– Ahora estudio mucho mejor contigo, no sé por qué -había notado Teo-. Adelantamos mucho más, ¿no lo notas?
– Sí, puede que sí.
La criada les avisaba cuando era la hora de merendar, dando unos golpecitos en la puerta: (Señoriíto Teo, que esta punto el café con leche).
– ¿Qué te parece si nos lo trajeran aquí?-llegó a decir Emilio algunas tardes-. Nos entretenemos menos.
– Sí, es verdad. Oye, como sigamos así, ven todos los días.
A la hora de la merienda, también solía haber otras personas en el comedor, gente que venia a acompañar a la madre, todavía con suspiros de pésame. Cuando salían ellos, Emilio se esforzaba por superar su propia circunstancia y, sobre todo si estaba Elvira, se mostraba ingenioso y divertido, siempre con el donaire en los labios.
– Es encantador este chico, Emilio, ¿verdad, Lucía?-le decían a la madre las señoras.
– Sí, muy simpático. Y, además, inteligente.
– ¿Y con Elvira, qué hay?
– Por Dios, nada, se conocen desde pequeños.
Ya no venían tantas visitas y se iban pronto. La madre tenía poca conversación, Teo estaba siempre estudiando y Elvira no salía casi nunca.
– Total para qué va una a venir-comentaba alguna señora que coincidía con otra y salían juntas-. Parece que les molesta. Lo hace una por bien y yo creo que ni lo agradecen. La chica, nada, ni aparecer. Que era lo natural, al fin y al cabo, acabando de terminarse el rosario por el padre, como aquel que dice. Aunque nada más fuera por el qué dirán.
Elvira, cuando salía a la visita, estaba silenciosa; recorría con insistencia los retratos pegados debajo de la repisa.
– ¿Y qué, Elvira, has vuelto a pintar?
– No.
– ¿Cómo que no?-intervenía la madre-. Está terminando el retrato del padre Rafael. Lo pinta de memoria.
– Vaya, de memoria, qué mérito.
– Bueno, mamá, pero de aquí a que lo acabe. No trabajo nada.
– Yo no he visto nada suyo desde hace mucho tiempo. ¿Tienes algo de lo último por ahí?
– No, es todo malo.
– Para ti es todo malo. Nunca está contenta de lo que hace. Enséñales el bodegón.
– Que no, mamá, está sin rematar.
– Pues lo de la Catedral.
La Catedral estaba amoratada contra unas nubes color guinda. El bodegón era un poco más realista.
– A mí el melón, lo que más me gusta es la sombra del melón.
– Ponlo allí, un poco más lejos.
– Claro, se ve que está sin terminar.
– De esta pintura de estilo moderno hay que haber Visto mucha para que guste-comentaba la madre, cuando la chica retiraba los cuadros-. Lo que tiene ella es que es completamente original. Se sale de lo de siempre.
– Si, desde luego, eso sí. -Lo lleva dentro lo de la pintura.
Una tarde llamaron a la puerta cuando estaban merendando. Elvira había querido llevar a Emilio a su cuarto para enseñarle un cuadro que había empezado, pero él dijo que se lo trajera allí, y lo tenían apoyado en el hueco del balcón.
– Le echas un color a los cielos, hija -dijo Emilio-, que parece el minio de la primera mano de las verjas.
Ella lo volvió contra la pared.
– Si es doña Felisa, la pasas aquí-le dijo la madre a la criada, que salía para abrir la puerta.
– Sea quien sea, nosotros saludar y marcharnos!¿eh? -le advirtió Teo a Emilio, sorbiéndose lo último de la taza.
No era doña Felisa. Se oyó un cuchicheo en la entrada y vino la chica con una tarjeta. Elvira la cogió y se quedó quieta, mirándola. Se sentó y la dejó en la mesa. Emilio se acercó por encima de su hombro y la leyó en alta voz.
