Выбрать главу

– No se vaya, por favor -dijo luego, todavía sin abrir los ojos-. No me molesta que esté ahí, me gusta. Hábleme si tiene ganas y si no, no diga nada, pero no se vaya. Me hace compañía de todas maneras.

Me turbaba tenerla tan cerca, ver alzarse acompasadamente la curva de su pecho debajo del jersey negro. Me escurrí hasta quedar sentado a su lado, le pregunté si se encontraba mal o le pasaba algo.

– No, nada, sólo estoy deprimida. Me gustaría irme lejos, hacer un viaje largo que durase mucho. Escapar.

– ¿Escapar de qué?

– De todo -dijo; y suspiró.

Me puse a hojear un libro que tenía allí en el suelo. Ella se incorporo después un poco.

– ¿Le gusta Juan Ramón?

– ¿Quién?

– Juan Ramón Jiménez, el autor de esas poesías.

– Ah, ya. No lo conozco.

– ¿Es posible? Déjeme, por favor, un momento -dijo, quitándome el libro y buscando una página-. Es un poeta descomunal. Escuche esto:

Mis raíces, qué hondas en la tierra,

mis alas, qué altas en el cielo,

y qué dolor de corazón distendido.

Lo recitó sin leerlo, aunque tenía el dedo en las líneas, con voz emocionada. Al acabar no sabía si mirarla o no, porque me pareció que el poema iba a ser más largo y estaba esperando a que siguiese.

– Es espléndido -dijo-poder decir una cosa así, ¿no cree?

A mí me dolía la cabeza. Tenía ganas de pedirle que me dejara apoyarla en su regazo. Me tumbé sin decir una palabra, y allí, desde la tierra, mirando unas nubes que se movían, me era menos incómodo escuchar sus palabras. Se puso a hablar de lo limitado de la condición humana y decía muchos tópicos. Seguramente, sin mirarme vencía una cierta dificultad de comunicación. Me preguntó que si no sentía yo ese encarcelamiento de la carne de que hablaba el poema, tan patente algunas veces, ese desdoblamiento entre cuerpo y alma. Yo le dije que no, que creía que el cuerpo y el alma, tan traídos y llevados, venían a ser una misma cosa. No sé si se lo dije con una voz un poco aburrida.

– No sé cómo explicarle-se defendió ella-. Yo, por ejemplo, hoy aquí, lejos de la gente y de las circunstancias que me atan, me olvido del cuerpo, no me pesa, sería capaz de volar; pero en cuanto me ponga de pie y eche a andar hacia casa se me vendrá todo el recuerdo de mi limitación, eso quiero decir, ¿lo entiende?

– Sí. Ya lo entiendo.

– ¿Entonces?

– Nada.

– ¿Por qué ha dicho que no hay alma?

– Pero, mujer, si yo no he dicho exactamente eso.

– Sí lo ha dicho.

– Además es lo mismo. Es cuestión de palabras. También yo estoy más a gusto aquí tumbado en este momento y no me acuerdo de ninguna cosa.

– Pero le parece ridículo lo que digo yo-se revolvió-. Se ríe; dentro de usted lo juzga.

Estaba sentada esperando que la mirase. Se había aproximado. Le vi los ojos grises y grandes, intrigados, casi encima de mí. Desde la carretera debíamos parecer dos novios. Lo único que deseaba era besarla.

– Se equivoca. No piense, por Dios, no dé vueltas a las cosas sencillas. Déjelas como están. Usted tiene ese vicio.

– ¿Cómo sabe que tengo ese vicio? ¿Qué vicio? -dijo-. Explíquemelo mejor.

– Ya lo he dicho. No tiene nada que explicar. Se complace en dar vueltas a las cosas y en darse vueltas a sí misma. Es un vicio muy frecuente.

– ¿Y qué más?

– Nada más. Mejor dicho, creo que también quiere parecer original.

Se quedó abatida y silenciosa. Luego, de golpe, se puso a hablarme de su carta, a justificarse de haberla escrito, a llamarse ridícula a sí misma; y de vez en cuando me miraba como esperando que la contradijese. Yo no fui capaz de decirle que no la había recibido porque sabía que me iba a conocer la mentira en los ojos.

– La escribí en un momento de crisis, de total sinceridad, pero usted, al no contestar, me hizo sentirme a disgusto conmigo misma, y vi lo inoportuna que había sido. Me hizo mucho daño no contes-tando. ¿Tan absurda le parecí?

