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A la tarde le dolían las piernas y los riñones y se echó siesta a pesar de lo mal que le sentaba. Sentía una voluptuosidad muy grande echándose en combinación encima de las sábanas tirantes. Cerró las maderas. (Miguel, guapo, guapo) dijo muchas veces debajo del embozo, antes de dormirse.

Vino Mercedes a llamarla que había venido Isabel, que si quería ir con ellas un rato a casa de Elvira antes del cine. Dijo que si y salieron las tres. Para ir a casa de Elvira había que pasar por calles solitarias. Era fiesta, una tarde nublada. Andaban soldados por la calle y padres con niños; y sobre todo muchachinas de quince años con rebecas de colores cogidas del brazo y riéndose.

El café Castilla estaba casi vacío. A través de la vidriera lateral se veía una sola mesa ocupada. Un hombre, de codos, miraba la calle, su taza vacía sobre el mármolé el puro apagado. Parecía más borroso bajo el cartel de toros pegado en el cristal, amarillo, rojo y blanco como una ventana de luz.

– Os invito a un helado -dijo Isabel.

Dieron la vuelta para buscar la entrada. Un pequeño mostrador sobresalía hacia la calle con las letras, en rojo, HELADOS FRIGO, y la muchacha que los vendía hablaba desde su silla con los cama-reros de dentro. Pidieron de nata y fresa y Mercedes quería que cada cual pagara lo suyo, pero Isabel la esquivó con el hombro, sin querer guardarse el dinero que le ofrecía. Cruzaron a Correos y Julia echó la carta de Miguel con sello de urgencia.

– ¿Pero todavía le escribes?-la riñó su hermana-. Pues, hija, también son ganas de hacer el tonto. ¿No ves que es un chulo? Conmigo podía haber dado.

Julia a lo primero no contestó. Luego, como la otra insistía, le dijo que se metiera en sus cosas y que la dejara en paz.

– No, rica, si por mi bien dejada estás. Buena cosa que me importa, lo digo por ti, que estás haciendo el indio, que no ves lo que tienes delante. Porque vamos, más claro que te lo está poniendo para que lo dejes, no te lo puede poner.

– Venga-intervino Isabel, mientras daba los últimos mordiscos a su helado-. A ver si os vais a poner a reñir ahora por una bobada. Tú déjala que se desengañe ella sola como nos ha pasado a todas; los golpes se los pega una sola. Cuanta más ilusión conserve, pues mejor.

A Julia le molestó el tono de mujer vivida con que se contra las dos, explicaba Isabel, sintió una irritación horrible Habían llegado al portal de casa de Elvira.

– Si es que es imbécil -dijo Mercedes – que se le dicen las cosas por su bien.

– Mi bien yo me lo conozco, ¿has oído?-saltó Julia casi gritando y empujando a su hermana-. Ya estoy harta de oírte todo el día lo que es mi bien y lo que es mi mal. Te vas a la porra con tus consejos, te los guardas. Lo que yo quiero a nadie le importa. ¡¡Te vas a la porra!!

Estaba fuera de si. (Dio la vuelta en el portal oscuro) se salió a la calle. Las últimas frases las había dicho llorando. Isabel y Mercedes se quedaron un momento quietas, mirando por donde se había ido. Luego Isabel la siguió a la puerta y la llamó. Julia avanzaba de prisa sin volver la cabeza y se oian

un poco sus sollozos.

– Pero Julia, mujer, no seas tonta, ven acá. ¡Julia!Mira que por esa bobada…

– Déjala que se vaya. ¿No ves que está loca? Mejor que se vaya y nos deje pasar la tarde en paz. Déjala, Isabel.

– Me da no sé qué, mujer, que se vaya así. ¿Tiene su entrada del cine?

– Creo que si. Venga. Si además es muy bruta, por mucho que la llames no te va a hacer caso.

Subieron. A Mercedes en mucho rato no se le pasó la indignación que tenia contra su hermana, y cada vez que se acordaba de la escena del portal hacia un gesto de impaciencia plegando los labios.

