Subían con unos escalones de diferencia. Mercedes delante, y sus sollozos se fueron haciendo ahogados y secos, sólo cuatro o cinco hasta desaparecer. A Julia le entró remordimiento de lo que le había dicho precisamente entonces, cuando la otra dejó de llorar, cuando la vio rígida y altiva, con la boca plegada, los ojos en el vacío, mientras se apoyaba en la pared, esperando a que abrieran la puerta. Tardaron. Esperaban como dos desconocidos. Mercedes se metió en cuanto abrieron, dándole un empujón a Julia con grosería, y ella supo el daño que la había hecho con sus palabras. Julia tenía carta. Se la dio Candela, sacándola del bolsillo del delantal con una sonrisa. No la pudo leer hasta después de la cena.
Ya habían cenado todos, y el padre les dijo unas palabras solemnes acerca de lo que nunca, bajo ningún concepto, debe hacer una chica decente. Ella apretaba el sobre en el bolsillo con la mano izquierda. Dijera lo que dijera, qué más daba, era la letra de Miguel. Si le pedía lo más disparatado, lo haría; haría lo que le pidiera. Por dos veces se encontró con la mirada de Mercedes a través de la mesa, unos ojos reconcen-trados de soledad y rencor y le pareció más vieja que otras veces. Pero ella estaba alegre. La carta de Miguel la inmunizaba contra todo.
(Soy egoísta, qué egoísta soy-pensó después en el cuarto de baño, cuando ya la había leído por tres veces y había llorado de tanto gozo-. Me vuelvo dura con Mercedes, que no tiene nada, la pobre, que no sabe lo que es leer una carta así.) Se puso los bigudís lentamente. Le daba pereza entrar en la habita-ción a dormir. La ventana del cuarto de baño daba a un patio trasero y estaban las estrellas y un pedazo de luna encima del tejadillo de otra casa. Miguel la había besado muchísimo la última noche en el río, se besaron hasta que ya no podían más. Se alegraba de ese día y de ese recuerdo con toda su alma. Se acor-daría siempre. Le daba pena de su padre y de Mercedes y de todos los de casa.
Entró de puntillas y se acostó sin atreverse a dar la luz. Era incómodo no tener una habitación para ella sola. Su hermana no se movía ni hacía ruido, pero esta noche conocía Julia que estaba despierta en que no la dejaba dormir a ella y le impedía sentirse libre con sus recuerdos. Se la imaginó contra el rin-cón, con la cabeza metida entre los brazos. (Si espero a mañana para hablarla es peor; se habrá enfriado la cosa y será peor. Ahora, ahora que estoy alegre. Es injusto que yo tenga tanta felicidad y ella sufra.) Buscó las palabras, trató de decirlas, pero no era capaz de abrir los labios. (¿Y si a lo mejor se ha dormido? ¿Y si no me contesta?:) Oyó un suspiro, un sorber de lágrimas debajo del embozo.
– Mercedes, ¿estás dormida? Mercedes…
No tuvo contestación. Ser tierna no le salía. Recordó el Kempis: debía ir allí y abrazarla. Se levantó descalza.
– Perdóname, Mercedes.
– Anda, déjame, vete…-le contestó una voz terca.
– Perdóname, mujer-insistió con esfuerzo-. Ha sido la tensión de estos días. No he querido decir lo que te he dicho. ¿Por qué no te vas a poder casar con Federico? Con Federico y con cualquiera. Son cosas que se dicen por maldad. Sólo que me debías haber dicho que te gustaba.
Dio la luz pequeñita. Mercedes todavía no había sacado la cabeza del rincón, pero lloraba con hipos que le sacudían y se dejaba acariciar la cabeza por su hermana, sin oponer resistencia.
– Anda, llora, llora lo que quieras. No sé por qué soy tan mala contigo. Estabas muy guapa esta tarde con el traje azul.
Desde su cama, a oscuras, Tali oía el cuchicheo de las hermanas, a través del tabique.
TRECE
– Bombero, pequeño bombero!-me saludaron las niñas al verme.
Algunas no me conocían a lo primero por lo que he crecido y el peinado distinto. Estaban jugando a campos en el patio; debía ser hora libre. Paquita, la Viaña, la Roja, todas con sus bocadillos a medio comer y despeinadas. Me emocionó ver las pilas de abrigos y de cuadernos contra la pared y me puse triste acordándome de Gertru.
