender que no hubiera subido nunca.

– Anda, verás qué bonito, si es lo más bonito que hay. Te encantará. Se te despeja el dolor de cabeza.

Entró delante de ella con aire experto y decidido.

– No sé si se nos va a hacer tarde para la cena.

– No, mujer. Subir y bajar. Tú sígueme a mí.

La escalera de caracol estaba muy gastada y en algunos trozos se había roto la piedra de tanto pisarla. Julia se quedaba atrás y cuando estaba muy oscuro llamaba a su hermana, le decía que no fuera tan de prisa, que daba un poco de miedo a aquellas horas.

– Si voy aquí, boba. Te estoy esperando. ¿Puedes?

Llegaron a la primera barandilla. Tali no quería que se asomara Julia, decía que era mucho más bonito desde arriba, que siguieran y sería más ilusión.

– Anda, mira que eres, no te pares aquí. Si sólo falta otro poco como lo que hemos subido para llegar a las campanas.

– Se ve bien desde aquí ya.

– Mujer, no te asomes.

– Otro día, guapina, hoy es un poco tarde. Otro día vuelvo contigo y subo hasta lo último, de verdad. Hoy nos quedamos en ésta. Salieron a la barandilla de piedra. Tali se empinó con el brazo extendido y le brillaban los ojos de entusiasmo.

– No seas loca -dijo su hermana, sujetándola-. Te vas a caer, ¿no te da vértigo?

– Qué va. Mira nuestra casa. Qué gusto, qué airecito. ¿Verdad que se está muy bien tan alto? Mira la Plaza Mayor.

Julia no dijo nada. Paseó un momento sus ojos sin pestañeo por toda aquella masa agrupada de la ciudad que empezaba a salpicarse de luces y le pareció una ciudad desconocida. Escondió la cabeza en los brazos contra la barandilla y se echó a llorar. Después de un poco, sintió que su hermana le ponía la mano sobre el hombro.

– Julia, no llores, ¿por qué lloras?

No levantó la cabeza. Oía los chillidos agudos de los pájaros que se iban a acostar y casi las rozaban con sus alas.

– ¿Qué te pasa? No llores. ¿Es que has vuelto a reñir con papá?

– No -dijo entre hipos-. Sólo lo del otro día.

– ¿Entonces? Háblale tú. Seguro que ya no está enfadado.

Julia levantó la cabeza y dijo con rabia:

– Pero yo no le quiero pedir perdón, yo no le tengo que pedir perdón de nada. Me quiero ir a Madrid, me tengo que ir. Si vuelvo a hablar con él es para decirle otra vez lo mismo. Se enfada y no quiere entender; Miguel también está enfadado, no me escribe. Yo no les puedo dar gusto a los dos.

Se conmovió al ver que Tali la estaba escuchando con los ojos fijos y brillantes, al borde de las lágrimas.

– ¿Qué hago, dime tú, qué hago? La tía y Mercedes también están en contra mía.

Natalia sacó una voz solemne.

– Si te vas a casar con Miguel, haz lo que él te pida. A él es a quien tienes que dar gusto. Espera a que se pasen las ferias, y si no viene a verte, ya lo arreglaremos para convencer a papá. O podemos escri-bir a los primos.

– Es que él quiere que esté bastante tiempo. Que vaya casi hasta que nos casemos -dijo Julia.

– ¿Y tú también quieres?

– Yo también. No podemos estar siempre así, separados, riñendo por las cartas, Tali, no se puede. ¿Verdad que no tiene nada de particular que vaya yo? Tengo veintisiete años, Tali. Me voy a casar con él. ¿Verdad que no es tan horrible como me lo quieren poner todos?

Le buscaba con avidez el menudo perfil inclinado hacia las calles solitarias, apenas con algún ruido que llegaba ajenísimo.