– Pues Mercedes decía que os casabais este año que viene para verano, ¿no? ¿No te estabas haciendo ya el ajuar?
– Sí. Me lo estoy haciendo a pocos. Ya veremos. A él todo esto de ajuar y peticiones y prepara-tivos no le gusta. Dice que casarse en diez días, cuando decidamos, sin darle cuenta a nadie. Ya ves tú.
– Uy, por Dios, qué cosa más rara. Lo dirá de broma.
Entró Candela con la bandeja del desayuno, y la puso en la camilla. En el pasillo, Mercedes estaba discutiendo con Natalia, sin entrar.
– Mentira, no has desayunado. En la cocina no hay ninguna taza sucia. Te vienes al mirador con nosotras, por Dios, qué manía de estar siempre en otro lado, como la familia escocida.
Isabel y Julia se volvieron y se sentaron a la camilla.
– No le digas a Merche que estaba triste y eso -dijo Julia de prisa en voz baja, mirando a la puerta-. Son cosas que se dicen por decir, que unos días te levantas de mejor humor que otros. Como ella a Miguel no le tiene mucha simpatía…
– Por favor, mujer, qué bobada, yo qué le voy a decir.
– No te vayas a creer que no le quiero por lo que te he dicho. Yo no le cambiaba por ninguno.
– Pues claro.
– Es que ella siempre está con que no le quiero. A lo mejor a ti también te lo ha contado, se lo dice a todo el mundo.
Entró Mercedes. Natalia entró detrás.
– Buenos días.
Vio el rostro de la chica de beige. No sabía si la conocía o no. Se parecía a otras amigas de las hermanas. Todas le parecían la misma amiga.
– ¿Conocías a Natalia?
Isabel miró el rostro pequeño, casi infantil.
– Pues creo que la he visto alguna vez en la calle, de lejos. Me parecía que era mayor. ¿Cómo estás?
– Bien, gracias -dijo ella, bajando los ojos.
Cogió el programa de las ferias y con una tijera de bordar le empezó a hacer dientes y adornos por todo el filo meticulosamente. Las briznas de papel se le caían en la falda.
– También es raro, ¿verdad?, que nunca nos hayamos conocido, con tantas veces como vengo a vuestra casa.
– ¿Esta?-la señaló Mercedes con el pitorro de la cafetera-. No me extraña; si nosotras la conocemos de milagro. Esto es más salvaje…
Isabel se sonreía, sin quitarle ojo. Detallaba las cejas espesas, los grandes ojos castaños.
– Uy por Dios, ¿no oyes lo que dicen? ¿A que no es para tanto?
– Me da igual. No, no me pongas café. Si ya he tomado.
– Bueno, pero estáte quieta con esas tijeras, ¿qué estás haciendo? Lo pones todo perdido de papelines.
– Ah, mira, las tijeritas pequeñas -dijo Julia-. Las estuve buscando ayer. Luego me arreglas un poco las uñas, ¿eh, Isabel?
– Sí, mujer, encantada. Pero tengo que llamar a mi madre. ¿Vas a ir al Casino a la noche?
– Creo yo que daremos una vuelta. ¿Tú qué dices, Julia?
– A mí me da igual. Total, está siempre tan ful.
– Sí, es verdad, no sé qué pasa este año en el Casino. Y cuidado que la orquesta es buena, pero no se.
– La mezcla -saltó Mercedes con saña-. La mezcla que hay. Decíamos de la niña del wolfram. La niña del wolfram, la duquesa de Roquefeller, al lado de las cosas que se han visto este año. Hasta la del Toronto, ¿para qué decir más?, si hasta la del Toronto se ha vestido de tul rosa. Y por las mañanas en el puesto. Así que claro, es un tufo a pescadilla…
– No, y que hay demasiadas niñas, y muchas de fuera.
Pero sobre todo las nuevas, que vienen pegando, no te dejan un chico.
Isabel, al decir esto, volvió a mirar a Natalia y le sonrió.
– Sí, vosotras, vosotras, las de quince años sois las peores.
Ella desvió la vista.
– A ésta la pondréis de largo.
– No quiere.
– ¿Que no quiere? Será que no quiere tu padre, más bien.
– No. Soy yo, yo, la que no quiero-aclaró Natalia con voz de impaciencia.
– Hija, Tali, no hables así. Tampoco te han dicho nada. ¡Jesús!-se enfadó Mercedes.
– Bueno, es que es pequeña. Tendrá catorce años.
– Qué va. Ya ha cumplido dieciséis. Ella que se descuide y verá. De trece años las ponen de largo ahora. Pero se ha emperrado en que no, y como diga que no… Fíjate, si ya le había traído papá la tela para el traje de noche y todo, aquella que trajo de Bilbao, ¿no te la enseñé a ti?
– Uy, mujer, pues qué pena. ¿Es que no te hace ilusión?
– Tiempo tiene. Dejarla -dijo Julia, y Tali la miró con agradecimiento-. Tiempo de bailar y de aburrirse de bailar. Precisamente…
– Dieciséis años no los representa, desde luego. De todas maneras, cuánta distancia entre vosotras. ¿O es que hubo hermanos en medio?
– No, sólo uno que nació muerto. Y desde ése hasta Natalia, nueve años.
