– Qué gusto -dijo al sentarse, frotándose las manos.
Y lo miraba todo con ojos brillantes.
No sabía si quería café o no. No sabía lo que quería, debía tener muy poca costumbre de ir a un café. Miraba al camarero, que acudió en seguida, arrastrando los pies, y me miraba a mí, vacilante.
– Tome una copa de algo-le sugerí yo-. ¿O qué quiere?
– Bueno, una copa.
– ¿De vino?
– Bueno, de vino.
Con la copa de vino en la mano se sonrió, mirando el cristal empañado que daba a la calle.
– ¿De qué se ríe?
– De que estoy pensando si viniera mi padre.
– ¿Viene aquí?
– A todos los cafés va.
– Ojalá viniera ahora, para que me lo presentara usted.
– ¿Para qué?
– Para que yo le hablara de eso de sus estudios. A ver si me explicaba él los inconvenientes que tiene para dejarla hacer carrera. Porque con usted no me entero.
Pareció asustarse.
– Huy, no, por Dios, si viene no le diga nada.
– Pero, qué es lo que pasa con su padre, ¿le tiene usted miedo? Las cosas hay que hablarlas.
– Sí, lo que es como viniera y nos viera aquí, y encima le sacara usted esa conversación…
– ¿Encima de qué?
– Encima de verme en el café con una persona que él no conoce. Menuda se forma en casa con mis hermanas las mayores, por si van con gente conocida o no conocida. A mí ya me aburren.
– Pero siendo así tan bruto, y perdone, ¿cómo es que la deja a usted ir al Instituto? Me han dicho que los padres como el suyo suelen mandar a las hijas a colegios donde hay más selección, aunque se aprenda menos.
– Es que papá antes no era así, cuando yo empecé a estudiar. Antes, eso de la gente fina no le importaba nada, se reía.
Empezaba a tener menos timidez para hablar, y me atreví a seguir haciéndole preguntas. Me gustaba oírla explicarse, las mejillas coloradas, los ojos en el techo, notar el gozo que iba experimentando en hacerme ver claras las cosas de su casa. Como si dijera bien una lección. Se puso a contarme viejas historias. Su padre se había hecho rico en pocos años con las minas de wolfran. Antes tenía trabajo en una finca y las hermanas mayores se educaban con una tía; ella vivía con el padre en la finca y estudiaba por libre en el Instituto. Cazaba y montaba en bicicleta. Su padre y ella se entendían bien entonces, cuando estaban en el campo, hasta que empezaron a tener dinero y se vinieron todos juntos a vivir. Desde entonces, la tía era la que mandaba en todos y se había empeñado en civilizarla a ella y en refinar a su padre, que ahora era un señor muy engreído por ser rico. Me habló de sus hermanas mayores, de una de ellas, que tenía novio en Madrid, y en la casa no les gustaba. Me los figuraba a todos a las horas de la cena, las pequeñas discusiones, alguna lámpara roja y las contraventanas bien cerradas, el silencio, los pasos en la calle. Y a ella entre aquellas paredes.
– Ahora -dijo-, antes de lo de mi carrera, lo primero que le tengo que pedir a mi padre es que deje ir a mi hermana a Madrid a estar un poco de tiempo. Eso importa más que lo mío.
– Pero ella es mayor, ¿no? ¿Por qué no se lo pide ella misma?
– Con ellas no se entiende. Mi padre es a mí a la que quiere más todavía. A mí me quiere mucho.
Lo dijo con orgullo, como agarrándose, a pesar de todo, a aquel afecto, o queriendo disculpar a su padre ante mi. No lo entendía bien, pero ya no quise seguir haciéndole más preguntas. Sin embargo le advertí que ella se preocupara de sí misma, que era la más joven de la casa y seguramente la que impor-taba más que no se dejara aniquilar por el ambiente de la familia, por sentirse demasiado atada y obligada por el afecto a unos y a otros. Que la sumisión a la familia perjudica muchas veces. Limita. Me escuchaba con los ojos muy abiertos.
– Cuánto hemos hablado -dijo luego, levantándose-. Y todo el rato de mí. Me voy, es muy tarde. Me van a reñir.
