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– También. Con los discos. Y unas revistas de cine que están allí.

– Vaya con el americano. Ni que se hubiera enamorado de ti.

– Pues no andas tan despistado. Cosas más difíciles habría.

– ¿Cómo? ¿Qué dices, Yoni? ¿Pero de verdad?

– Y tanto.

– Que‚ va, hombre. No vengas con cuentos ahora. Un tío bien simpático es lo que era. Siempre le sobraban veinte duros.

Al principio los discos franceses fueron escuchados con religioso silencio. A los que iban lle-gando, se les saludaba con la mano, o con gestos de que no interrumpieran. Colette, la chica Francesa del 315, traía pantalones y una blusa roja. Se fue derecha al bar, se sirvió un vaso de ginebra y se puso a be-

berlo apoyada en el respaldo de la butaca de Yoni, acariciándole el pelo de vez en cuando. Luego se sentó en el suelo con las piernas estiradas sobre la alfombra. Dejaba caer en la cara su pelo rubio y liso, mien-tras hacía sonar contra las paredes del vaso un trocito de hielo. Teresa, la hermana de Yoni, entró con las otras amigas por la puertecilla de atrás, que comunicaba con su apartamento. Traían bandejas de empare-dados y las pusieron en una mesa adosada a la pared, retirando hacia el extremo algunas figurillas de barro.

– Te dije que dejaras libre esto-le gritó a Yoni.

Yoni se levantó, encorvándose hacia adelante. Alguien le había dicho que andaba como James Stewart.

– Eh tú, no fastidiéis -dijo acercándose-, que ese trabajo no está seco todavía. Hola, Estrella.

– Venga, no seas rollo. Si no te lo estropeamos. O ponlo en otro sitio, en el armarito. Te dije que lo tuvieras recogido.

– A ver, Yoni, qué cucada de imagen. ¿Es una virgen?

– No, es una cosa abstracta. Ten cuidado.

– ¿Abstracta?

– Sí, guapa. Ten cuidado, no está seca.

– Pero esto es un cenicero, no lo querrás negar. ¿Lo vendes?

– Cógelo, si te gusta.

Colette no separaba los ojos del grupo que formaban Yoni y las casadas frívolas. Cuando se volvió a acercar a ella, le atrajo hacia sí fuertemente y se reclinó en su hombro:

– Oh, dètes moi que tu m'aimes-le pidió lánguidamente.

Teresa, la hermana de Yoni, vino hacia ellos y se agachó a saludar a Colette. Yoni aprovechó para desprenderse. Teresa llevaba un escote exageradísimo y los ojos pintados con abégñula. Manolo Torre no separaba los ojos del borde de aquel escote, atento a que se volviera a levantar. Apuró la copa de coñac y se pasó dos dedos por el cuello de la camisa.

Cuando estaban acabando de poner los discos, vinieron Gertru y Ángel. Como la chica era nueva, y por consideración a Ángel, se levantaron casi todos. Gertru miraba alrededor, sin avanzar, con sus enormes ojos transparentes. Manolo Torre le dijo por lo bajo a Yoni:

– Vaya, ya nos hundió la niña. Yo la conozco, te prevengo que es de las que le cohíben a uno la juerga.

– ¿A mí? -dijo Yoni con voz displicente-. Pues sí que me cohíbe a mí nadie nada. Con no hacerle caso…

– Pero que no se levanten todos,.Ángel -dijo Gertru apurada.

– Venga, hombre, sentaros. Os presento a Gertru a todos los que no la conozcáis-saludó él, cogiéndola por el cogote y haciendo con la otra mano un gesto circular de hombre desenvuelto.

Mascullaron alguna cortesía sin mirarla de frente No sabían si volverse a sentar o no. Teresa vino y la estuvo besando.

– Ángel me ha dicho que querías ver la cocina de mi apartamento, para tomar idea para cuando os caséis.

– Sí, sí. Me encantaría -dijo Gertru.

– Desde luego es un sol. Luego vamos, si quieres. En cuanto meriende la gente un poco, te llevo, ¿eh, mona?

– Bueno. Muchas gracias. Federico se acercó a Yoni.

– Oye tú, ¿va a haber baile luego, y eso?

– Supongo. Aquí cada uno hace lo que quiere. Ya sabes que esto siempre se lía.

– Digo por si van a venir más chicas. Chicas de aquí.

– Sí, creo que se lo han dicho a Isabel y a Toñuca, y a las catalanas, ¿por qué?

– Por Si podía yo avisar a una amiga mía.

– ¿A Julia Ruiz? -preguntó Yoni.

– Sí. ¿No te importa? Me divierte porque me ha empezado a hacer confidencias de su novio. Por algo se empieza.

– Por mí trae a quien quieras. Con tal de que la dejen en su casa.