– Pablo -dijo levantándose muy eufórico-. Hombre Pablo. Me lo había dicho que vendría un día. Pasa, Pablo.
Le abrazó en la puerta. Elvira estaba de espaldas y no se movió. Le vio avanzar para saludar a su madre, inclinarse hacia el sofá donde estaba sentada.
– Les he dicho a los chicos tantas veces que le trajeran a usted. Basta que el pobre Rafael le conociera. Pero por lo visto no está usted mucho en casa. Teo le ha telefoneado alguna vez.
– Sí, señora; salgo bastante. Me gusta pasear.
– A su padre también le gustaba, era muy andarín su padre. Pero siéntese. A Elvira ya la conoce, ¿no?
Pablo dio unos pasos hacia Elvira y le tendió la mano.
– Sí, tengo ese gusto.
Luego se volvió y se sentó en una butaca, al lado de la madre.
– Pues nosotros ahora no le podemos atender como quisiéramos en estas circunstancias tan dolorosas que atravesamos. Ya se hará cargo y nos disculpará…
– Naturalmente, señora, si era yo el que estaba en falta con ustedes.
– Si el pobre Rafael viviera…
Empezaron las viejas historias. Vino Teo a sentarse allí cerca. Emilio se había quedado de pie detrás de la butaca de Pablo. Solamente Elvira, sentada en la mesa desordenada de la merienda, no formaba parte del grupo.
– Ofrécele a Pablo una taza de café-le dijo Teo.
Pablo estaba hablando de sus clases en el Instituto, decía que estaba contento, pero que encontraba muy inhóspito el edificio.
– ¿Solo o con leche? (preguntó Elvira.)
Y en los ojos que levantó él para mirarla, se vio ridícula como en un espejo, con la cafetera en la mano. Muy pequeña burguesa haciendo los honores.
– Pues a nosotros nos pillas con la cabeza como un bombo, chico -dijo Emilio-. Ya te dije el otro día lo que es una oposición. Aquí me vengo muchas tardes a estudiar con Teo, que es del gremio también, y Dios nos perdone a todos, ¿verdad, Teo?
Elvira puso la taza de café en una mesita cercana a la butaca. Con su cucharilla y su servilleta. (Gracias:), le oyó decir, sin levantar los ojos. Lo que más irritación le producía era que fuera amigo de Emilio, sin que ella hubiese intervenido en este conocimiento. Se quedó de pie al lado de Emilio y se apoyó en su brazo para no sentirse desplazada. Él la miraba y ella le buscó la mano, trenzó los dedos con los suyos.
– Pues su papá creo que era un pintor excelente. Mi esposo lo consideraba mucho. ¿Murió hace mucho tiempo?
– En la guerra, en Barcelona, de un bombazo.
– Ay, qué espanto!¿Usted lo vio?
– No. Yo estaba en Alemania.
Hubo un silencio, nadie lo rompía.
– Elvira también pinta -dijo Teo-. ¿Por qué no le enseñas a Pablo algo de lo tuyo? Seguramente él entiende de pintura.
– Sí, me gusta bastante. Una vez hice crítica de arte.
– Pero qué manía tenéis con que enseñe mis simples tentativas. Cómo le va a interesar a nadie una cosa así.
– Puede interesarle a usted lo que le digan los demás -dijo Pablo, volviéndose a mirarla-. ¿O es que le molesta que le ponga defectos otro que no sea usted misma?
Ella trató de sonreír pero le salió un tono agresivo.
– Es que no me hace falta, conozco bastante mis limitaciones.
– No, y que éste te lo decía como no le gustara -dijo Emilio-. No le conoces a éste. Le dice la verdad al lucero del alba.
Elvira se fue a la mesa y se puso a recoger las tazas de la merienda. Nadie le volvió a insistir para que enseñara sus pinturas y se pusieron a hablar de otra cosa. De viajes. De los viajes que Pablo había hecho. Ella salió con la bandeja de las tazas y no volvió en toda la visita.