El Casino tenía también una buena biblioteca. Federico fue conmigo una tarde y me presentó al encargado para que me dejara sacar todos los libros que quisiera. Allí las butacas eran demasiado có-modas y daban modorra. Descubrí un café bastante solitario en la calle Antigua y empecé a ir allí con mis libros después de comer. Me ponía en un hueco que había con sofá de peluche junto a una ventana. En un rincón medio en penumbra, sobre un pequeño escenario con piano, tocaban durante un par de horas tres hombrecitos vestidos de oscuro. Casi nadie iba a aquel café, y las pocas personas que había jugaban al dominó sin escuchar la música. El rumor de los fichazos sobre el mármol de los veladores se llevaba rachas de valses y habaneras, como un aire que las arañase. Sobre las seis se iba toda la gente de las tertulias y los músicos se bajaban de su hornacina, y dejando las sillas removidas y los atriles vacíos, se tomaban un café con leche en una mesa vecina a la mía. (Lo de siempre), le decían al camarero.
Al otro lado de la calle, enfrente de mi asiento, había una mercería. Muchas veces, al levantar los ojos del libro, los dejaba descansando en aquel escaparate. Los botones y puntillas, los objetos de plás-tico, formaban un mosaico de cosas en montón y al mismo tiempo cruzadas, combinadas, cambiándose de un color a otro, brillando. Me atraía y me producía letargo aquel escaparate; llegó a ser para mí la cosa más familiar.
Los amigos de Emilio se enteraron de que yo solía ir a estudiar a aquel café, y cuando tardaban algunos días en verme por el Casino, pasaban por allí, y desde fuera del cristal me hacían muecas antes de entrar a verme o me tiraban una piedrecita. Me habían hablado mucho de las reuniones que daba un tal Yoni en el ático del Gran Hotel y, lo mismo que Emilio, hablaban de este chico como de un semidiós. Siempre me estaban diciendo que por qué no iba allí con ellos, y tanto insistieron que un día fui. A partir de las siete la gente andaba por la calle con un paso lentísimo, como si les pesara la tarde que no terminaría nunca de pasar. Yoni era hijo del dueño del Gran Hotel. Se hacía llamar así porque había vivido diez meses en Nueva York con un tío Era un adolescente muy guapo, de pelo negro y ojos azules, y el estudio no lo tenía mal puesto, aunque un poco buscadamente original. Se estaba bien allí y tenía una buena discoteca. Le debían haber hablado de mí los otros con cierta admiración; lo noté en su deseo de parecerme independiente y avanzado, y también en su tono displicente, de hombre que está de vuelta de todo. Creo que no le fui muy simpático. Habló sobre todo de París, adonde quería ir en el invierno. Hacía unas cerámicas graciosas, ceniceros y mujeres desnudas con cuerpo de diversos colores. Estaba trabajando cuando llegamos nosotros y no lo dejó en todo el tiempo, pero los amigos estuvieron sirviéndose bebidas y poniendo música, sentados por el suelo.
– ¿No te parece un tipo formidable?-me decía todo el tiempo Federico.
Volví otros días con ellos.
– Nos ha dicho Yoni que le pareces muy tímido-me dijeron-. Que no hace falta que te llevemos, que si te ha gustado estar allí vayas tú solo siempre a la hora que te apetezca. Es que él tiene la costumbre de no hacer caso a nadie. Ya lo has visto, sigue trabajando vaya quien vaya. Pero no le distraemos, hasta le gusta.
Lo que más me admiró fue calcular el dinero que se debía gastar en bebidas para los amigos, y lo comenté con ellos. Les pregunté que si ganaba tanto con sus esculturas como para tener bebidas tan caras, pero por lo visto, el estudio y todos los lujos se los pagaba el padre, que tenía mucha fe en su talento. Yoni, sin embargo, hablaba de él con desprecio absoluto y le llamaba el viejo cerdo. Yo nunca le llegué a ver porque por allí no subía. Conocí, en cambio, a su hermana Teresa, el segundo día de ir por el estudio. Vivía en un apartamento contiguo al de Yoni, independientes los dos de su padre, y ella a veces le traía comida al hermano. Esta chica estaba separada de su marido, que vivía en Madrid con una artista de cine, y le mandaba a ella dinero de vez en cuando. Ella misma me contó estas cosas apenas nos presentaron y, según dijo, tenía como un privilegio el haber encontrado este estado de vida ideal. Hablaba con voz única, separando poco los dientes. Siempre había en su apartamento otras amigas muy guapas, que se reunían allí y hablaban del amor. Federico me dijo que Teresa era lesbiana.
