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Por el camino del cementerio iba mucha gente con ramos de flores; con el sol y las flores parecían grupos de romería. Las mujeres daban tirones de la mano a los niños pequeños al oír tan encima la bocina del coche. Pasado el campo de fútbol hay muchos baches y sonaban piedras que saltaban contra las aletas; tía Concha no paraba de decir: (Ay, Jesús), y Enrique de vez en cuando levantaba los ojos y se sonreía un poco en el espejito mirando a Candela, que venía en el silletín.

Desde la puerta del cementerio, qué bien se veía el campo y la fila de chopos del río. Candela sacó las flores y los paquetes de la limpieza y entramos. Hay muchas mujeres que se traen cubos y azadas y hacen labores de jardinería alrededor de sus tumbas; las tienen aisladas con verjas y se meten allí como en una casita a rastrillar y quitar hierbas. Luego se quitan el abrigo, se sientan en una esquina de la losa mirando para la tierra y comienzan su visita interminable. Si traen niños con ellas, les dan un bocadillo a media mañana.

Nosotros hicimos el recorrido como siempre: tío Gonzalo, doña Antonia Tejedor, el abuelo y por último el nicho de mamá. Ésta es la parada más solemne. Para mamá se reservan los seis crisantemos mejores, porque entran sólo tres en cada uno de los floreros finitos. Mercedes alzó la tapa de cristal y Candela la sostuvo y se puso a limpiarla con un líquido blanco. Ellas sacaron todas las cosas de dentro y le quitaron el polvo con gamuzas. A mí siempre me parece que sobran manos y que no necesitan que ayude, así que me quedé en una esquina mirando.

Hablaba de qué tal hace el pañito nuevo de damasco y del farol de la izquierda que se tuerce un poco. Yo miraba el retrato de mamá, desdibujado en su óvalo de relieve. Tiene el peinado alto y un traje oscuro de cuello muy cerrado, pero la expresión está borrosa y no se sabe si es de risa o de pena. Yo, como no la he conocido, me la he inventado a mi manera, y desde luego no se parece a la que está en ese retrato. Antes de bajar la tapa, la tía besó las letras donde pone (R. I. P. Julia Guilarte), y luego nos pusi-mos a rezar la estación, y a ellas se les caían las lágrimas. Yo a mamá la echo de menos muchas veces, pero nunca cuando vengo al cementerio, por eso no lloré. Estaba, al contrario, muy alegre con el sol a la espalda y unos pájaros que cantaban en los cipreses.

Cuando salíamos había un chico y una chica de luto, de pie, santiguándose delante de un nicho como si ya se fueran, y las hermanas se pararon con ellos. Yo me quedé atrás porque no los conocía, mirando los letreros de aquella parte, los angelitos tan feos de merengue duro, y de pronto vi el nombre de don Rafael Dominguez, el catedrático de Historia Natural que murió hace poco tiempo. Me empiné para ponerle unas flores que habían sobrado y me dio por preguntarme adónde habrá ido a parar la colec-ción de piedras tan bonita que le entregué el año pasado cuando los exámenes.

– ¿Qué haces, Natalia?-se extrañó Julia, separándose de los otros.

Y al volver la cabeza, vi que la chica de luto me estaba mirando con mucha atención.

– De manera que tú eres la pequeña, la que va al Instituto-me dijo, cuando echamos a andar todos hacia la salida.

– Sí.

Se había puesto a mi lado y me pasó la mano por la espalda.

– Yo también he estudiado allí. Si vienes un día por casa, te puedo dar libros y apuntes que a lo mejor te sirven.

– Muchas gracias.

– No me des las gracias, pero ven. Tus hermanas saben donde vivo.

A la puerta nos separamos y me volvió a decir:

– ¿Vendrás a verme?

Y me extrañaba la insistencia, porque no comprendo que pueda tener nada de interés mi amistad para una chica mayor. Me besó. El chico dio la mano muy serio. Luego, en el coche, me he enterado de que son los hijos de don Rafael y de que ella se llama Elvira. Tiene los ojos más bonitos que he visto.

