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biera perdido). Y me alegré. También ella seguramente se habría arrepentido ya de escribir lo que escri-bió, y se alegraría si supiera que no había llegado a mis manos.

Una mañana fui al Instituto para hablar con el nuevo director. Era un hombrecito calvo, de expresión irónica y bondadosa, y, contra lo que había temido, la entrevista con él fue semejante a una conversación entre viejos conocidos y pude hacerle toda clase de preguntas sin sentir violencia. Él me enteró de que la vacante de alemán que yo ocuparía pertenecía al Instituto femenino, porque los alumnos estaban separados por sexos y tenían distintos horarios y profesorado. Las clases de las chicas eran por la tarde, y a mi me correspondían sexto y séptimo, que eran los cursos que daban idiomas. Le presenté algu-nos certificados que llevaba acreditando que había enseñado en otros pensionados extranjeros y apenas les echó una ojeada rápida. (No hace falta -dijo-; ya sé yo que don Rafael sabia escoger sus profesores.) Firmé unos papeles y me enseñó los horarios para consultarme si me convenían los días y horas que me iban a corresponder. Yo le di las gracias y le contesté que me era indiferente porque disponía absolu-tamente de mi tiempo.

– ¿Cómo?-se extrañó-. ¿No tiene ningún quehacer? ¿Ni clases particulares?

– Nada. No, señor. Clases puede que coja alguna más adelante, aunque no sé si merece la pena o no, total hasta la primavera.

– ¿Sólo hasta la primavera se queda usted? ¿Las oposiciones, no las ha firmado?

– No, señor.

– Pues es una pena, debía animarse, una persona con costumbre de enseñanza como usted. Ya sabrá que el plazo de admisión dura todo el mes de enero, de aquí a entonces tiene tiempo de decidirse.

Le dije que tal vez lo pensaría.

– Claro, hombre, hasta enero-se reía-igual le toma usted cariño a esto, igual se echa novia.

Me puse de pie.

– No le digo que no, todo pudiera ser.

La entrevista había sido en una sala de visitas con sofás colorados y un retrato de Franco en la pared. Me acompañó hasta la puerta por el corredor vacío, de madera. Al final un reloj de pared marcaba una hora atrasada, a través de la esfera borrosa. Nos despedimos hasta primeros de octubre, que era cuan-do empezaba el curso, y se ofreció a mi para cualquier cosa que necesitara.

– Si decide lo de las clases particulares yo le puedo buscar alguna, y lo mismo lo de la oposición, si quiere que le oriente.

– Muchas gracias, lo tendré en cuenta. Hasta pronto.-le saludé ya bajando por la escalera.

Esto de que no tuviera nada que hacer en todo el día y que sólo contara con las clases del Instituto también le intrigaba mucho a Rosa.

– ¿Te has enterado de lo que te pagan?-me preguntó aquella tarde.

– No. No creo que sea gran cosa.

– ¿Cómo? ¿No te lo ha dicho ese señor?

– Se me ha olvidado a mí preguntárselo.

– Pero, chico, tú andas mal de la chimenea.

Nos habíamos hecho muy amigos desde la noche que se emborrachó en la pensión y alguna otra vez habíamos comido juntos en la mesa y había venido conmigo a mis paseos. Siempre me insistía mucho para que fuera a oirla cantar al Casino y por fin una noche fui. Esa noche me volví a encontrar a Emilio del Yerro.

El Casino era una fachada antigua por delante de la cual había pasado muchas veces; las noches de fiesta le encendían unas bombillas que perfilaban el dibujo de los balcones.