De Elvira Domínguez volví a oír hablar en una de estas reuniones. Me enteré de que pintaba y de que Yoni la admiraba mucho por su falta de prejuicios. Se lo estaba explicando con mucho entusiasmo a otro chico que no la conocía, mientras le preparaba un cóctel en el bar. Yo estaba sentado cerca y les oí. Le dijo Yoni que era una de las pocas chicas iguales a un amigo.
– Como tú, o como otro.
El amigo se echó a reír.
– Se lo cuentas a quien quieras. Eso de la amistad entre hombre y mujer, ya no sale ni en el teatro.
Durante este tiempo yo pensaba mucho en Elvira y deseaba volver a verla.
Una tarde, poco antes de empezar el curso, hizo un sol hermoso y me fui de paseo al río. Había comido dos bocadillos en una taberna del arrabal y bebido casi un litro de un vino buenísimo. Estaba alegre sin saber el motivo. Veía los colores de todas las cosas con un brillo tan intenso que me daba pena pensar que se apagaría. La ciudad me parecía muy hermosa y excitante en su paz, hecha de trozos de todas las ciudades hermosas que había conocido. Me apoyé un rato bastante largo en la barandilla de piedra del Puente y me estuve allí, con los ojos medio cerrados, el sol en la nuca, oyendo los gritos de unos niños que se bañaban en la aceña. Luego me entró sueño y quise ir a tumbarme un rato en la orilla de allá del río, donde estaban paradas las barcas cuadradas que sacaban arena.
Desde el pretil de la carretera, antes de saltarlo para bajar a la orilla, vi una chica tumbada entre sol y sombra y cuando ya bajaba la cuestecilla hacia el lugar donde ella estaba, se incorporó al ruido de mis pasos, y vi que era Elvira. No me extrañó ni me produjo timidez, como me hubiera ocurrido en otro momento. Estaba un poquito borracho y todo lo reconocía y me lo apropiaba apenas mirado, todo eran acontecimientos necesarios e inevitables. Encontrar a Elvira era igual que ver la torre de la Catedral de color tostado y azul dentro del río, igual que ir bajando con cuidado aquella cuesta, y sentir el ruido de un coche en la carretera. Llegué hasta donde estaba y la saludé con toda naturalidad, como si nos hubiéramos visto el día anterior y otros días de atrás, y siempre; como si todo lo supiéramos el uno del otro. Me senté cerca de ella, sin pedirle permiso, y la miré.
– Vuélvase a tumbar, si estaba cómoda-le dije-. Yo también traía la idea de tirarme por aquí y quizá dormir.
Es bueno este sitio, precisamente éste. La he visto desde arriba y he pensado: (Me lo ha quitado esa muchacha:), pero podemos estar los dos. Casi nunca hay nadie por aquí; otras veces que he venido.
Me preguntó que si me gustaba pasear. Que si me gustaba la ciudad, que si me gustaba el río. Se había vuelto a tumbar y tenía las manos debajo de la nuca. Que cuándo empezaban las clases en el Instituto. Espaciaba las preguntas y yo le contestaba de un modo lacónico y desganado. No me miró ni una vez y luego cerró los ojos. Yo no tenía ganas de preguntarle nada, estaba a gusto con la espalda apoyada en un tronco, un poquito más alto que ella por el desnivel de la cuesta. Hubiera podido des-cender hasta su lado y pasarle el brazo por detrás de la cintura. En el silencio que se hizo vi que se le escapaban lágrimas de los párpados cerrados. De pronto me sentí incómodo, como cogido en falta, me acordé de la carta que me había escrito y que yo no había querido contestar. No entendía por qué lloraba, y además era lo mismo, pero pensé que me debía ir, comprendí que era una persona desconocida a quien había venido a molestar en su soledad. Me excusé con torpeza y me iba a levantar para marcharme pero ella me detuvo con un gesto de las manos.