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– ¿Nuestro? ¿Qué amigo nuestro?-se extrañó Elvira.

– De Teo; ese profesor o lo que sea

– Ah, bueno, Pablo… ¿Pero cómo con la animadora

– Si, hija con la animadora, se ve que son amigos.

– No puede ser. Te habrás confundido.

– No -dijo Goyita-. No se ha confundido. Yo le conozco ese chico porque hice el viaje para acá con él. Ha ido al Casino a buscar a la animadora dos noches. Y vive en la misma pensión.

Elvira se quedó pensativa.

– Qué raro -dijo luego-. No le pega nada. ¿Y ella qué tal es?

– Mona, pero va demasiado exagerada. Bueno, es lo suyo… Y además ya mayor. Al lado de él, vulgarita.

– É1 desde luego está de miedo -dijo Goyita-. ¿Es extranjero, no? Se le nota un acento especial.

Isabel no le había visto nunca, dijo que a ver si se lo enseñaban. Le preguntaron a Elvira que a qué había venido, estaban todas pendientes de su contestación. Ella dijo que no sabía nada, que apenas le conocía, que por qué le preguntaban a ella.

– Está por él que se mata-resumió Isabel cuando salieron-. Ya veis lo nerviosa que se pone en cuanto le preguntamos cosas. No suelta prenda, se ve que quiere tener la exclusiva.

– Si; pero como presume de que no le gustan los chicos. Como es un ser superior.

– ¿Y Emilio? ¿En qué está con Emilio? A mi me da pena de ese chico.

– ¿Pena por qué? Ella dice que no han sido novios nunca.

– Bueno, que diga lo que quiera. El año pasado, a ver si no eran novios…

El cine estaba cerca. En la puerta se reunieron todavía con más chicas, se distribuyeron las entradas y se pusieron a hacer cuentas de dinero.

– Espera, faltan dos cincuenta. Es que le pago también a Tere porque le debo lo del domingo.

– Bueno, ¿a que nos perdemos el documental?

Fueron entrando en fila, volviendo el cuerpo para hablarse. Mercedes miraba la calle para ver si veía llegar a Julia.

– Esta idiota es capaz de perderse la película por el berrinche.

Julia llegó cuando el Nodo y pasó por delante de todas. Guiñaba un poco los ojos miopes.

– Más allá, tú, no te me sientes encima-era la voz aguda de Isabel.

Palpó la butaca vacía. Estaban enseñando unos embalses.

– Qué laterales, oye.-Cogió por el brazo a la de su izquierda, tratando de verle el rostro, y se alegró cuando vio que era Goyita.

– Hola, siéntate. No es que sean laterales, es que hoy venimos el completo.

Julia buscó las gafas dentro del bolso. Lo del embalse era aburrido. Igual que otras veces: obreros trabajando y vagonetas, una máquina muy grande, los ministros en un puente. Luego cambiaba y salía el mar, unas regatas. Anda, si era Santander. ¿Seria del verano? ¿Estaría Miguel por allí? Piquío. Qué mara-villa si le viera!Buscaba con desazón el hueco más propicio entre las cabezas de los de delante.

– ¿Qué te pasa? ¿No ves bien?

– Si, si que veo.

Por allí, por Piquio la fue a buscar hace tres años, el primer día de citarse solos. Se fueron muy lejos, Dios sabe hasta dónde. A ningún chico le habría podido tolerar las cosas que él le dijo aquella mañana, que fue más larga y más corta que ninguna, y eso antes de ser novios todavía. ¡Dios, qué verano había sido, nunca habría otro igual!Encendieron las luces para el descanso. Goyita tampoco hablaba. Solamente movió un poco la cabeza para contestar a las señas de Marisol que estaba unas filas más adelante con Toñuca; le estaban diciendo que se verían a la salida, pero Goyita se volvió a Julia y le apretó el brazo, le pidió con voz apremiante:

– Yo a la salida me voy contigo, si no te importa. Ponemos un pretexto. No las quiero ver.

– ¿A quiénes?

– A ésas. No quiero saber nada de ellas.

Y Julia en la voz le conoció que estaba triste.

– Si, saldremos juntas-le dijo con simpatía-. Yo tampoco tengo ganas de ver a nadie esta tarde.

No volvieron a hablar, y se les pasó el descanso como sonámbulas, hundidas en la música de los anuncios, hasta que apagaron.

