Una tarde oyó la puerta del cuarto de Teo y luego, de pronto, se abrió la del suyo, y Emilio entró sigilosamente y cerró detrás de sí.
– ¿Qué haces, loco? ¿A qué vienes?-se sobresaltó Elvira, incorporándose sobre los codos, y echando las piernas abajo de la cama.
Emilio estaba muy agitado. Habló en voz baja sin avanzar.
– Elvira, porque no puedo más, porque necesito verte.
– Me ves todos los días.
– Pero así no me basta. ¿No lo comprendes? Siempre con los demás delante, sin poderte casi ni mirar para que no sospeche nadie. ¿Para quién fingimos, por favor, y para qué? Cada vez lo entiendo menos.
– Habías dicho que te bastaba eso.
– Había dicho. Pero esto no es un contrato. Resulta difícil, imposible, como lo habíamos dicho. Si por lo menos lo supiera Teo.
Había avanzado hacia la cama. Ella se levantó.
– Te he dicho mil veces que no soporto estas historias de los noviazgos familiares. ¿No me escribes y te contesto casi siempre? ¿Para qué más, ahora? Lo vas a echar todo a perder, lo van a notar todos. No haces más que inventar pretextos para hablarme a solas; me tienes todo el día nerviosa, intran-
quila. Habíamos dicho: esperar a que saques la oposición como si no pasara nada, ¿no habíamos dicho eso?
– Yo la oposición no la sacaré -dijo Emilio-. No la puedo sacar así. Necesito saber que me quieres, estar seguro; si no, ¿de dónde voy a sacar las fuerzas para estudiar? Estudio sólo por ti, ¿tú quieres que estudie, verdad?
– Claro que quiero.
– Mírame, lo dices como sin gana. No me quieres. Estás en la habitación de al lado, me oyes los pasos, como yo a ti, me ves un minuto a la hora de merendar, o a la de irme, un poco algún domingo y casi siempre ni siquiera eso, y estás tranquila, te basta. ¿O no estás tranquila?
– Claro que estoy tranquila. No volvamos con la historia de siempre. ¿Por qué no iba a estar tranquila? Sé que me quieres. Me basta. ¿Tú sabes lo que es pasarse a lo mejor tres años de novios formales, con la gente pendiente de si nos cogemos las manitas o nos las dejamos de coger? Anda, no; vete ahora, no me hagas pasar estos ratos tan malos.
– Elvira, eso de los tres años es porque tú quieres. Podemos arreglarlo de la otra manera que te dije. Casarnos en seguida, si lo prefieres, irnos a la finca de mis padres y preparar yo allí la oposición. Vivir solos en el campo todo ese tiempo, ¿no te gustaría?
Elvira se quedó con los ojos en un punto. Emilio había llegado a su lado y le tenía cogida la cara con las dos palmas, le retiraba el pelo hacia atrás.
– Sí -dijo-, sí; tal vez me gustaría. Ya veremos, vete ahora. El domingo hablaremos, anda…
Últimamente Elvira había exagerado la actitud distanciante, de rehuirle.
– No sé qué le pasa, está distraída, impaciente cuando la hablo. A veces me parece que no me quiere nada-le contó Emilio a Pablo, que era su único confidente.
Había ido una noche a verle a su pensión y dos tardes a esperarle al Instituto, siempre en momen-tos de total desaliento.
– No puedo dormir ni estudiar, ni nada. Si yo supiera seguro que no me quiere, la dejaría, pero es que con ella nunca se sabe. Dice que sí. Estoy lleno de dudas, quizá ella cree que me quiere pero nece-sitaría un hombre más seguro de sí mismo, más enérgico. Desde luego tiene mucho más temperamento que yo, nunca la entenderé del todo. ¿A ti qué te parece?
– Qué sé yo, no te puedo decir… ¿No os iba tan bien al principio?
– No, si no nos va mal. Pero la cosa nunca ha sido normal del todo. Ya el año pasado intentamos y lo tuvimos que dejar; cambia tanto de un día a otro.
– Pero lo de ahora es más serio. ¿No?
– Yo creo que si. Me gustaría saber lo que ella piensa cuando está sola.
– ¿Pero no te escribe?
– Sí, me escribe. Pero digo saber lo que le contaría de todo esto a un amigo, a ti por ejemplo, si la conocieras más, y le sonsacaras. Para mí sería maravilloso que tú pudieras hablar con ella, ¿por qué no lo procuras?
– Apenas la conozco, no tengo confianza…
– Con que volvieras un poco por la casa. Un día puedes volver conmigo si te da apuro solo.