Mercedes se quedó mirando a Julia y le pesó el silencio que se hizo. Sabía que Isabel podía estar calculando los años de ellas.
– Mamá murió de este parto, ¿lo sabías, no? Eso de los partos qué horrible, ¿verdad? -dijo aprisa -. Menos mal que ahora se muere menos gente.
– ¿Qué es, que padecía del corazón?
– Sí. Del corazón. No llegó a conocerla a ésta.
– Gracias a tu tía. Es un sol vuestra tía, es como madre, ¿no?
– Fíjate.
Natalia se quitaba uno por uno, a pequeños pellizcos, los pedacitos de papel pegados a la falda. Siempre que estaba ella hacían las mismas preguntas y contaban las mismas historias. Siempre este largo silencio después de que se nombraba a mamá. Este ruido de cucharillas. Hoy cogería la bici y se iría lejos. Hoy iba a hacer muy bueno.
– ¿Esta mermelada es la de pera?
– Sí, la ha hecho tía Concha.
– Os sale mejor que en casa. La de casa está demasiado espesa, empalagosa; no sé en qué consiste.
– Ya ves tú. Y es la receta igual.
– Pues yo creo que sí, voy a ir esta noche al Casino -decidió Isabel-. Lo que es que me tendría que lavar la cabeza. Se me pone en seguida incapaz. Ya se me ha quitado casi toda la permanente.
Se exploraba el pelo con los dedos, por mechones. Julia acercó su silla y se lo tocó por detrás.
– A ver. Con Dop. Nosotras tenemos Dop; ¿por qué no te la lavas aquí?
– No. Ir‚ a la tarde a la peluquería. Oye, que todavía no he llamado a mi madre, ¿qué hora es, tú?
Mercedes abrió las hojas del mirador y se asomó, inclinando el cuerpo hacia la izquierda. Se veía, cerrando la calle, la torre de la Catedral y la gran esfera blanca del reloj como un ojo gigantesco.
– Menos tres minutos -dijo metiéndose-. Me vuelve a atrasar.
Y adelantó su relojito de pulsera, sacándole la cuerda con las uñas, cuidadosamente.
DOS
Llegué hacia la mitad de septiembre, después de un viaje interminable. El tren tuvo dos averías, la segunda pesada de arreglar, ya a pocos kilómetros de la llegada, en medio de unos rastrojos, y en ese rato, que fue largo, se puso el sol y me dio tiempo a terminarme los pitillos. Había sido una tarde de mucho calor. Salí al pasillo. Un pastor inmóvil estaba mirando los vagones con las manos apoyadas en su palo y algunos de los borregos que se habían quedado por el sol tenían una sombra grotesca y movediza de patas muy largas. La sombra de algún perfil o un brazo de los viajeros asomados se movía también sobre la tierra. En el límite, a cosa de un kilómetro, vi unos pocos llanos y, apenas levantadas del sembrado, las casas de un pueblo chico. A un muchacho pecoso que andaba por allí con tirador en la mano le llamaron desde una ventanilla, le preguntaron que si podía traer unas gaseosas. (Mande, ¿es a mí?) (Unas gaseosas, digo, o algo para beber.) No respondió y se echó a correr por el sendero del pueblo. Los viajeros, aburri-dos, empezaron a bajarse a la vía, y se formó desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano. El padre de una chica de rosa, que iba en mi departamento, se encontró con un amigo; se pusieron a lamentarse de no haberse encontrado en todo el trayecto. El de mi departamento venía de San Sebastián, decía que la mujer y los hijos se pasaban todo el santo día inventando gastos y diversiones. De tiendas y de meriendas y de cines. Uno que papá veinte duros, otro que nos vamos en bici a Igueldo, otro que venía tarde a cenar… (Y cuando llovía, no sabías dónde meterte con aquel gentío. Ni sitio para sentarse a leer el periódico. En el hotel te comían las moscas, en el café una cocacola diez pesetas, los cines abarrotados… Él Iba contando estas cosas con los dedos, disparándolos al aire sucesivamente en firmes sacudidas, empezando por el pulgar. Sacaron las petacas y fumaron. El otro señor había estado en un balneario y decía que allí se comía muy bien y que era vida tranquila y sana. Le preguntó que si ve-nían en segunda. (Sí. No encontramos primera con las dificultades de última hora. Ahí, en ese vagón, donde está asomada mi chica.:) La chica de rosa miraba hacia el pueblo con ojos de aburrimiento; el amigo de su padre puso un gesto ponderativo al volverse hacia arriba y mirarla, dijo que era muy guapa, que no se acordaba de ella. (Goyita, este señor es don Luis, el del almacén de curtidos. (Encantada. Son-reía al decir), con los labios estirados. (Vaya, y qué, ahora a hacer estragos en las fiestas del Casino, ¿eh?, ¿o ya tienes novio tú?) (¿Ésta?, ¿novio? A buena parte va. Más le gusta bailar con unos y con otros. A ésta con novio, la mataba, fíjese. La mataba.:) (Hace bien, ya lo creo, en divertirse todo lo que pueda. Ju-ventud, divino tesoro. A ti te tengo que presentar yo a mi hijo el mayor, el que estudia Derecho. Menudo elemento también para eso del baile. A lo mejor lo conoces.:) Ella hizo un gesto ambiguo con la boca. (No sé. A lo mejor.:)