– Sí. Yo la conozco. La llamo ahora.

Se acercó al teléfono y marcó un número. Las conversaciones habían empezado a cubrir las palabras susurradas de Yves Montand.

Se puso de espaldas. -¿Me hace el favor? ¿La señorita Julia? Ah, eres tú.

Nada, ¿qué haces? ¿Le sigues guardando ausencias a ese novio fantasma…? Sí, pero bueno, debería arreglarlo de alguna manera para no dejarte vivir tan sola… Que no, bonita, que no te enfades tú… El picupé eso es lo que se oye… Sí, en el estudio de Yoni. Tiene unos discos franceses, oye, fenomenales; a ti te encantarían. ¿Por qué no te das una vuelta por aquí…? Claro que me lo ha dicho él… ¿Y por qué? Algún día tiene que ser el primero. En estas fiestas pasadas, lo hemos rociado todo con agua bendita… No, ahora en serio, vente, te llamaba para eso… Bueno, pues con tu hermana… Sí, sí, yo se lo digo. Que se ponga.

Julia dejó el teléfono y fue a llamar a Mercedes, que estaba oyendo una novela por la radio.

– Te quiere hablar Federico Hortal.

– ¿A mí?

– Sí, que te pongas. Quiere que vayamos al Hotel.

Mercedes salió al pasillo y Julia se quedó esperándola apoyada en el mirador. La tía Concha, a sus espaldas, cerró la radio y dijo con voz solemne: (Al Hotel de ninguna manera:), luego volvió a abrirla. Julia no contestó. La gente pasaba deprisa, debía hacer frío; vio salir a doña Simona, la del tercero. Tar-daba Mercedes y el murmullo de su conversación en el pasillo, que le llegaba, en las pausas del speaker, la enervaba. Imaginó la cara de complicidad que traería, y se arrepintió de haber estado más bien simpá-tica con Federico. Encendieron las luces de la calle. Le daban ganas de escapar; se fue al cuarto de Natalia.

– ¿Se puede?

– Sí, hola.

Natalia estaba echada en la cama con unos folios de papel y pinceles de colores.

– ¿Qué haces?

– Un mapa de cultivos. ¿No habéis salido?

– No. A lo mejor salimos ahora. A ver, ¿qué es eso? ¿Espigas?

– Sí. Las espigas se ponen en los sitios de trigo, y racimos donde se da la vid. Está muy mal pintado.

– ¿No te aburres aquí sola?

– Yo no.

– Los domingos se aburre una tanto.

– Lee algún libro. ¿Quieres que te dé algún libro?

– No, no. Si a lo mejor salimos.

Mercedes, cuando vino a buscarla, ya había convencido a la tía para que las dejara ir. Tuvo que discutir bastante con ella, decirle que era por Julia, que aquel chico le convenía mucho y que no se le podía decir siempre a todo que no, porque se iba a hartar, que había que aprovechar estos días en que Miguel y Julia habían dejado de escribirse para ver si a ella se le quitaba por fin de la cabeza la idea de aquel dichoso novio. Tía Concha había oído decir que Federico Hortal era un poco borracho, (…y si va a salir de Herodes para meterse en Pilatos) (Que no tía, qué disparate, si es un chico excelente, fíjate qué familia, no me vayas a decir ahora que no es un partido ese chico; y tiene verdadero interés, ya te conté lo que me dijo el otro día en el Casino. Diferencia con ese memo, que nadie le conoce ni sabe quién es ni nada; una persona educada que se sabe presentar en cualquier sitio, no un chiflado. De beber ya te digo, no creo, pero aunque bebiera un poco, eso son cosas…:) (Bueno, sí, está bien pero ¿al Hotel vais a ir?:) (Es un día. Y Julia no va sola, tía, voy con ella. Es por lo que es, ya sabes que a mí tampoco me gusta mucho aquel ambiente.) (¿Cómo te va a gustar? Todo gente joven, solos allí, como cabras locas, sin ninguna persona de representación, metidos entre cuatro paredes. Desde luego, Si vais, que no lo sepa tu padre.) (Bueno, ahora es un poco distinto, ¿eh?, desde estas ferias ya van chicas de aquí, las dejan en sus casas. Chicas conocidas, Isabel, y muchas. Creo que ahora no es como antes; y también matrimonios. Otra cosa.) (:Pero venir pronto. Dicen que algunas chicas hasta se quedan allí a cenar con sus novios y todo.) (Que no, por Dios, mira que son unas advertencias. ¿Cuándo hemos hecho nosotras eso? A las diez en punto estamos aquí.) (Antes, un poco antes.) (Antes no sé, tía, son las ocho menos cuarto entre que nos arreglamos y llegamos y todo.) (Si lo que no sé es la necesidad que teníais de ir. Bueno, en fin, a las diez.