– Es mema, os lo digo. Me ha dejado mal para toda la tarde-les decía a las otras chicas que estaban en casa de Elvira.

Según explicó, lo que más le enconaba era que Julia se estuviera perdiendo un chico tan majo como Federico Hortal que no hacia más que llamarla por teléfono y querer salir con ella. Hablaba con orgullo de este pretendiente de su hermana en un tono dominante y agresivo de propietaria.

– Hija, ¿majo Federico? A mí me parece mucho mejor su novio que Federico-defendió Goyita, que estaba también allí-. Es muy guapo su novio. Además, si le quiere…

– Calla, por Dios, si aunque le quiera, si es que hay cosas…

Elvira las escuchaba sin entrar en la conversación, con los ojos vagando por la repisa de su cuarto. Tenia los pómulos salientes, las manos nudosas. Jugaba sobre su falda negra, quitándose y poniéndose un anillo de aguamarina.

– Te debías pintar un poco estos días, Elvira. Estás muy pálida.

– ¿Pálida? Yo la noto como siempre.

– Además, mujer, no se ha pintado nunca, ¿se va a pintar ahora? Parecería que estaba celebrando algo en vez de estar de luto.

– Claro, pero es que lo negro come tanto. Tiene mala cara, ¿no lo notáis? Yo decía una cosa discreta.

– Que‚ más da. Yo estoy bien. No lo hago por lo que digan. Si tuviera ganas de pintarme, me pintaria.

El cuarto era pequeño, con cretonas de colores, bibelots y dibujos. Se veían por la ventana los árboles del jardín de las monjas, unas puntas oscuras.

– ¿Y el estudio, Elvi, no lo pones?

– Se ha caido el techo con la lluvia. Ya esperaré a que pase el invierno para arreglarlo.

– Mujer, no des la luz, se ve bien todavía.

– Es que me pone triste esa media llovizna; qué tarde tan fea… ¿Qué pelicula vais a ver?

– Una de piratas.

Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no. Para el otro marzo. Eran plazos consabidos, marcados automá-ticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera pelicula. A eso se llamaba el alivio del luto.

Las chicas hablaron de cómo habían estado las fiestas, del baile del Aeropuerto, que había sido de ensueño. Que con los aviadores por medio, no se aburría nadie. Todo en buen plan, ni mucha luz ni poca, ni mucha bebida ni poca, sobrando chicos y una selección… Que al Casino ya no se podia ir con la plaga de las nuevas porque ellas se acaparaban a todos los chicos solteros. Andaban a la caza, y con un descaro.

– Andan como andamos todas -dijo Isabel riéndose-.

Lo que pasa que están menos vistas y que no hay compromiso porque cuando se pasan las ferias se van Ellas hacen bien en aprovecharse. Yo me estoy sentada en el Casino porque no hay de qué, bien lo sabe Dios; pero si tuviera el tipo de esa amiga de Goyita y el éxito que tiene, haria lo que hace ella.

– Hija, Isabel-saltó Mercedes con voz digna-. Pues pensamos de distinta manera. Yo, esos métodos no. A mí el que me quiera, aquí sentada o donde esté me tendrá que venir a buscar.

– ¿Qué amiga de Goyita?-preguntó una.

– Esa Marisol.

Goyita bajó los ojos. Dijo:

– No es mi amiga.

– ¿Que no es tu amiga? Será ahora.

– Ni ahora ni antes.

– Por Dios, Goyi, cómo dices eso. Acuérdate de los primeros días. Que si no nos la metes en la pandilla, yo creo que te da algo. Si se ha portado mal contigo, la culpa la has tenido tú por darle tanta confianza: ya lo sabes de todos los años cómo son las de fuera.

Goyita no contestó nada. Hablaron de lo bien que había resultado la orquesta del Casino, mucho menos rajados para la juerga que la del año pasado, a pesar de que tenia menos fama.

– Oye, por cierto-le dijo Mercedes a Elvira-. El que anda ahora con la animadora es ese amigo vuestro.