Julia no se enteró mucho de la película. Era de abordajes y hombres arrojados, una historia confusa. Les veía izar las velas del navío, y les admiraba perpleja y lejanamente. No era capaz de localizar aquellos mares y aquellas islas, ni se lo proponía, pero a ratos le parecía conocer tales paisajes, y unas rocas en technicolor eran de pronto las rocas de la playa de Santander donde Miguel y ella habían tomado el sol de hacia tres veranos, tumbados uno junto al otro. Y se sentía inocente de recrearse en aquel placer ya purgado, como si fueran imágenes de la película que se desarrollaban ante sus ojos. Se encen-

dieron las luces y hubo que tomar una actitud, levantarse, salir a la calle. Goyita se le cogió del brazo.

– Es que se han portado muy mal conmigo, ¿sabes? Las dos, también Toñuca. Ya te contaré. Seguramente ahora quieren que vaya con ellas, pero yo no quiero.

Salieron a la calle. Había dejado de lloviznar, pero hacia un poco de viento, y la calle era de pronto distante y extraña alumbrada por las farolas. Julia no miró a su hermana y se alejó un poco del grupo que formaban todas paradas en la acera entre la gente que salía. Comentaban la película y de-

cidian lo que iban a hacer. Marisol, la chica de Madrid, se les unió con Toñuca y se puso a despedirse de algunas de ellas dándoles besos, porque, según dijo, se marchaba ya al día siguiente. Se acercó a Goyita y le pasó un brazo por los hombros.

– Tú vendrás a dar una vuelta por el Casino para que nos despidamos, ¿no, mona?

– Si, a lo mejor.

– Pues vente con nosotras, anda.

– No, de ir iré luego.

– Bueno, pero ven, ¿eh? Nada de a lo mejor.

– Si, hasta luego -dijo Goyita, sin mirarla.

Se separó con Julia y echaron a andar por una calle que llevaba a la Plaza Mayor.

– Qué pronto se han pasado las ferias este año, ¿verdad? -dijo Goyita.

Todo lo del verano se les desmoronaba como si no lo hubieran vivido. San Sebastián, el chico mejicano, Marisol en el Casino con sus trajes diferentes acaparándose a Toñuca, su amiga intima, y a Manolo Torre. Ahora ya estaban de cara al invierno interminable. Tardes enteras yendo al corte y a clase de inglés, esperando sentada en la camilla a que Manolo viniera de la finca y se lo dijeran sus amigas, o que alguna vez la llamaran por teléfono.

– ¿Qué tal lo has pasado?-le preguntó Julia.

Ella hizo un gesto de aburrimiento.

– Nada. Ferias más sosas, en mi vida. Además, mujer, Toñuca, que es mi más amiga, me ha hecho tales faenas. Te lo digo, de no podérselo una creer.

Entraron en la Plaza. Paseaban algunas personas con gabardina por debajo de los soportales.

– ¿Te vas a casa ya o damos una vuelta?

– Como quieras, pero mejor por fuera.

Estaban casi desiertas las terrazas. Goyita se cogió del brazo de Julia fuerte, con un afecto repentino.

– Para fuera hace ya fresquito -dijo Julia-. ¿Tienes frío?

– No, es que estoy como triste, no sé.

– Yo también estoy algo atontada esta tarde. Me ha levantado del cine dolor de cabeza.

Goyita de pronto hizo un resorte y se pegó concienzudamente a la vitrina de una zapatería. La presión de sus dedos se hizo más intensa en el brazo de Julia

– ¿Qué te pasa?-le preguntó Julia, poniéndose a su lado, de espaldas a la gente.

– Calla, Luis Colina, el militarcito, a ver si no nos ve.

Acechaba en los reflejos de la luna con ojos de inquietud. Julia le pasó una mano por los hombros.

– No te apures, mujer-le dijo bajito-, ¿qué es, que no te gusta?

– Ni pizca-confesó con voz mohína-, le ando huyendo todo el día. Me ha dado unas ferias…!

Luis Colina la había reconocido y se acercó por detrás a saludarlas. A Julia no se acordaba si la conocía o no.

– Julia Ruiz-presentó Goyita-. Ya nos íbamos a casa. Está desagradable.-Se cruzó la rebeca, sin decidirse a echar a andar. Julia miraba hacia los jardincillos del centro en actitud expectante.