Hoy ha sido la tercera clase de alemán. A la salida me vine con Alicia por la cuesta de la cárcel. Ella vive bastante cerca de casa, en una callecita detrás de la Catedral, pero hasta este curso no lo había sabido. Desde la ventana de mi cuarto se ve el tejado de su casa. Alicia habla poco y me gusta estar con ella más que con las otras chicas, que se ríen siempre de todo y por las bobadas más grandes.

Hacía una tarde estupenda y andábamos sin prisa porque eran sólo las seis. Nos paramos en la Plaza del Mercado a oír al charlatán de la culebra, y daba pereza arrancar de allí. Por fin nos fuimos y yo saqué mi bocadillo. Le he dicho a Alicia que si ella no encuentra que el profesor de alemán está un poco triste, pero ella dice que no, que le parece muy simpático. Qué tiene que ver la simpatía; si además no es que esté triste tampoco exactamente, es que tiene un aire de estar en otro sitio, algo especial, que dan ganas de saber lo que está pensando. Se lo venía explicando bastante alto y con entusiasmo para ver si se lo hacía entender, y de pronto él en persona se nos puso al lado. Yo no sé ni cuándo apareció, porque me había parado un momento hablando, y al mirar a Alicia me chocó la cara que estaba poniendo; entonces es cuando le vi a él en la parte de allá. Dijo que buenas tardes y que si íbamos dando un paseo, pero no era un saludo de pasada sino que echó a andar con nosotras, a nuestro paso. Menos mal que se había puesto al lado de Alicia, y como ella me cogió del brazo para seguir andando, me lo tapaba casi comple-tamente; así oía lo que hablaba sin tenerle que mirar. Nos tenía que haber oído, seguro, lo que dijimos, si venía detrás. Ni a levantar la cara me atrevía.

Dijo que le gustan las clases como la que hemos dado hoy, con pocas alumnas, pero que le extraña el poco interés que tienen las chicas de todos los cursos, y más todavía que las que faltan le pongan pretextos de enfermas, habiendo advertido él desde el primer día que piensa dar aprobado general y no poner faltas de asistencias. Por lo visto siempre lo ha hecho así, también en otros sitios donde haya dado clase, en el extranjero o donde sea, esto de no obligar a nadie a aprender; dice que nada más aprende el que tiene ganas y que por eso no da sobresaliente ni nada, para que el que estudie no lo haga por la nota, sino por el interés de aprender.

Yo iba muy tímida. Me admiraba la serenidad con que Alicia atendía y decía alguna cosa para contestarle, levantando la cara hacia él. Por ejemplo, le dijo que el certificado médico que yo le había presentado el otro día no era falso, que yo sí había estado mala todo el mes de octubre. Y entonces él se rió y dijo que qué buena amiga, y cruzó la cabeza por delante de ella para mirarme. Para mí lo peor era no saber qué hacer con el bocadillo a medio comer. Si seguía comiéndolo, se me quitaban del todo las esperanzas de llegar a decir una palabra con la boca llena, y llevarlo en la mano era tanto estorbo que sólo podía pensar en deshacerme de él; así que no dejaba de mirar por si veía algún pobre para dárselo, y por fin abrí la cartera y lo metí allí, sin envolver ni nada, como que se me ha llenado de grasa todo el cuaderno de limpio de literatura

A todo esto llegamos a la bocacalle de Alicia y pasó algo horrible, que el profesor llevaba mi mismo camino. Cuando quise recordar ya estábamos andando juntos los dos solos. Se salió y me dejó por dentro de la acera. Yo me puse a contar los portales que faltaban para llegar a casa, y me sentía ridícula sin decir nada. Me paré un momento en el escaparate de la librería: estábamos los dos en el espejo del fondo, él más atrás de mí, mucho más alto, y en ese momento se puso a hablar de unas revistas alemanas que había allí. Dijo el título con familiaridad como si yo tuviera también que conocerlo, y decidió com-prar algunos números para que leyéramos en clase Hablaba todavía en plural como si Alicia no se hubiera ido Entró en la librería y yo con él; ni siquiera pude hacer otra cosa porque se apartó para dejarme pasar delante.