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Todo en aquel edificio me recordaba un refugio de guerra, un cuartel improvisado. Hasta las alumnas me parecían soldados, casi siempre de dos en dos por los pasillos, mirando, a través del ventanal, cómo jugaban al fútbol los curitas, riéndose con una risa cazurra, comiendo perpetuos bocadillos grasientos. Tardé en diferenciar a algunas que me fueron un poco más cercanas, entre aquella masa de rostros atónitos, labrantíos, las manos en los bolsillos del abrigo, calcetines de sport. En los días de sol, por huir de las aulas tan inhóspitas, las llevé alguna vez a pasear por la trasera del edificio. Nos sentá-bamos en el terraplén de las vías, y les iba explicando los nombres de las cosas, les hablaba de geografía y viajes. Cuando pasaba el tren nos callábamos porque con el ruido no se entendía nada, y luego me costaba trabajo reanudar la charla, porque siempre se reían y les bailaba la risa un rato, recién desaparecido el tren, mirando el sitio por donde se había borrado hacia aquel paisaje seco y pardo del fondo, pegado al horizonte. Se reían siempre, y a las preguntas más sencillas le buscaban doble intención. Era difícil la cordialidad con ellas. No se acababan de acostumbrar a la confianza que yo les brindaba. Dijeron que mi método de ir de paseo para dar la clase no le había seguido nunca nadie en el Instituto.

– ¿Creen ustedes que no es buen método?

Se encogieron de hombros, y otra vez la media risa. No me miraba ninguna.

– ¿Saben más alemán o menos que antes de empezar conmigo?

Cogí por el brazo a la que estaba más cerca.

– ¿Eh? ¿Les gusta o no les gusta esto del paseo? Lo podemos dejar.

– No. Lo que usted diga -dijo con los ojos para abajo.

Y las otras no podían aguantar la risa.

Un día fuimos más lejos, hasta el río. Eran las de séptimo, que después de mi clase no tenían ninguna y así no existía la urgencia de volver. De las quince alumnas matriculadas solamente venían tres, las tres únicas que sabían un poco. Una de ellas, que se llamaba Alicia, me estuvo contando que las otras las llamaban pelotilleras por no faltar nunca a mis paseos.

– Dicen que queremos aprobar.

– ¿Aprobar? Pero si ya he dicho el primer día que voy a aprobar a todas.

– No se lo creen.

– ¿Ustedes tampoco?

– Nosotras, sí.

Otra de las que venía, Natalia Ruiz Guilarte, era, según me contó don Salvador Mata, una de las pocas chicas de buena familia que estudiaban en el Instituto, hija de un negociante adinerado: una lum-brera para los estudios, la matrícula de honor oficial. Esto de que estudiaba mucho ya me lo había contado también una amiga suya que conocí en una reunión de las de Yoni. Por lo visto, las chicas de familias conocidas lo corriente, cuando hacían el bachillerato, era que lo hicieran en colegios de monjas, donde enseñaban más religión y buenas maneras, y no había tanta mezcla.

– ¿Pero mezcla de qué?-le pregunté a don Salvador.

– Mezcla de chicas humildes. La matrícula del Instituto es más barata que en un colegio y vienen muchas chicas de pueblos, ya lo habrá notado usted. No es de buen tono estudiar aquí.

Me dijo que Elvira Domínguez también había sido alumna del Instituto, y que las otras compa-ñeras la tenían manía porque decían que estaba enchufada.

Con aquella Natalia Ruiz Guilarte había hablado un día, al principio de curso, una vez que la acompañé hasta su casa, y algo me había contado de que quería estudiar carrera v no la dejaba su padre. Esta tarde que llegamos de paseo hasta el río volví a hablar con ella.