Tenia yo la idea de sentarme en un rincón apartado y tomarme un refresco tranquilamente mien-tras escuchaba a Rosa y esperaba que terminase su trabajo, pero de la primera cosa que me di cuenta al entrar fue de que no existía ningún lugar apartado, sino que todos estaban ligados entre si por secretos lazos, al descubierto de una ronda de ojos felinos. Muchachas esparcidas registraron mi entrada y siguieron el rumbo de mi indecisa mirada alrededor. No tocaba la música y no vi a Rosa. Había mesas por todas partes, totalmente ocupadas, un silencio ondulado de cuchicheos y redondeles de luz en el centro de la pista vacía. Comprendí que tenia que andar en cualquier dirección afectando desenvoltura. Vasos, botellas, adornos, largas faldas pálidas fueron quedando atrás en una habitación amarilla. Al fondo había una puerta con cortinas recogidas. La traspuse: era el bar. Me asaltó un rumor de voces masculinas. No habría más de tres mujeres entre los hombres que fumaban en grupos ocultando el mostrador, y una de ellas era Rosa, en el centro de un corro de chicos vestidos de etiqueta. Daba cara a la puerta y se apoyaba en un alto taburete. Me vio en seguida v me llamó levantando el brazo desnudo.

– Mira, ven, Pablo, te voy a presentar a unos amigos.

Los chicos me miraron y uno de ellos era Emilio. Se puso muy contento y me pasó un brazo por la espalda con familiaridad. Que qué casualidad, que dónde me metía, que se había acordado de mi tantas veces. Pidió un whisky para mí sin consultarme. Cuando Rosa salió a cantar, me quedé con todos.

– Ahora ya sí que tenemos que armarla-les dijo Emilio a los demás-. Ahora que ha venido este amigo, yo quiero que se divierta. Luego, cuando salgamos de aquí tenemos que armarla. Al Lampié ¿os parece?, está abierto hasta las cinco y media de la madrugada. Vas a ver qué aguardiente con guindas-hablaba nerviosamente y hacía gestos como para acapararme y aislarme de todos.

Un tal Federico me empezó a llamar el filósofo, no sé por qué, y a dirigirme una serie de ironías que los otros amigos apoyaban con risas. Me era antipático, en todo lo que decía, su tono de gracioso oficial.

– Yo creo que el amigo ya sabe divertirse por cuenta propia -dijo-. La rubia le ha estado esperando toda la noche.

No contesté. Dije que me salía hacia la pista, que si querían venir ellos. Empezaba a oirse la música.

– Claro-insistió Federico-. Cada uno ha venido a lo que ha venido. Él tiene prisa por oír cantar a la rubia.

Ya me apercibí de que estaban todos algo bebidos, pero su insolencia me molestaba.

– Regular de prisa-dije secamente-. Es asunto mío.

– No nos sirve. Se pica-les dijo Federico a los otros-. No lo podemos meter en nuestro club.

– Bromean, bromean todo el tiempo. No les hagas caso, por favor-me dijo Emilio con voz suplicante-. Salimos, si quieres.

Su brazo en mi hombro me lo sentía igual que una mampara.

– Venga, déjanos disfrutar un poco del amigo, parece que te lo quieres comer. Otro whisky, oiga.

Había un militar de granos que estaba un poco aparte y que desde que había oído los primeros compases de la música miraba hacia las cortinas de la salida con ojos impacientes. Parecía que tenía poca confianza con los otros. Le llamaban Luis Colina, con nombre y apellido.

– Vamos afuera -dijo con una risa-. Hay que bailar. Tenemos a las chicas muy solas.

– Vete tú. Para mí las niñas esta noche están de más. Ya me doy por cumplido. Hay que hacerse desear.

– Sí, oye, se empalaga uno un poco. Vienen demasiado bien puestas, te dan complejo de que las vas a arrugar.

– Niñas de celofán.

– Niñas de las narices. Para su padre. Las que están de miedo este año son las casadas. ¿Te has fijado, Ernesto?

– Venga, si empezáis así…-insistió el militar.

– Pero vete tú, ¿para qué te hacemos falta?

– Además que vengan ellas aquí. Se acostumbran mal. No se hacen cargo de que uno necesita alguna vez servicio a domicilio.

– Es verdad. Parecen reinas, chico.

Uno había empezado a bostezar y se rió en mitad del bostezo, apoyando con el codo en movimientos insensibles las últimas palabras, como si le hubieran parecido geniales.

– …eso, eso, reinas.

– Bueno-repuso Emilio-. ¿Entonces qué hacéis?

– Yo me quedo -dijo uno-. ¿Tú, Federico, qué dices?

Se miraron indecisos. Tenían los ojos empañados, rojizos y los cuellos de pajarita reblandecidos de sudor.