Выбрать главу

– Bueno, si no os importa, os acompaño. Sale uno a lo tontuno, ya a estas horas, y gusta encontrarse con las chicas guapas.

Ponía una risa con sutil ruido, que le picardeaba en los ojos. Era bajito, de gesto obsequioso y desamparado.

Echaron a andar.

– Yo me voy por Prior -dijo Julia.

No había soltado el brazo de!hombro de su amiga y se lo oprimió afectuosamente, como si quisiera animarla. Luis Colina iba del otro lado.

– ¿Ya estás buena?-le preguntó a Goyita.

– ¿Buena de qué?

– El otro día llamé a tu casa y me dijeron que estabas enferma.

– Ah, si, me dolía la cabeza, no era nada. Te acompañamos, Julia.

– No, mujer, de ninguna manera, ya casi estoy, y el camino de tu casa es otro.

Se pararon a la entrada de la calle.

– A lo mejor un día te llamo, ¿te importa? -dijo Goyita-. Para ir al cine o hacer algo juntas. Como ahora con Toñuca estoy medio así…

– Cuando quieras, por Dios, me encantará.

Se besaron. Julia le dio la mano al militar, y, desde la entrada de la calle, se volvió y les dijo adiós con la mano. Luego apretó el paso y torció a la izquierda. Al desembocar en la calle Antigua, una ráfaga de viento le puso escalofrío en la espalda. Eran las nueve y cuarto. Pronto habría castañeras y nevaría. Si estuviera Miguel diría que eran millonarios de tiempo y que la noche no tiene pared, se la llevaría hacia el río muy apretada contra sus costillas. La ciudad seria distinta, sólo se conocerían el uno al otro, a las puertas del largo invierno.

– Adiós, Julia.

– Adiós, doña Anuncia.

– Dile a la tía que mañana voy por la tarde a lo del jersey, que no se le olvide.

– Se lo diré, descuide.

– Y da recuerdos, hija.

– De su parte.

Se metió en el portal. Mañana iría a comulgar tempranito. Santa Teresa de Jesús decía: (Quien a Dios tiene, nada le falta:).

DIEZ

Elvira se quedó sola. Se reveló el runrún de una charla en el cuarto de al lado. La voz de su madre. La de otra señora. Se tumbó en la cama turca. Yo las envidio, Lucia, a las que son como usted-decía la visita-. Yo, cuando se murió mi hijo, ya ve la desgracia tan grande que fue aquélla, pues nada, ni un día perdí el apetito, fíjese, y cada vez me ponía más gorda. Que era una desesperación aquello (parecía que no sufría una).

Elvira se fue al despacho de su padre. Anduvo un rato mirando los lomos de los libros a la luz roja de la lámpara. Olía a cerrado. A la madre le gustaba que estuvieran los balcones cerrados, que se notara al entrar de la calle aquel aire sofocante y artificial. (Es una casa de luto) -había dicho. Elvira se asomó al balcón y respiró con fuerza. Se había levantado un poco de aire húmedo. Miró los árboles, la masa oscura de los árboles a los dos lados de la calle estrecha, iluminados de trecho en trecho por una luz pequeña y oscilante que quedaba debajo de las copas. Ya era casi de noche. El aire arrastraba algún papel por las aceras. Enfrente estaba la tapia del jardín de las Clarisas, alta y larga, perdiéndose de vista hacia la izquierda; un poco más allá blanqueaba el puesto de melones. Cerró los ojos, descansándolos en las palmas de las manos. Luego los escalones, el caño, la casa donde estaba la carnicería, la iglesia de la Cruz, la plazoleta, el andamio de la Caja de Ahorros. De niña, ¡qué grande le parecía la calle, los árboles qué altos!Y el misterio, el miedo de perderse, el deseo también. Los llamaban a voces desde el balcón, cuando estaban en lo mejor, cuando empezaba a hacerse de noche: (Niños, niños!:), y ellos estaban siempre más allá, escondidos en los portales, sentados en los salientes, en los bordes, en los quicios, contando piedrecitas o mentiras, sumidos en un mundo extenso e intrincado. Había una calle muy cerca de la casa por donde no se podía bajar: (No vayáis por ahí, de ninguna manera); tenía un farol a la entrada, y en lo poco que se veía desde fuera era ancha, de casa bajas, sin nada de particular. Entraba poca gente por allí, algunas mujeres y hombres desconocidos, seres privilegiados que habían desvelado el se-