– No deje que la riñan-le dije, ya en la calle, con mucha convicción-. No deje que la riñan de ninguna manera. No es tarde; hemos estado hablando de cosas que le interesan, ¿no le parece?
– Sí, pero eso no se lo puedo explicar en casa. Además me da igual que me riñan.
– Si me dice que van a reñirla, subo con usted.
Lo dije muy serio y se asustó.
– No, no. Les parecería muy raro. Adiós.
La vi desaparecer en el portal de su casa, pero antes se volvió a mirarme.
– Gracias, ¿eh? -dijo-. Gracias por todo.
Me fui a buen paso hacia la pensión por las calles vacías, y mirando las ventanas de los edificios me imaginaba la vida estancada y caliente que se cocía en los interiores.
DIECISÉIS
Que estudie en el salón. Que por qué esa manía de estudiar en mi cuarto con lo frío que está, que ellas no me molestan para nada. Por no discutir con la tía no le he dicho que no claramente, y he pensado que ya iré escampando como pueda. En el salón no es que se esté mal. Por las mañanas, vaya. Me han puesto una camilla pequeña al otro lado del biombo, y como el biombo es grande, me puedo aislar bastante bien. Lo malo es por la tarde, cuando vienen visitas, esas horas desde que salgo del Instituto hasta que cenamos, que son tan gustosas para escribir el diario y copiar apuntes. A lo primero creía que ni me verían las personas que entrasen por lo larga que es la habitación, pero en seguida lo noto, que están mirando para la luz de mi lámpara, como si quisieran curiosear lo que hay al otro lado de la ventana desconocida. Les oigo el mosconeo de lo que hablan, y no me importaría nada, si estuviese segura de que no estaban hablando de mí, pero me entra la impaciencia de estar siendo vigilada y entonces me distraigo y me pongo a atender a lo que dicen; y resulta que sí, que casi siempre están hablando de mí, más tarde o más temprano. Cuando no acaban por llamarme, salgo yo porque no aguanto más y prefiero que me vean y se quedan tranquilas de una vez. Dice tía Concha que no ponga esa cara de mártir cuando me están hablando y preguntando cosas, que no ve ella que me vaya a pasar nada por alternar un poco con la gente.
– Tú serás un pozo de ciencia, no lo dudo-me ha dicho-, pero a los dieciséis años y un buen pico, resulta que no sabes ni saludar, y, vamos, digo yo que tampoco es camino.
Ahora están empeñadas en que van a traer a una tal Petrita López para que seamos amigas. Se le ocurrió la idea a una señora que vino el otro día y me quiso conocer, de esas señoras que al besar dejan un roce de bigote y salivilla, y luego de los besos se apartan y dicen: (Va a ser muy guapa, muy guapa). Dijo que ella tenía una sobrina en mis mismas condiciones, pero como me llamaron cuando ya se estaban despidiendo y continuaban seguramente una conversación de antes, no pude enterarme de las circuns-tancias que quería decir. Estaba de pie, pero tardó todavía un rato en irse.
– Estoy segura de que podréis ser muy buenas amigas. A ella le hace tanta falta como pueda hacerte a ti. ¿Te gustaría que fuerais amigas?
Me daba risa la pregunta, porque sin haber visto ni siquiera una foto de la chica, era rarísimo que pudiera tener curiosidad por conocerla. Dije que con los estudios estaba todo el día ocupada y tenia poco tiempo, pero creo que ni se enteraron de lo que yo decía. Discutían por su cuenta y una vez la señora con un gesto compasivo me pasó una mano por el pelo, distraída, para acompañar a las razones que daba. Mercedes puso el pero de que ella conocía a Petrita y que Petrita era mucho más mujer. Parecía que arreglaban un negocio.
– Apariencia, pura apariencia -dijo la señora-. Pero en la manera de ser y reaccionar, el vivo retrato de ésta, os lo digo. ¡Y de retraída y tímida, igual!, todo igual.
Estos adjetivos, aunque yo los oí perfectamente, los decía volviendo la cabeza hacia la tía y Mercedes, en voz más baja, medio oculta por una risa de disimulo. Yo aproveché para despedirme y decir que tenía mucho que estudiar.