– Anda, pero si es Tali. ¿Cómo vienes tan tarde?
– Este curso creíamos que te habías muerto.
– Ven acá, has crecido.
– Gabardina nueva, oye, qué elegancia. Menos mal que te la han comprado más corta.
– Pero no vale, así ya no pareces un bombero.
Se rieron. Alicia Sampelayo, la rubia larguirucha, se puso colorada y vino también al grupo. Alborotaban mucho y hasta las de otros cursos me miraban y habían dejado de jugar. Les tuve que explicar que me he pasado casi todo octubre en la cama y que es por la fiebre por lo que he crecido. Ni siquiera hoy me querían dejar venir Mercedes y tía Concha, a pesar de que el médico ya me mandó levantar hace tres días: se empeñaron en que si quería venir, había que mandar a buscar un taxi porque esta tarde hacía mucho frío, y que hasta las cinco tenía que reposar. Menos mal que el taxista era En-
rique Blasco, y le pedí que me dejara en la Plaza del Mercado y que luego no me viniera a buscar, y me prometió que no diría nada en casa. Así que la cuesta me la subí a pie, y no tuvo que verme ninguna en el coche.
He comprado un membrillo grande y lo hemos repartido entre unas cuantas. Me han preguntado por Gertru, que les ha extrañado que no esté en las listas. Yo les he dicho que se va a casar pronto. Que con quién. Regina dio un silbido y puso los ojos en blanco cuando les dije que con un aviador; abría los brazos como si volara y todas se rieron mucho con los gestos y las bobadas que hacía. Que qué suerte, que si el chico era guapo. No me dejaban en paz con las preguntas. Después se aburrieron; unas se pusieron a hacer el problema de matemáticas y otras siguieron jugando. Yo me fui para arriba con dos o tres porque hacía un poco de frío. La última hora, de seis a siete, era de matemáticas, pero no vino el pro-
fesor. Casi todas se fueron a las seis y media, y yo esperé un poco más todavía para no llegar tan pronto a casa. Copié los horarios y Alicia me ha dejado algunos apuntes para que los vaya pasando. Ella se ha puesto medias. Yo todavía vengo con los calcetines altos y los zapatos de lluvia de hace dos temporadas, que ahora es cuando se empiezan a poner gustosos, y falta poco para que saque el dedo; los ando es-
condiendo como un tesoro, porque Mercedes me los quiere tirar.
Alicia se vino conmigo para abajo y por el camino no hablamos casi nada. Se había puesto a llover; al llegar a Sancti Spiritus me dijo que iba a entrar a rezar cuatro padrenuestros, que si quería entrar con ella; dije que bueno. La iglesia estaba casi sola, con dos velas de las más altas encendidas en el altar mayor, y unas mujeres esperando para confesarse. Estuve buscando el santo de la nariz descascarillada que se ríe muy simpático y nadie sabe qué santo es, pero no me acordaba si estaba el segundo o el tercero de la izquierda y apenas distinguía los bultos de las hornacinas.
A Alicia le salía una voz muy triste diciendo los padrenuestros, y cuando los terminamos se tapó la cara con las manos y noté que se le movían un poco los hombros porque estaba llorando. Algo oí contar el año pasado que esta chica tiene disgustos muy grandes con su madrastra, pero como casi no tengo confianza con ella, me parecía inoportuno quererla consolar. Esperé un rato, mirando los guiños de las velas sobre el retablo que brillaba poco, como si estuviera cubierto de ceniza; por fin, como no se destapaba ni se movía le toqué en el hombro y le dije que yo me iba porque tenía algo de prisa.
Al volver a casa me metí en seguida en mi cuarto y me quité la gabardina y los zapatos para que no notasen que venía mojada. Me dolían un poco las piernas, pero no me quise acostar. Ahora ya cena-mos otra vez a las nueve y media, como siempre en el invierno.
Esta mañana, que era el día de Todos los Santos, hemos ido al cementerio. Hacía un sol muy bueno y a mí me hubiera gustado más ir dando un paseo, pero llamaron al taxi de Enrique. Yo me puse delante de él. Cuando estamos solos siempre me dice de tú, pero hoy me llamó de usted y señorita. Le deben haber advertido algo las hermanas, lo mismo que a Candela, que también me llama de usted desde el verano.