– No, no absurda precisamente, ni mucho menos.

– ¿Entonces?

Traté de esforzarme en dar una explicación que resultara adecuada pero la voz me titubeaba, y ella me cortó:

– Dejemos esto, por favor. Es inútil intentar hacerse entender de los demás. Una vez más me doy cuenta. Le pido perdón por haberle aburrido con semejante carta y con las explicaciones de ahora. Soy imbécil.

– ¿Imbécil por qué?

– Porque sí. Le advierto que soy yo la primera que se ríe de sí misma -dijo en un tono altivo y agresivo-. De mi histerismo, si usted quiere llamarlo así.

– Yo no quiero llamarlo nada.

– Bueno, pues otros lo han dicho. Lo sé. Me complico la vida, me hago preguntas y me meto en líos. Digo lo que pienso y lo que siento; no tengo miedo de lo que piensen de mí. Y estoy contenta a pesar de todo, siendo como soy.

Se hizo un silencio difícil de llenar. Yo todavía estaba tendido en el suelo. Sabía que ella estaba pendiente de que yo dijera algo y me hundía en el placer de no decir nada.

– No es usted persona de hacer muchos cumplidos -dijo.

– No los hago nunca.

Se echó a reír y le tembló la risa.

– Qué conversación tan increíble la que tenemos, ¿verdad?

Hice un gesto vago, pero de pronto me incorporé. Estaba muy agitada.

– Diga algo-me pidió-. Que no parezca que me da la razón en todo como a un estúpido, o que me oye como quien oye llover. No puedo sufrirlo. ¿Qué piensa?

– ¿De qué?

– De mí, de las cosas que digo.

Tenía una mano encima del libro de poesías y parecía que le sobraba. Puse la mía encima y sentí un calor muy agradable.

– No pienso nada, aborrezco los problemas psicológicos. Mírame.

No retiró la mano, pero se echó a llorar.

– No sé, estoy nerviosa estos días. Siempre me he sentido ridícula con usted, desde el primer momento. Dirá usted. Dirá…

– No volvamos a empezar-corté-. Yo no digo nada. Y no me llames de usted. Somos amigos, ¿no?

Se sonrió asintiendo. Le alcé la cara por la barbilla. Estábamos muy cerca y vi que los labios le temblaban. De pronto se desprendió:

– ¿Qué hora es?-preguntó-. Debe ser muy tarde.

Y se levantó.

– Uh!, tardísimo -dijo cuando supo la hora-. No, no vengas conmigo. Tengo una prisa horrible. Hasta otro día.

Ya iba subiendo por la cuestecilla con su libro en la mano.

– Espérame -le dije-. No te hagas la interesante. ¿Es que quieres jugar conmigo a la Cenicienta?

– Sí -dijo con una voz de buen humor.

Y se echó a correr por la carretera, diciéndome adiós. Yo me quedé un poco todavía. Cuando me fui de allí, tenía ganas de seguir bebiendo y estuve en varias tabernas de mi barrio.

Al día siguiente, lo único que recordaba de Elvira era lo cerca que la había tenido de mí y algo de mi tono insolente del principio. La telefoneé‚ para disculparme, o no sabía muy bien para qué. Le pregunté que si podía verla.

– Sí -dijo-. Pero no quiero que te excuses. Me has hecho mucho bien con eso que dices tu insolencia. Ya te explicaré. Hasta te tendría que dar las gracias.

– ¿Dónde te veo?-resumí.

– Puedes venir por casa.

– Habrá mucha gente. Tenía ganas de estar solo contigo.

– No, antes de las siete no habrá gente; hoy creo que no va a venir nadie.

Me citó a las seis. Era una tarde de domingo. La madre y el hermano se habían ido al cementerio. Apenas me abrió la puerta ella misma, me sentí a disgusto y tímido; no encontraba razón para aquella visita y tuve que hacer un esfuerzo para no llamarla de usted al reconocer el trozo de pasillo donde nos habíamos hablado el primer día, cuando fui a darles el pésame. Ella, en cambio, era absolutamente dueña de la situación y me hizo pasar con desenvoltura y aplomo. La seguí a un cuartito pequeño que me dijo que era el suyo, y me trajo una taza de té. Me dijo que se alegraba de mi amistad, que esperaba merecerla, que precisamente necesitaba mucho de personas como yo que dicen siempre la verdad. Que nadie le ha-