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Me fui adonde la máquina, a curiosear la avería. Volvió el muchacho pecoso con un hombre ves-tido de pana y traían un burro cargado de sandías; se pusieron a venderlas entre la gente que tenía sed. Fue un acontecimiento y todos compraron; pedían dinero los niños a sus padres y los que se habían que-dado en el tren encargaban a los de abajo que les comprasen. Me dio la impresión de que era como una gran familia de viajeros y que todos o casi todos se conocían. Yo también compré.sandía, que la vendían por rajas gordas, y cuando volví a subir al departamento me goteaba el zumo por la barbilla. La chica de rosa se había puesto a hablar con otra vestida de rayas con escote muy grande en el traje, y estaban con-trayendo una súbita y entusiasta amistad. La de rayas venía en primera, pero se sentó allí. (Me he tirado un viaje) decía. (Todos viejos. Si sé me vengo aquí contigo.) Era de Madrid y venía a pasar las fiestas a casa de un cuñado. La otra chica le explicaba con orgullo y suficiencia cómo eran las fiestas y le ofrecía presentarle a gente y llevarla con ella y sus amigas a los bailes de noche. Hablaban cada vez en tono más íntimo de cuchicheo y me empezó a entrar sueño. La chica de Madrid llevaba sandalias de tiras y las uñas de los pies pintadas de escarlata, la de rosa tenía medias. Con el topetazo de la máquina nueva que traje-ron de la ciudad, volvía a abrir los ojos. Cantaban los grillos furiosamente. El pastor había atravesado la vía y se alejaba lentamente con su rebaño disperso. Había cedido el calor de la tarde y las voces sonaban más animadas y despiertas, como liberadas. Las personas subían al tren en grupos, bromeando, y traían el rostro satisfecho. Se metían en sus departamentos igual que cuando se entra en el vestíbulo en los entre-actos del teatro. (Bueno, hombre, bueno. Parece que ahora va de veras.)

Cuando volvió a arrancar el tren cerré otra vez los ojos. Pensaba que entre el retraso y eso de las fiestas lo más seguro era que no estuviera nadie en la estación a esperarme. Casi me iba a dormir del todo, cuando oí decir a alguien en el pasillo que ya se veía la Catedral, y salí. Todavía algunas nubes oscuras de la puesta de sol, que había sido violenta y roja, estaban quietas tiznando el cielo como rasgones. Vi el per-fil de unas torres y los filos de muchos tejados coloreados, calientes todavía. Brillaban los cristales de los miradores y empezaban a encenderse bombillas poco destacadas en la tarde blanca. El río no lo vi. Luego el tren se metió entre dos terraplenes y pitó muy fuerte. Toda la gente estaba sacando los equipajes al pasillo.

Efectivamente, nadie había venido a esperarme. Me detuve un rato en el andén, mirando a todos lados entre las personas que se movían llamándose por sus nombres, pero a mí ninguna se dirigió. Apenas me había separado de las escalerillas por las que bajé del tren y la gente al salir me tropezaba. En dos gru-pos más allá, las chicas de mi departamento se habían reunido con sus respectivas familias y se saludaban entre las cabezas de los otros. (Adiós, mona, te llamaré:), dijo la de Madrid agitando el brazo mientras alguien la tenía abrazada. (¿Quién es esa chica?), le preguntó a la otra una señora que me estaba rozando. (Yo qué sé, mamá, de Madrid.) (Pues va hecha una exagerada).

– Aquí está usted estorbando el paso; haga el favor-me dijo un maletero.

Eché a andar, ya de los últimos, y dejé mi maleta en la consigna. La estación era un gran cobertizo antiguo y chocaba la luz de neón del puesto de periódicos. Estaban haciendo reformas. Para salir había que dar un rodeo entre sacos de cemento, pisando la tierra del campo. Afuera, en una plazuela con jar-dines, me quedé dudando sin saber lo que haría.

– ¿Quiere coche, señor? A domicilio.

Me hablaba un hombrecito muy feo con chaqueta de cuero. Me empujó a un pequeño autobús que tenía su entrada por la trasera y dos bancos a los lados de un pasillo muy estrecho Estaban totalmente ocupados y mi llegada produjo miradas de protesta. Me quedé de pie un poco encorvado para no darme con la cabeza en el techo.

– ¡Correrse para allá!-gritó el hombre, haciendo el ademán de empujar a la gente con las manos -. ¡Vamos completos!

– Aquí no hay sitio para mí-dije yo, tratando de baiarme.

– ¿Cómo que no hay sitio?-se enfadó el hombre.

Había subido al pasillo y estaba contando en voz alta los viajeros.

– Son trece, hay un sitio; tiene que caber este señor. Hágase para allá, señora, quiten ese bolso. A ver si nos vamos.

Por fin me pude sentar de medio lado, sin hundirme mucho, teniendo en las rodillas mi pequeño maletín. El hombre se había bajado. pero antes de cerrar la portezuela volvió a meter la cabeza. Yo ocupaba el último asiento, junto a la entrada.

– Oiga, se me olvidaba, ¿usted, adónde va?

– ¿YO…?-vacilé un momento-. Pues, al Instituto.

Adelantó un poco más el cuerpo y en la penumbra vi su gesto de incomprension.

– ¿Adónde dice?

– He dicho al Instituto. Instituto de Enseñanza Media -pronuncié con toda claridad.

– Y eso, ¿por dónde cae?

– Si, hombre, cerca del Rollo-intervino alguien-. Al final de la cuesta de la cárcel.

Algunos viajeros empezaban a estar impacientes.

– Venga ya, hombre, ¿nos vamos o no?-protestó otro.

– Bueno, llevaremos primero a los del centro. Cuidado, que cierro ¡Tira, Manolo!

El motor sonaba ya muy fuerte y el coche se estremecía sin moverse. Volvió a sonar con dos o tres intervalos y por fin arrancó. A una señora que iba a mi lado le di con una esquina del maletín contra las rodillas.

– Dispense.

Me miró con un resoplido. Era gorda; la falda estrecha llena de arrugas tirantes de muslo a muslo. Se había sacado los zapatos por el talón. Miré a la portezuela. El hombre de la chaqueta de cuero se había quedado de pie sobre el estribo y viajaba allí, de espaldas a las calles que íbamos atravesando, como un timonel, sujeto a la ventanilla abierta. En el espacio que su cuerpo no tapaba, por los lados de esta venta-nilla trasera, se recogía la luz de la calle, se veían desaparecer puertas, paredes, letreros, algunos transeúntes.