Se habían aburrido de los discos franceses. Estaban poniendo ahora un mambo muy estrepitoso. Lo coreaban con pataditas y palmadas las amigas y amigos de Teresa, sentados en corro alrededor de la chimenea. Colette y Yoni se aburrieron de bailar y se sentaron en aquel grupo. Ángel le pidió a Yoni que le presentara a su amiga.
– No vale, tú ya tienes novia -dijo Yoni.
– Sí, pero se ha ido a un recado. Me tengo que dar prisa para conocer a esta preciosidad. La francesa le miró sonriente, los ojos interrogativos. Se dieron la mano.
– Oye, aunque esté en plan contigo, ¿me dejas decirle que está de miedo?
– Díselo, no te va a entender.
– Entonces, mejor. Estás para comerte, preciosa. Para co-mer-te.
Dijo Manolo Torre que aquello era un tostón, que aquello no se animaba hasta que un tal Ramón cantase bulerías. (Convéncele tú, Estrella, de algo servirá que sea tu marido.) Estrella, de traje verde como una funda, gateó por la alfombra hasta el marido, rubio, alto, con pinta de inglés, que estaba sentado inmóvil mirando al fuego. Se le encendían reflejos en el pelo con las llamas, se le volvían a borrar.
– Tú, Ramón, te has quedado de un aire.
La mujer se puso en cuclillas a su lado, le abrazó por la cintura.
– Anda, mi vida, no defraudes a la afición.
– Es una pena que no quiera-repitió Manolo-. Lo hace de maravilla, de maravilla.
Estrella se volvió a su postura de antes y pidió un pitillo.
– Todavía no está bastante borracho -dijo-. Le ha dado tímida.
Le tendieron una cajetilla de chéster y ella hizo un gesto de asco.
– Por Dios, estás loco, de eso no. A mí lo que me priva son los peninsulares.
Cuando volvió Teresa, aquel grupo de la chimenea se había hecho el más numeroso. Se acercó con Gertru.
– Qué horror, en un rato que no estoy cómo ha subido esto de tono. Déjame un sitio, Talo. Me he quedado para atrás. Que te corras un poco, hombre; no me hacéis ni caso. Ah, mira, Ángel, aquí te entrego a tu novia sana v salva; yo no quiero responsabilidades. Dadme algo de beber.
Julia, al volver a la habitación, se quedó apoyada en la pared, sin saber con quién irse. Se le acercó Luis Colina, que andaba de un lado para otro.
– Hola, no te había visto. ¿Has venido con Goyita?
– No. ¿Por qué?
– Creía que ibais mucho juntas, creía que erais muy amigas.
– Sí, somos bastante amigas, pero no la he visto. Yo he venido con mi hermana.
– ¿Quieres bailar?
Julia vio a Federico bailando con su hermana. Tuvo miedo de que vinieran.
– Bueno.
Los miraba de reojo, esquivándolos entre las parejas. A Luis Colina le sudaban un poco las manos.
– Así que sales bastante con Goyita, ¿no?
– Un poco, más bien poco.
– Yo la lIamo algunas veces por teléfono -dijo Luis-. Me parece que no le agrada mucho, no sé. ¿A ti te ha dicho algo?
– A mí no.
– Es que tengo mucho despiste con ella. Me gusta, pero no sé qué hacer. Las chicas sois unas criaturas tan raras, no se sabe nunca. Vamos, habrá excepciones, no quiero que te ofendas.
– Si no me ofendo.
– Pones cara de rabiosilla.
– Qué bobada.
Julia miraba por encima de su hombro, tratando de ocultar su aburrimiento. La habitación le parecía completamente irreal, desligada de todo lo que podía interesarle. Deseaba irse.
– Pues sí, es un lío. Perdona, te he pisado.
– No. Ha sido culpa mía.
– Así que no te ha dicho nada de mí. No sé, tienes ojos de mentirosilla.
– No, hombre, que no me ha dicho nada. Que te conocía y eso. De pasada. Oye, hace un calor horrible. ¿Te importa que vayamos a beber una coca-cola?
Federico bailaba muy apretado, apretadísimo. Mercedes, entre el coñac que había bebido y aquella especie de pacto de confidencias que le ataba a él, no era capaz de protestar. Echó la cabeza hacia atrás para seguir bailando, y así, mientras hablaba, le era más fácil hacer fuerza disimuladamente para sepa-rarse un poco.