– Si no es que me dé apuro…
– Es que tú podrías ayudarme mucho. Yo contigo hablo mejor que con nadie. Precisamente porque eres neutral, porque se sabe seguro que no vas a comentarlo con otras personas. Yo lo sabía, desde que te conocí, que te iba a buscar cuando te necesitara, tienes una inteligencia distinta a la de los demás.
Pablo hacía largos silencios. La noche que estuvieron en su pensión, Emilio, en un cierto momento, se tapó la cara entre las manos y se estuvo así hasta que el otro le preguntó que le pasaba.
– Es que me parece que te aburro con estas historias. Pero estoy tan indeciso.
– Que no, hombre, por Dios, si no me aburres, es que no sé qué decirte. Quizá sería mejor que no insistieras demasiado, que hicieras lo que ella te pide. Déjala, si se quiere sentir libre. Fíate de lo que te dice. No veo que haya tanto problema, el tiempo lo dirá todo. Tú déjala a su aire, que decida. Ya te vendrá a buscar.
Empezó Emilio a distanciar las cartas, que antes escribía a Elvira a diario. Los domingos, en vez de andar mendigando unos minutos de charla a solas con ella, no aparecía por la casa, y se iba con Pablo al cine. A Pablo le gustaba el cine Moderno, que se conservaba exactamente igual que él lo recordaba, con butacas de madera, y novios baratos comiendo cacahuetes. Le dijo a Emilio que allí había visto él con su padre películas de Heintz Ruthman y de Janet Gaynor.
– Y yo también, ya lo creo, tenemos los mismos recuerdos.
Descubrieron que eran exactamente de la misma edad, que habían nacido con unos pocos días de diferencia, y esto a Emilio le pareció un acontecimiento trascendental. Admiraba y quería a Pablo como a ningún amigo. Con él no se aburría en ningún sitio. Salían del cine de la sesión de las cuatro y se ponían a dar vueltas por los soportales de la Plaza Mayor, que a aquella hora estaba llena de soldados.
– A mí solo-decía Emilio-nunca se me hubiera ocurrido pasear en un domingo a estas horas por aquí.
– Yo vengo mucho. Está resguardado del frío y me gusta andar así, con la misma pereza que lleva esta gente, oír lo que van hablando, sin prisa.
– ¿Por qué no escribes? Tú eres un gran poeta.
– No me mates, yo qué voy a ser un poeta.
– Sí-decía Emilio con entusiasmo-. Tú no encuentras vulgar ninguna cosa. Todo lo conviertes en algo que tiene vida.
– Si no te gusta nos vamos, nos sentamos en un café.
– Como quieras.
Los soldados se apelotonaban a cortarle el paso a los grupos de niñas que salían de casa cogidas del brazo y volvían igual, sin separarse, por muy grandes que fueran las apreturas. Otros se quedaban en silencio delante de los escaparates con maniquís que parecían puestos a secar detrás del cartelito CERRADO, pegados al cristal, como si fueran a sorberse toda la tienda vacía.
En el café, Emilio le hacía a Pablo el resumen de la semana.
– Tenías razón. Hasta estudio más.
– ¿Estás animado? Me alegro. ¿Ves cómo no hay nada tan grave?
– Sí, hombre, es mucho mejor así, como tú dices. Además ahora, cuando la veo, está más cariñosa, se sienta a mi lado y me habla. No le importa que nos vean.
– ¿Cuántas cartas le has escrito?
– Dos.
– Pues para esta semana sólo una.
– Bueno. No sé si va a notar que es táctica.
– Que no, hombre. Tú no le habrás dicho que yo te doy estos consejos, ni nada…
– Nada. No le he hablado de ti. Pero tienes que venir un día.
Acordándose de Pablo, como de un maestro, las cartas que le salían demasiado largas y apasi-onadas las guardaba y las sustituía por una cuartilla breve, casi frívola. Luego, de noche, en casa, antes de romperlas, las releía con desesperación. A veces, cambiándolas un poco, las convertía, a máquina, en pócimas alambicados y retóricos que se complacía en perfilar. Así se acostaba más satisfecho de sí mismo, con la sensación de no haber desaprovechado sus sufrimientos. Esas veces se veía como un ser privilegiado, capaz de complicaciones y desdoblamientos que otros no podrían comprender. Las cartas se las dejaba a Elvira en el tiesto del recibimiento, y ya nunca se las daba, como al principio, por debajo de la mesa del comedor a la hora de la merienda, acariciándole, de paso, la mano, fugazmente.