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– Anda, no hagáis el ganso -dijo-. Os mira la gente.

La amiga, ya libre, se arregló las horquillas, sofocada.

– ¿Pero tú ves las trazas que me ha puesto? No debía subir.

Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la escalera.

– Mira que eres faenista. Luego se me hace tarde. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador…

De aquel mirador verde decían las visitas que era un coche parado, que allí sabía mejor que en ninguna parte del mundo el chocolate con picatostes.

– Candela, ponga otra taza para el desayuno. Se queda la señorita Isabel. Si está caliente, nos lo trae ya.

La doncella soltó el trapo del polvo y cerró una puerta que daba al pasillo; se veían dos camas a medio hacer. Retiró el cogedor a lo oscuro.

– Ahora mismo.

En la habitación del mirador estaba todo muy limpio. Allí se barría y se quitaba el polvo lo pri-mero. Era grande y estaba separada en dos por un biombo de avestruces. La parte del fondo era más oscura. Había un piano y retratos ovalados. En la consola brillaba un reloj con pastorcitas doradas debajo de su fanal. El mirador quedaba en la parte de acá, que era donde se estaba, donde la radio, el costurero y la camilla, donde la butaca de orejas y la lámpara en forma de quinqué. Era un mirador de esquina. Tenía en la pared un azulejo representando el Cristo del Gran Poder, de Sevilla, y debajo un barómetro.

– Siéntate, Isabel.

Isabel se había quedado de pie junto a la camilla cubierta de tela rameada. Dijo:

– Nosotras ya hemos puesto las faldillas de invierno. Dice mamá que estas de cretona le dan un poco de frío por las tardes.

– Pues sí. Temprano empieza, con lo bueno que hace. Si hace calor…

– Ya; es que es una friolera, ¿mi madre?, uh, algo de miedo.

– Pues lo que es aquí hasta dentro de veinte días por lo menos, ¿verdad?, no sacamos la ropa de la naftalina. Es llamar al mal tiempo. Pero siéntate, mujer. Yo ahora mismo vengo.

Julia miraba a la calle a través de los cristales. Se volvió un instante hacia su hermana.

– Toma, llévame el velo y la chaqueta si vas para allá.

– Sí, voy un momento a ver qué hace Natalia.

Isabel se sentó. Se puso a mirar un pequeño folleto de papel anaranjado con orla de estrellitas que estaba abierto en el costurero: (Día doce-Inauguración de la feria. A las nueve, dianas y alboradas. Las populares gigantillas recorrer n la ciudad. A las once, solemne misa cantada en la Santa Basílica Catedral con asistencia del Gobierno Civil y otras autoridades. A la una…). Lo cerró y se puso a hacer con él un cucurucho. Se curvó el dibujo de un banderillero que aparecía en la portada de atrás y las letras del anuncio (Coñac Veterano Osbor…).

– Y a mí que este año no me parece que estemos en ferias.

Julia no se volvió ni dijo nada. Daba el sol en la casa de enfrente, en unos escudos que tenía la piedra. Isabel vino y se acodó a su lado; le pasó un brazo por los hombros.

– Qué callada estás, mujer.

– Sí, no sé qué me pasa, estoy como dormida.

– La viudita del Conde Laurel.

Delante del mirador se ensanchaba la calle en una especie de plazuela triangular. Había un coche de línea con el motor en marcha y lo rodeaban algunas mujeres de oscuro que hablaban con los viajeros por las ventanillas abiertas. Auparon a una niña para que le diese un beso a uno de los de dentro. En un cartel que había arriba, sujeto a la baca, ponía los nombres de los pueblos.

– Porque tu novio no viene ese año a las ferias, ¿no?

Julia se encogió de hombros y puso un gesto de fastidio.

– Hija, no sé. Que haga lo que quiera.

– ¿Qué es? ¿Que estáis reñidos?

– No, no es que estemos reñidos. Estamos como siempre.

– ¿Entonces?

– Estamos siempre medio así -dijo Julia haciendo un gesto de desaliento con la mano-. Por las cartas se entiende uno tan mal…

– Desde luego. Los noviazgos por carta son una lata. Ya ves lo que me pasó a mí con Antonio. Dos años, y total para dejarlo.

