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Pero en punto.)

Julia le preguntó lo que le había dicho a la tía para que las dejase ir.

– Nada, que nos apetecía, que estábamos toda la tarde de domingo metidas en casa-explicó Mercedes.

– Algo más le habrás dicho, porque si no…

Natalia las oía sin levantar los ojos de su mapa. Julia estaba sentada a los pies de la cama y se hurgaba en las uñas, se levantaba a tiras el esmalte viejo.

– Pero venga, muévete -dijo Mercedes con impaciencia-. Tenemos que arreglarnos. ¿Es que no te apetece venir?

– Sí, mujer, pero tenemos tiempo.

– No tanto tiempo; son menos diez.

– Vaya una ilusión que te ha entrado.

– ¿Yo?-se señaló Mercedes con acento de víctima-. Por ti lo digo. Por ir contigo; mira tú a mí qué me importa. Porque me pareció que tú querías. Lo que es a mí…

Julia estaba medio arrepentida de ir. Por el camino no habló apenas, y andaba de mala gana, parándose. Su hermana se enfadó, le dijo que ni que la llevaran al patíbulo. Que se volviera, Si quería.

Cuando llegaron al estudio de Yoni, había ya mucho jaleo. Estaba la chimenea encendida; ceniceros y botellas esparcidos por la alfombra. Al principio no vieron a Federico, empotrado en una butaca del fondo con una copa de coñac en la mano. Las vio él y les hizo una seña, levantando el brazo libre, sin moverse de su postura. Ellas se habían parado a saludar a Gertru que estaba al lado de la puerta.

– Mírale -dijo Mercedes-. Está allí.

– Bueno, y qué pasa-se volvió Julia-. Ni que hubiéramos venido a buscarle. Estás más gorda, Gertru.

– Hola, ahora vamos. Mira, Julia, nos está llamando.

– Yo no voy -dijo Julia secamente-. Estoy bien aquí.

– Hija, mira que eres. Nos está diciendo no sé qué. Yo sí voy.

– Pues vete.

– Ahora vengo.

– ¿Y tu novio?-le preguntó Julia a Gertru cuando se quedaron solas.

Ángel estaba de espaldas un poco más allá, en un grupo al lado del bar.

– Ahí, ¿no lo ves? Le está dando un recado a un amigo.

– Creo que os casáis pronto.

– Sí. Mañana viene mi suegra. Me va a llevar con ella a Madrid a escogerme el equipo.

– Qué estupendo. Estarás encantada.

– Fíjate.

Mercedes había llegado junto al sillón donde estaba hundido Federico, y hablaba con él apoyada en el respaldo. Miraron hacia acá y Julia desvió la vista. Buscó un hueco de pared para sentirse menos desairada.

– Es muy pequeño esto y hace calor, ¿no encuentras? -le dijo a Gertru.

– Sí, eso estábamos comentando antes Ángel y yo, que debían abrir alguna ventana. No sé para qué han encendido la chimenea.

– Ya, ya. Díselo a alguien que abran.

– No sé a quién.

– A tu novio, que se lo diga a los de aquí.

El vaho formaba una niebla en los cristales y detrás se dibujaban tejados, luces y ventanas de afuera, del otro lado de la calle. Gertru se quedó un poco callada, mirando la ventana con ojos distraídos. Le picaba el humo dentro. Todavía no era de noche.

– ¿Y Tali?-preguntó.

– Mejor. Ya está buena.

– ¿Ha estado mala? No lo sabía.

– Sí. Como ya no vas nada.

– Es verdad, pobrecina. Con lo que yo la quiero. ¿Está enfadada?

– No. No creo. Vamos, no sé.

– Me acuerdo cuando subíamos a la torre de la Catedral -dijo Gertru sin apartar los ojos de la ventana-. Y cuando nos parábamos en los charlatanes. Lo pasábamos bien; a estas horas salíamos de clase. La tengo que llamar.

Vino Teresa para saber si quería ir con ella a ver la cocina de su casa. Que se viniera también Julia, que nunca había estado.