– Ahí la tienes -dijo, señalando a Julia con la barbilla-, ella tan tranquila, como si no le pasara nada, y yo todo el día preocupada, que ni como ni vivo, pensando en su dichoso asunto.
– Sí, claro, entre hermanas es natural.
– Si no es porque sea mi hermana. Me pasa igual con las cosas de todo el mundo. Tú no sabes cómo soy yo. Cuando uno es así, no lo puede remediar.
Mercedes hablaba a chillidos, unos más altos que otros. Llevaba un flequillo rizado, y al moverse le hacía cosquillas a Federico en el mentón.
– Pero déjate llevar.
– ¿Bailo mal?
– No. No es que bailes mal. Pero haces fuerza. Tú deja que yo te lleve.
Mercedes dejó de hablar y él volvió a apretarla fuerte. Sentía ella contra su mejilla el roce de la solapa de príncipe de Gales, un botón de la chaqueta contra su estómago.
Manolo Torre le dio a Yoni con el codo:
– Oye, ¿esa chica está en plan con Federico?
– No, su hermana. No es que esté en plan, es que a él le divierte deshacer noviazgos.
– Oye, pues la que se le da como el agua es ésta. Mira mira ahora. Si va bailando con los ojos cerrados, se le desmaya viva encima. Mira, hombre, no te lo pierdas.
Le cogió por el cogote para que inclinara la cabeza. Yoni se desprendió.
– No los veo. Allá ellos. A mí qué más me da. La hermana es esa otra. Esa de gris. Son de las que no vienen por aquí ni a tiros, no sé cómo han pisado hoy.
– Está mejor la de gris.
– De cuerpo sí. Si vistiera de otra manera. De cara allá se van. Para mí, ni en un saldo.
– Sí, son bastante amorfas.
– Gente estrecha, yo no sé, Federico. A una de estas hermanitas le das un beso y te has hundido. Te tienes que casar con ella.
– Bueno, con muchas chicas pasa eso -dijo Manolo-. Pero con no casarte…
Había venido mucha gente nueva y otros se empezaban a ir. Allí, alrededor de la chimenea, escu-chando a aquel Ramón que había roto a cantar bulerías, había una fila de gente sentada y otra detrás de pie. A Gertru no la habían dejado ponerse al lado de Ángel porque dijeron que novios con novios era un atraso. De vez en cuando se miraban, cuando no les pillaban cabezas por medio. A ella le presentaron a un chico delgado y de algunas canas, Pablo Klein, alemán. Se sentó allí al lado, sin hablar en bastante rato, como ella, rozándola con la manga de su chaqueta de pana.
Todo estaba por el suelo. Pitillos, vasos, cáscaras. A la francesa sólo se veía un brazo. El otro lo tenía camuflado para atrás y Ángel, que le había pisado la mano con la suya sobre la alfombra, como por descuido, le acariciaba ahora el antebrazo, mirándola a los ojos cuando Gertru no le veía.
Quitaron la gramola porque ya no se oía en todo el recinto más que la canción y las palmas que la coreaban. Ramón se puso a zapatear, agitándose y chillando como epiléptico, y casi todos se vinieron para allí. Entre el barullo, Julia estaba buscando a Mercedes para que se fueran. Descubrió a Gertru y se agachó para preguntarle. Gertru no la había visto, no se daba cuenta, tardó en contestar. Levantó unos ojos de azaro e incomprensión y Julia vio que le había interrumpido una conversación con el chico alemán.
– Si no encuentras a tu hermana, no te apures, yo te acompaño-le decía todo el tiempo Luis Colina a Julia.
– No, hombre, si la tengo que encontrar. Tampoco es esto tan grande.
– Pero no tengas prisa, mujer. Vamos a oír otro poco a este chico. Es pronto. Estará por ahí. En la terraza.
– Bueno, en la terraza. ¿Qué va a hacer en la terraza a estas horas? ¿No ves que está cerrado por dentro?
Desde la terraza se veían los tejados de la Plaza Mayor. El cielo estaba muy estrellado y hacía frío. Dijo Mercedes que mejor meterse para dentro, que se iban a coger lo que no tenían, pero Federico no se movió ni contestó siquiera. Tenía la mirada cargada de coñac. Ella le puso una mano en el codo.