Julia se puso a morderse un padrastro, con los ojos bajos. Se le empezaron a caer lágrimas en la mano.

– Claro que fui yo la que le dejé. Me aburrí de esperar, hija, y de calentarme la cabeza. Con un chico de fuera, todo lo que no sea casarse en seguida… ¿Pero qué te pasa, mujer, estás llorando?

Había bajado la barbilla hasta apoyarla en el pecho y lloraba con los ojos cerrados. Cuando oyó la pregunta de Isabel y sintió que la presión de su brazo se hacía más estrecha, se tapó la cara con las manos.

– Es que si vieras lo cansada que estoy -dijo con la voz ahogada-, si vieras… ya no puedo estar así.

De pronto levantó la cara y se limpió los ojos bruscamente.

Dijo con urgencia, sin volver la cabeza.

– ¿Viene Mercedes?

– No. ¿Por qué?

– No le digas nada de esto…, si no te importa.

– No, mujer. Descuida. Pero dime, ¿qué es lo que te pasa?

– Nada.-La voz se le había vuelto más tranquila-. Que nos entendemos mal, que me vuelve loca en las cartas, con las ventoleras que le dan de que le quiero poco, y siempre pidiéndome imposibles, cosas que yo no puedo hacer. Que no se hace cargo… Fíjate: por ejemplo, se enfada porque no voy a Madrid. Si mi padre no me lleva, ¿qué querrá que haga yo? Pues con eso ya, que no le quiero.

– Ah, eso siempre, eso todos. ¿Por qué te crees tú que reñimos Antonio y yo? Pues por eso, nada más que porque no me daba la gana de hacer lo que él quería.

– No, si nosotros no creo que terminemos. Si me quiere mucho.

– Tú, de todas maneras, no seas tonta, no te dejes avasallar. Yo por lo menos es lo que te aconsejo. Si te pones blanda es peor. ¿Que riñes? Pues santas pascuas. Ya ves yo, me pasé un berrinche horrible. Acuérdate, la primavera pasada, que ni ganas de ir al cine tenía; pero luego se alegra una, yo por lo menos…

Se oyó un chirrido cercano y luego las tres campanadas de menos cuarto en el reloj de la Catedral. Julia tenía los ojos fijos en la baca del coche de línea atestada de bultos y cestas.

– Si pudiera venir por lo menos un día o dos, ahora por las ferias. Hablando es otra cosa. De cartas se harta una, cuando te contesta a una de enfadada, ya ni te acuerdas de por qué era el enfado, porque a lo mejor ya has recibido luego otra suya, y estás contenta. Te aburres de escribir, te aseguro…

– Pero ¿y cómo viene tan poco a verte? ¿No puede?

– No. Siempre tiene cosas que hacer. Ya te digo, dice que es más lógico que vaya yo, que a él aquí no se le ha perdido nada, y que en cambio yo allí podría hacer muchas cosas y que sé yo qué. Ayudarle, animarle en lo suyo aunque sólo fuera.

– Pero y tú, ¿cómo vas a ir, mujer?

– No. Eso no. Podría ir a casa de los tíos como otras veces que me he estado meses enteros. Pero bueno es mi padre. Como que me va a dejar ahora, como antes, sabiendo que está él allí.

– Y É1 ¿qué hace? ¿Cosas de cine, no?

– Sí.

– ¿Es director?

– No, director no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tiene mucho porvenir, una cosa nueva. É1 escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren.

– Sí-resumió Isabel-. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película.

– Sí. Lo que pasa con ese trabajo es que hay que esperar mucho para colocar los guiones y ver mucha gente; conocer a unos y otros. Pero luego, cuando se tiene un nombre, ya se gana muchísimo, fíjate.

Julia hablaba ahora con cierta superioridad y la voz se le había ido coloreando.

– Y documentales y todo. Teniendo suerte…

Las cestas se bambolearon en el techo, cuando el coche de línea arrancó. Dobló la esquina y llegaron al mirador algunas voces agudas de adiós. Las mujeres de luto se quedaron quietas un momento hasta que ya no lo vieron. Luego se dispersaron lentamente.