– …y os enseño la ropa que me han traído de Tánger.

Julia dijo que bueno y salieron las tres. Teresa llevaba a Gertrudis cogida por los hombros.

– Te rapto un poquito a este cielo de novia, tú, mala persona-le dijo a Ángel, al pasar a su lado.

Federico, mientras se servía la séptima copa de coñac de la tarde!le estaba diciendo a Mercedes:

– Pues, chica, creí que ya no veníais. Pero, ¿y con el novio, en qué está?

– Yo qué sé en qué está. Que tendrán que dejarlo. Yo he dicho que no se casaban desde el primer día. Pero como ella es tan bruta, porque es brutísima, ha dicho por aquí meto la cabeza, y nada, hasta que se la rompa. A mí es que me pone…

– Mujer déjala -dijo Federico con pereza, estirándose-, no te lo tomes así.

– Pero cómo quieres que me lo tome. Si es que es verdad, hombre. ¿Tú crees que ella pide consejo ni dice una palabra a nadie? Nada, ni una palabra, ya ves, dos hermanas que duermen en la misma habi-tación desde chiquitas Pues nada, se puede estar muriendo de un disgusto que no me lo dice. Fíjate, ahora lo sé yo que está reñida con Miguel, y que seguramente es definitivo. Pues si le pregunto que si ha tenido carta, que sí, siempre que sí. Lo sé yo que hace más de un mes que no la escribe…

– ¿Y tú por qué crees que no la escribe?

– Pues porque es un idiota, un cara. A mí me lo podía hacer.

Federico se desempotró trabajosamente de la butaca.

– Siéntate aquí-le dijo a Mercedes-. ¿Y ahora por qué no se ha acercado aquí contigo? ¿Adónde va con ésas?

– Lo hará por hacerte rabiar, por táctica. A mí muchas veces me parece que tiene interés por ti… Pero no, déjalo, si no me siento, ya me buscaré yo otra silla.

– No, hija, no te molestes, si no hay sillas. Fíjate cómo está todo.

Mercedes echó una mirada en torno. Todavía no se había fijado en la habitación. Vio parejas aisladas que bailaban por los rincones donde había menos luz, gente de espaldas en el bar y junto a la mesa de los emparedados; otros sentados por el suelo. La mayoría de las caras no las conocía.

– ¿Aquello qué es?-le preguntó a Federico.

Había dos camas de madera en una esquina, encima una de la otra, como en los barcos, y en la de abajo se veían tumbadas algunas personas, las caras hundidas en lo oscuro, las piernas sobresaliendo, y se movían, alternadas de hombre y de mujer.

– ¿Aquello? Nada, las literas de Yoni. Por si se queda él a dormir alguna noche, o amigos. É1 trabaja de noche casi siempre, ya sabes. Pero ¿no habíais venido nunca?, ¿es posible?

– Nunca, yo por lo menos.

– Chica, qué atraso. Aquí es el único sitio donde se pasa bien y se conoce de vez en cuando a gente divertida. ¿Pero por qué no te sientas?

Mercedes se sentó. Era una butaca muy cómoda. Federico se agachó a coger una botella que había en el suelo y la destapó con los dientes. Le dio a ella un vaso vacío.

– ¿Quieres beber?

– ¿Qué es?

– Coñac.

– Huy, no. No me gusta.

– Venga, no seas cursi. Te tomas el primer sorbo con la nariz tapada. Verás qué bien sienta.

– Basta, basta, no me eches más.

Pasó Isabel bailando con uno de pelo cepillo.

– Hola, Isa.

– Hola, qué milagro, vosotras aquí.

– Ya ves.

– ¿También está Julia?

– También, por ahí anda.

– ¿Le estás pisando la conquista?-sonrió Isabel.

– ¿Yo? Qué tontería.

– Sí, sí, fíate de las hermanitas. Bueno, hasta luego.

– Hasta luego.

Hubo un silencio. Luego Mercedes bebió el primer sorbo de coñac.