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Me ha parecido que se reía un poco.

– ¿Por qué dice eso? ¿Qué le ha pasado?

No puedo sufrir que se ría. Había hecho un experimento de valor con esto de hablarle y ahora el valor se me venía al suelo, no sabía por dónde seguir.

– Por nada, lo que hablamos de mi familia-dije con vacilaciones-. Que tenía usted razón. La familia le come a uno, yo no sé. Hoy sin falta voy a hablar con mi padre.

– Estupendo, me parece bien, mujer. A ver si le sirve de algo.

Se despidió. Me parece que tenía prisa. Me metí en el water y estuve llorando. Cuando salí, ya se habían ido las amigas. Me bajé la cuesta sola, despacio, mojándome toda la cara. Bajaba una riada enorme con el chaparrón y me gustaba.

Papá no había venido todavía cuando llegué a casa. Vino justo a la hora de sentarse a cenar. Yo ni cenar podía, ni había podido leer ni hacer nada en todo el rato, esperándole. Tenía un nudo en la garganta mirando a papá que se comía en silencio las patatas. Luego se puso a hablar de un señor que va al Casino y decía que no sabe jugar al mus, que le toman el pelo todos en la partida. Tenía un humor neutro, no nos miraba a ninguna para hablar. Me lo sentía más lejos que nunca y me parecía imposible poder hablarle, pero estaba segura de que me iba a atrever. En la sobremesa hizo un solitario y yo estaba enfrente, callada. Luego cogió el periódico y dio las buenas noches. Esperé un poco, hasta calcular que se hubiera desnudado y metido en la cama: dos discos de flamenco y media guía comercial. Entonces me despedí como todos los días. Salía al pasillo, del cuarto de papá, la raya de luz de su lámpara verde. Llamé con los nudillos.

– ¿Quién es? Pasa.

Cuánto tiempo hace que no entraba en el cuarto de papá a estas horas. Se ha creído que iba a rascarle la espalda, como cuando vivíamos en Valdespino, y sin dejar el periódico se ha vuelto de medio lado y se ha levantado un poco el pijama por detrás.

– Vaya, chiquita; vuelven los tiempos felices.

Qué difícil era: era dificilísimo. Me arrodillé en la alfombra y allí, sin verle la cara, rascando arriba y abajo, arriba y abajo, he arrancado a hablar no sé cómo y le he dicho todo de un tirón. Que nos volvemos mayores y él no lo quiere ver, que la tía Concha nos quiere convertir en unas estúpidas, que sólo nos educa para tener un novio rico, y que seamos lo más retrasadas posible en todo, que no sepamos nada ni nos alegremos con nada, encerradas como el buen paño que se vende en el arca y esas cosas que dice ella a cada momento. Saqué lo del novio de Julia, me puse a defenderle y a decir que era un chico extraordinario. Yo no le conozco, pero eso papá no lo sabe, me estaba figurando que era yo la que quería casarme, y de pronto me di cuenta de que no pensaba en Miguel, que veía la cara del profesor de alemán.

– Papá-le he dicho-, tú antes no eras así, te vuelves como la tía, te tenemos miedo y nos estás lejos, como la tía.

Papá estaba muy perplejo. Se ha vuelto a mí, que me había quedado callada sentada en la alfombra, y me ha mirado, sin saber qué decir.

– ¿A qué viene esto? ¿Por qué me dices todo esto de golpe, precisamente tú?

Estaba muy dolido, pero no comprende que yo lo que quiero es ayudarle a ser más sincero, a darse cuenta de lo que tiene alrededor. No he conseguido que nos entendamos, he visto que es imposible y también toda su cobardía.

– Pídeme lo que quieras-me ha dicho-. Pero no me vuelvas a hablar así. Te lo doy todo, os lo doy siempre todo, los jóvenes son crueles. Dime lo que queréis de mí, y si puedo te lo daré.

Yo me he echado a llorar, no sabía en ese momento lo que tenía que pedirle. Sólo quería que al-guien me consolara y me entendiera. Le he hablado de Gertru, de Mercedes, de Petrita, de cosas que me aprietan el corazón, pero he sido incoherente. Le he dicho que si tengo que ser una mujer resignada y razonable, prefiero no vivir.