Era una tarde muy fría y en todo el tiempo no dejamos de andar; las hice reír porque las obligaba a llevar un paso gimnástico, para que entraran en calor, y noté que no tenían la cortedad de otras veces, cuando eran más alumnas, que se agrupaban unas contra otras como gallinas y no sabían si ir delante, o detrás, o conmigo. Hoy formábamos un pequeño pelotón amistoso. El río se había helado por algunos sitios; había unos muchachines que trataban de atravesarlo patinando, y se reían de nervios y de gozo, porque casi ya a la mitad de camino les daba miedo y se querían volver. Frío, invierno, hielo, catedral. Íbamos haciendo frases en alemán con estas palabras. Niños, río, carretera, puente. Marcábamos el paso con las frases. Pasamos por el sitio donde había estado sentado con Elvira; y también vi el canalillo que había atravesado con Rosa, una tarde que fuimos en barca. Me hacía gracia tener ya recuerdos de escenas de la ciudad, y que me tapasen la otra imagen que traía a la llegada, hecha en mis años de infancia. Las barcas esta tarde, estaban presas en la orilla entre terrones de hielo.

Al regreso, aunque yo había dado por terminada la clase, no nos separamos, como otras veces. Se había hecho algo tarde. En un cierto momento, Alicia y la otra chica se adelantaron un poco cogidas del brazo y Natalia se quedó a mi lado.

– ¿Qué hay de lo de su padre?-le pregunté-. ¿Ya le deja que estudie carrera?

– No hemos hablado -dijo-. Hay tiempo.

– No tanto tiempo.

– Si además a lo mejor me deja, nunca ha dicho que no me vaya a dejar; es que me parece a mí. No lo sé.

– Tiene que saberlo, mujer.

Se callaba.

– Usted siempre saca buenas notas, me lo han dicho los otros profesores, y le gusta mucho estudiar, ¿no?

– Sí, me gusta bastante.

– Pero no lo diga como con pena, mujer.

– Si no lo digo con pena.

– Si quiere hacer carrera, la tiene que hacer, convénzase de eso.

Las otras chicas habían apretado un poco el paso. Ella levantó la cara que llevaba inclinada y las llamó.

– Esperaros, oye, no vayáis tan de prisa.

Dijo Alicia que se iban por la primera bocacalle, que se había hecho tarde.

– Si te vienes tú, avisa.

Ya estaban encendidas las luces de las ventanas, y el cielo oscuro. Pasaba la gente muy de prisa; mujeres con mantones, abrigándose.

– Venga, no nos hagas estar paradas aquí.

– Adiós, iros si queréis. Yo no voy tan corriendo.

Se fueron por la bocacalle. Ella y yo empezamos a subir juntos la cuesta que llevaba a la Catedral. Venía un aire fino y agudo que quemaba las orejas. Íbamos callados, las manos en los bolsillos, ella encima de la acera; yo, abajo, remoloneando.

Estaba oscuro aquel barrio y mal empedrado. Antes de llegar a la Catedral se pasaba por tres placitas desiguales que parecían huecos dejados por casualidad. Una tenía una fuente, otra un gran farol. En la tercera, la más pequeña de todas, apenas un espacio triangular delante del esquinazo de dos casas, había una frutería iluminada en el bajo de una de las fachadas. Del techo colgaban regaderas, fardeles, hueveras y cosas confusas, y estaba la dueña asomada a la calle, en alto, sobre unos escalones, con un gato, debajo de una bombilla. No hacía nada, sólo mirar afuera, ni se movía. Al fondo había una cortinilla para separar la tienda de la casa. Todo tenía un aire muy guiñolesco. Natalia y yo lo miramos sin decir nada. Pasamos también al lado de la fachada de la Catedral, por una callecita que es como un pasillo, y ella miró para arriba pegada a la pared y respiró muy fuerte. Dijo que le daba vértigo verse las piedras tan cerca y miedo de que se le cayeran encima, y la aplastaran.

– ¿Entonces por qué mira?

– Porque me gusta. Sobre todo así casi de noche, tan misterioso.

Se rió. Era chiquita, con el pelo negro muy liso y un cuerpo infantil. Me dieron ganas de cogerla del brazo, para sentir el calor de su compañía, pero no me atreví.

– Hoy parece que tiene menos prisa que el otro día-le dije-. ¿Me acompaña a tomar un café?

– Bueno-decidió, después de quedarse pensando un poco.

– Estupendo, vamos por aquí.

Habíamos llegado a la calle Antigua. Yo daba los pasos más largos y de vez en cuando notaba que la hacía dar a ella un trotecillo ligero para no quedarse atrás. La llevé al café donde yo solía estudiar por las tardes, vacío a aquella hora. Hacía calor dentro, y al entrar se quitó la bufanda.