creto. (El barrio chino -dijo un día una niña bizca que vendía el cupón con su abuelo)-, el barrio chino, ja, eso es lo que hay ahí, ¿por qué lo miras?, y a Elvira le dio vergüenza estar apoyada en la tapia de enfrente, espiando algún acontecimiento maravilloso, separada de todos los niños, y le dijo a la chica: (Ya lo sé, ¿te crees que no lo sabía?:); pero todavía pasó mucho tiempo antes de que supiese que las paredes de aquellas casas no estaban decoradas como los mantones de Manila, y que la gente vivía pobremente, sin túnicas ni kimonos multicolores, que se llamaba el barrio chino por otra cosa, que sabe Dios por qué se llamaba así. Cuando venia el buen tiempo, cantaban una canción todos los niños, cantaban sobre todo aquella canción: (Mes de mayo, mes de mayo, mes de mayo primavera, cuando todos los soldados se marchan a la guerra…). La cantaban cogidos de las manos, cabalgando la calle inacabable. La terminaban y la volvían a cantar. Daban la vuelta cuando se acababa la canción. Niño y niña. Brincaban, crecían, volaban; a tapar la calle nueva, la calle que nacía. Los niños agarraban muy fuerte de la mano; corrían más de prisa y no las dejaban soltarse a ellas. Y a Elvira, cuando empezaba a cansarse mucho, le gustaba echar la cabeza para atrás y dejarse arrastrar como en un carrusel de caballos, oyendo cantar a los otros, y no sentía más que las manos de los niños que la cogían cada vez más fuerte. Era muy grande entonces la calle y estaba llena de maravillas.

– Señorita Elvira.

No quería abrir los ojos ni moverse. A lo mejor no la veían desde dentro.

– Pues en su cuarto no está.-(Era la criada.)

– Ya la veo. Está ahí fuera en el balcón -dijo la voz de Emilio.

A Elvira, en aquel momento, no le molestó que fuera yo el que venia. Le sintió salir y ponerse a su lado.

– Hola, ¿qué haces aquí tan sola?, ¿no está Teo?

– No sé nada.

– Le buscaba.

– ¿Qué piensas? ¿Estás triste?

– Ni siquiera. Embobada. Me aburro, ¡si vieras cómo me aburro!

– Pero, ¿por qué?, ¿qué piensas?

– Nada. ¿No te digo que nada? No es vivir, vivir así.

Miraba la calle.

– Si te molesto, me voy -dijo Emilio después de un poco.

Ella le miró. Era como un perro dócil Emilio, con los mismos ojos de la infancia. A veces la conmovía.

– No, hombre, al contrario. Me gusta que hayas venido. Te estaba viendo ahí abajo, de pequeño con nosotros, cuando jugábamos en la primavera. Eran buenos tiempos.

Emilio miró a la calle, sin decir nada. Luego volvió los ojos de reflexión a la mano blanca de Elvira que se había apoyado en su manga.

– Di algo, hombre. Cuéntame algo. A ver si te voy a contagiar mi spleen. ¿Qué haces, escribes?

– Algo. Vámonos dentro. Hace frío.

– Yo no tengo frío, ¿tienes frío?

– No. Lo decía por ti. Pero además no está bien que estemos aquí asomados, Elvira, puede pasar alguien.

Ella se soltó y le buscó la mirada.

– ¿Y qué pasa, di, qué pasa? A ver si por estar de luto ni siquiera voy a poder hablar contigo en el balcón ¿Es que estamos haciendo algo malo? Pareces mi madre.

– Si no es eso, Elvira, no es eso…

Ella se había puesto a mirar para otro lado.

– Entonces, ¿qué es?

– Nada. Ponte como estabas, por favor.

Elvira se acercó y la presión de sus dedos en la manga se hizo más cariñosa.

– Algunas veces eres tan raro, ¿qué te pasa?, como si tuvieras miedo de mi. Soy incapaz de decirte nada. Parece que se corta la confianza contigo, con lo bien que hablamos otras veces en cambio y lo a gusto que estamos; como si no fueras mi amigo de toda la vida.