– Anda, no estés así.
– Así, ¿cómo?
– Así, triste. No te quiero ver triste.
– ¿Triste yo? Tú estás mal, chica.
– No seas tonto. Tú haz lo que te digo. Hazte desear. Yo me la conozco, verás cómo te da resul-tado esa táctica. Y sobre todo no le digas que has hablado conmigo de ella. Si se lo dices, lo echas a perder todo. Pero no pongas esa cara, hombre, ¡ánimo!
Federico la miró. La veía borrosa. Ella le vio el brillo de los ojos al reflejo de las letras del Gran Hotel encendidas debajo de ellos, entre los tiestos de la azotea. Sintió azaro y apartó la mano de la manga de su chaqueta.
– Qué alto -dijo asomándose a la balaustrada, con un escalofrío-. Me da vértigo. Se ve la gente chiquitita chiquitita. ¿A ti no te da vértigo asomarte?
Ponía una voz infantil.
– A mí no -dijo él.
– ¿Te das cuenta? Estamos encima de las letras.
– ¿De qué letras?
– De esas que se ven desde abajo que dicen (Gran Hoteclass="underline" ). Hace ilusión. Pero, oye, debíamos meternos. Dirán que dónde estamos.
– Yo estoy bien aquí. Sólo que se ha acabado la botella.
– Yo no quiero beber más. Me mareo. Tú no bebas tampoco.
– Eres una chica muy maternal. Otro vaso sólo.
Se acercaron a la puerta de cristal para entrar. Alguien les había cerrado desde dentro.
– Oye, no se abre, nos han dejado aquí -dijo Mercedes apurada-. ¿Por dónde entramos, tú? No se abre.
– Bueno, pues aquí quietecitos. No pasa nada. ¿Tan mal estás conmigo?
– No, oye, que debe ser muy tarde. No te vuelvas a sentar, hombre. Mira a ver si puedes abrir. Ven.
– Ya saldrá alguien -dijo Federico-, y entonces entramos nosotros. Anda, siéntate aquí, mira, en el tiesto. Y yo en el suelo.
– Por Dios, no, haz algo, hombre, qué horror. Si ya te decía yo que no salir, si no sé para que hemos salido. Voy a ver la otra puerta.
Estaba cerrada también. La empujó con la mano, con las rodillas casi dando patadas a lo último.
– Nada, no se abre.
– Llama y desde dentro te oyen -dijo Federico, sentándose en el suelo y cerrando los ojos.
Mercedes acercó la cara al cristal. Veía lo de dentro sin distinguirlo bien, confuso por el vaho de los cristales. Había dos figuras que no reconocía, muy juntas, sentadas de espaldas en el mismo sillón. Dio unos golpecitos tímidos y luego más fuerte, (No oían. -) llama tú, por favor, Federico, qué horror; Dios mío.
Le salió una voz casi de llanto. É1 se puso más cómodo y al moverse le dio náusea.
– Pero parece que te he raptado, yo no te he raptado -dijo lento y estropajoso, cuando pudo hablar.
En aquel momento empezaron a oírse campanadas en el reloj de la plaza.
– Gertru, son las diez. Cuando quieras nos vamos. Eh, tú, Gertru, cariño.
Ramón se había cansado y estaba tirado en la alfombra con la cabeza en el regazo de su mujer. Quedaba menos gente. Gertru levantó los ojos bruscamente a la señal del brazo de Ángel.
– Sí, vámonos; cuando tú quieras.
Se levantaron.
– Les hemos tenido demasiado castigados -dijo Manolo Torre riéndose-; ahora los dejaremos irse juntos, pobrecillos, que hagan un poco el novio.
Ángel dio palmadas en algunos hombros.
– Hasta ahora-le dijo a Manolo por ahora vuelvo. No os vayáis.
Salieron a la calle. Gertru no decía ni una palabra. Le preguntó él que si le duraba el enfado de lo primero de la tarde y ella dijo que no. Que si se había molestado porque habían bailado poco.
– Que no. Pero por qué. Qué tontería.
– Esta gente es así. Son modernos. Hay que alternarlo bajo-. Yo con todos. Estando juntos lo mismo da, ¿no te parece? Estando yo con mi novia bonita.
– Claro; quién dice nada.
– No sé, me parecía que no te habías divertido. Oye, ¿quién era ese chico de las canas que se sentó un momento con Ernesto donde tú?