– Antes, de pequeña, papá, cuando cazábamos en Valdespino, ¿te acuerdas?, a ti te gustaba que fuera salvaje, que no respetara ninguna cosa. Te gustaba que protestara, decías que te recordaba a mamá.

Me ha mirado por encima de las gafas.

– Las cosas cambian, hija. Ahora vivimos de otra manera. Mejor, en cierto modo. No puedes ser siempre como eras a los diez años.

Me ha hablado de dinero, de seguridad y de derechos. A mí las lágrimas se me han ido secando, pero cada vez estaba más triste. Él, como no he vuelto a hablar, se ha creído que me estaba convenciendo de algo, pero yo ni le oía. Hablaba cada vez en un tono más seguro y satisfecho, más hueco, y hacía frases, seguramente escuchándose, como quien gana un pleito.

– Adiós, papá, tengo sueño-le he dicho en una pausa que ha habido.

Le he remetido el pijama, le he dado un beso en la frente.

– Perdona que te haya molestado.

É1 me ha abrazado fuerte.

– Estás nerviosa, hijita, de tanto estudiar, yo lo comprendo. Otro día seguiremos hablando, si quieres. Y pídeme lo que necesites. Aquí está papá para todo. Pero también tía Concha es buena. Has sido injusta con ella. Hay que quererla también a la tía.

De lo de mi carrera no le he dicho nada.

Me he dormido muy tarde, haciendo diario.

DIECISIETE

Desde que había venido la madre de Ángel, Gertru a él casi no le veía. Siempre estaba de compras y al cine y comiendo con la suegra. Era una señora opulenta, con el pelo teñido de rojizo y muchas joyas. Algunas veces iban los tres, y entre los tres habían decidido que la boda se hiciera pronto, porque si no la madre de Ángel, que se iba a Argentina, por medio año a estar con unos parientes, no podría asistir.

– Y dejarlo para más allá, no quiere él-explicaban los padres de Gertru a sus amistades-. Dice que para qué van a esperar. Realmente un chico como Ángel, con la posición asegurada, y que ya no es un niño.

– Pero Gertru podía esperar, tan jovencita…

– Sí, ya ve usted, pues él no quiere ni oír hablar de eso.

Gertru tenia varios hermanos solteros y una casada, Josefina, que había estado bastante sin venir a verles porque se casó a disgusto de la familia, y todavía no venía mucho. Un día de aquéllos, Gertru la fue a ver. Vivía cerca del río en una casita modesta. Estaba haciendo un jersey para el niño, y llevaba el pelo liso, recogido de cualquier manera, y las uñas sin arreglar. Acababa de volver de un pueblo de la sierra donde vivían los padres de su marido; tenía mucho desorden en la casa, y el niño estaba con la tosferina. Todas estas cosas se las contó a Gertru con un tono de voz opaco y uniforme, sin dejar de mirar la manga del jersey, que crecía imperceptiblemente en las agujas. Gertru se había sentado enfrente de ella y la miraba. También le dijo que no se encontraba bien porque esperaba el segundo niño para abril.

– De este embarazo no le digas nada a mamá todavía, ¿sabes?, para qué se va a andar preocupando.

La noticia de que Gertru se casaba la recibió sin mostrar alegría ni extrañeza. Solamente levantó la cara y dijo:

– Mujer, tiempo tenias. Claro que ya pareces mayor, has cambiado mucho.

Gertru llevaba tacones y tenía las piernas cruzadas. Josefina le miró las caderas, el vientre liso bajo el suéter ceñido. Cuando ella era soltera, las señoras de Fuenterrabía le decían a mamá, los veranos: (Tu chica, qué estilo. No es que sea guapa, pero tiene un estilo). Nadaba, dormía siesta, comía de todo. No costaba trabajo, entonces, estar en forma. Ella este verano había seguido el consejo de otras amigas casadas y se había cuidado un poco más, había ido alguna vez a la peluquería, se había quitado los pelos de las piernas, pero eran cosas que llevaban tiempo y se hacían a desgana, sin ilusión, el niño mamando todavía cada tres horas. Suspiró.

– Pues me alegro de que te cases, Gertru, mujer. ¿Y cuándo dices que es la pedida?

– El lunes, en casa, para celebrar también mi cumpleaños. No dejes de venir. Y que venga también Oscar. Lidia quiere que haya mucha gente, hasta cien, lo paga todo ella. Va a servir la merienda el Castilla con camareros de allí y todo.