– Un profesor de alemán.
– ¿Qué te decía? No lo conozco.
– Nada. Da clase en el Instituto. Le he estado preguntando que si conoce a Tali.
Ángel estaba muy cariñoso y eufórico. En un escaparate que tenía espejo se paró y puso su cara muy cerca de la de ella.
– Mira qué dos, lucero. ¿Que te parece a ti de esos dos?
– Quita, hombre, no seas…
– Arisca, algunas veces no hay que ser tan arisca.
– Oye, dice ese chico que por qué no termino el bachillerato -dijo ella de pronto, mirándole en el espejo.
– ¿Qué chico?
– Ese profesor.
– ¿Y a él qué le importa?
– No, hombre, yo digo también lo mismo. Es una pena, total un curso que me falta. Estoy a tiempo de matricularme todavía.
Habían echado a andar otra vez. Ángel se puso serio.
– Mira, Gertru, eso ya lo hemos discutido muchas veces. No tenemos que volverlo a discutir.
– No sé por qué.
– Pues porque no. Está dicho. Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; conque sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra. Además, nos vamos a casar en seguida.
Anduvieron un poco en silencio.
– Cuántas veces tenemos que volver a lo mismo. Ya estabas convencida tú también.
– Convencida no estaba -dijo Gertru con los ojos hacia el suelo.
– Bueno, pues lo mismo da. Te he dicho que lo que más me molesta de una mujer es que sea testaruda, te lo he dicho. No lo resisto.
Llegaron al portal de casa de ella. En el portal él le besó los ojos y le dijo que estaba muy guapa, que quitara el ceño, todo casi al oído. Ella se desprendió.
– Bueno, me subo.
– No, no te subas. Todavía no me has contado cómo era esa cocina que has ido a ver.
– Muy bonita.
– Dilo con una sonrisa, sin esa cara.
– Muy bonita, preciosa. Mañana te la dibujo.
– Si te gusta igual, la ponemos igual.
– Es imposible igual -dijo Gertru con los ojos animados repentinamente-. Debe ser carísima. Parece de revista, de esas que vienen con los postres pintados en colores. Es de bonita… no te lo puedes figurar.
– Y qué que sea cara. Mi madre nos la regala, no se va a arruinar por eso, que tiene mucho. Pero tú, a ver si aprendes a hacer cosas ricas, que yo soy muy goloso. Si no, no hay cocina.
Se volvió al Hotel silbando. Por los soportales de la Plaza se cruzó con Mercedes y Julia que venían discutiendo y andando de prisa. Le dijeron adiós. La Plaza estaba ya casi desierta.
– Al sereno le llamas tú. Y las explicaciones que te dé la gana las das tú-decía Julia-. Yo no he tenido que ver nada con todo esto.
– La culpa ha sido tuya-se defendió Mercedes-, que te comportas como una imbécil con ese pobre chico y me haces quedar en ridículo.
– ¿Pero quién te pide nada? Tú te metes en lo que no te llaman. Qué asco, ni que fueras mi apoderado. Tengo veintisiete años, me basto sola.
– Es un chico estupendo, estupendo-le cortó Mercedes con vehemencia-. Tener un chico así y despreciarlo, no sé cómo no te enamoras de él.
Julia se paró.
– Asco le estoy tomando, ¿lo oyes?, asco. Era un amigo como otro, pero ya no le puedo ni ver, de tanto como me lo metéis por las narices.
– Porque no sabes lo que quieres. Porque eres una histérica.
– Tú sí que eres una histérica. Ponerte así por un borracho, que estaba como una uva. A ver quién ha hecho el ridículo esta noche. Tú o yo.
Cuando subieron la escalera de casa eran las once menos veinte. No habían vuelto a hablar.
– De lo de la terraza, no digas nada a la tía-pidió Mercedes con voz humilde, y sintiendo que la cabeza le daba vueltas.
– Yo qué voy a decir. No pienso decir nada de nada. Te regalo a Federico envuelto en papel de celofán. Cásate con él, si tanto te gusta, que estás por él que te matas, hija, que eso es lo que te pasa. Cásate con él, si puedes.
Mercedes se echó a llorar.
– Después de lo que hago por ti. Encima. Encima de que me tomo todas tus cosas como si fueran mías. Si soy imbécil, si la culpa la tengo yo. Eres mala, eres mala.