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– ¿Lydia se llama tu suegra?

– Sí.

– Qué nombre tan bonito. Creo que es muy joven.

– Mucho. Se casó a la edad que tengo yo ahora, y tuvo sólo este hijo. Además se cuida mucho.

– Debe tener dinero, ¿verdad?

– Huy, mucho. Dinerales. Yo no sé la de regalos que me ha hecho ya, me quiere muchísimo, dice que como si fuera su hija. Todo el día estoy con ella. Después de la pedida me lleva con ella a Madrid para recoger lo grueso del equipo. Todo en Zaid.

– Qué suerte. Pues se lo diré a Oscar. Me tendría que hacer un vestido pero no me va a dar tiempo.

– Yo te puedo dejar uno.

– No, mujer, tú estás mucho más delgada, ya me arreglaré.

Se quedó pensativa, mientras contaba los puntos que le faltaban para empezar a menguar. Se había equivocado. Lo deshizo y siguió más despacio. A cada vuelta y antes de empezar la siguiente, levantaba los ojos con un gesto de descanso y miraba a la ventana. Gertru se despidió. Después de irse ella, se des-pertó el niño, llorando. Josefina dejó la labor, pero no era capaz de levantarse para ir a ver qué le pasaba.

Llevaría el traje marrón, pero arreglándolo un poco le haría un escote redondo, no iba a ir hecha una birria a una merienda de tanta gente. A ver si quería venir Oscar, a lo mejor no quería, estos últimos tiempos estaba tan agrio. Decía siempre: (Me aburres), y daba portazos. Ya nunca traía amigos a tomar café como a lo primero.

Gertru lo comentó con su suegra:

– Me he retrasado por estar un poco más en casa de mi hermana. Me he puesto triste de verla. Me parece que no es muy feliz.

– Nadie es feliz del todo en este mundo, hija. Cada uno lleva su cruz.

Lydia se esponjaba enormemente cuando podía colocar una frase así, nacida de años de experiencia.

– La he visto desmejorada -dijo Gertru-. Debe haber sufrido mucho con lo que le hicieron en casa. A lo mejor ahora tiene envidia de mí. Ha estado rara conmigo.

Se sintió la mano de Lydia sobre el hombro.

– No pienses eso, mujer.

– Si va a la pedida, procure estar simpática con ella, hablarla bastante, ¿quiere? Yo se la presento.

Gertru lazó los ojos casi con lágrimas a la cara adobada de masajes y esperó la respuesta. Vio un guiño de ternura en los ojos de muñeca pompadur.

– Claro que sí, hija. Le haremos un regalo, si quieres; un buen regalo. Eres tan buena. Pero no me sigas llamando de usted.

Estaban en el hall del Gran Hotel, en la rinconada del bar, esperando a Ángel, que había subido al estudio de Yoni con los amigos. Se habían sentado en los taburetes de plástico rojo. A Gertru le hacía ilusión estar en aquellos taburetes empinados, sorbiendo un jugo de tomate. Lydia era muy moderna y tenía muy buen gusto para vestirse. También a ella la guiaba y le decía siempre lo que tenía que poner a cada hora. Por ejemplo, ya nunca había vuelto a llevar colores mal combinados, ni rebecas debajo del abrigo.

– Por Dios, las rebecas-había dicho Lydia-, qué amor le tenéis las chicas de provincia a las rebecas. Estropeáis los conjuntos más bonitos por plantarles una rebeca encima. Encima de la blusa de seda natural, nada, mujer. ¿Tanto frío tienes?

Y duchas frías, gimnasia, una crema ligera al acostarse. Gertru seguía todos sus consejos de belleza porque la oía decir que las mujeres, desde muy jóvenes, tienen que prepararse para no envejecer. A Lydia le gustaba sentir a Gertru pendiente de sus palabras, como de los mandamientos de la Ley de Dios, y algunas veces que se sentía generosa ponderaba sin docilidad, como hace un maestro para estimular al discípulo.

– Ya eres otra distinta que cuando yo vine. ¿No te lo dicen las amigas?

– No.

– Pues a Ángel se lo han dicho todos.

– ¿Qué le han dicho? ¿Quiénes? No me cuenta nada.

– No querrá que te pongas tonta, y por eso no te lo dice. Le dicen que estás guapísima ahora, me lo han contado a mí.

– ¿SUS amigos?

– Sí, Yoni y su hermana, sobre todo. Todo ese grupo.

Gertru miró el reloj. Era tarde y Ángel no bajaba. Le preguntó a Lydia que si le gustaba a ella Teresa, la hermana de Yoni y sus amigas. Lydia era muy moderna pero católica cien por cien. Lo que más admiraba en Gertru era su inocencia.

– No son chicas para ti, desde luego-decidió.

– Pues Ángel les tiene mucha simpatía, le gusta que yo vaya con ellas. A mí tampoco me gustan.

– Es que Ángel tiene una cabeza de chorlito. Pero ya ves que sabe distinguir. Para casarse, bien te ha escogido a ti. A ver si ahora, cuando os casáis, le hacemos sentar la cabeza.

Hablaba muchas veces en plural, como si fueran las dos las que iban a casarse.

Ángel vino un poco bebido, las abrazó por el cogote, abarcándolas a las dos en el mismo brazo; dijo que era feliz con su madre y con su novia y pidió un san Patricio. Se puso a canturrear una copla flamenca que decía algo de la madre y de la novia y de la Virgen de San Gil. Gertru se puso triste, no se atrevía a decirle que no bebiera más. Se volvió a acordar de su hermana. Siempre que se ponía triste por una cosa, se le empezaban a venir a la cabeza todas las demás que podían aumentarle la tristeza. Ángel estaba besuqueando a su madre y, mientras tanto, iba bajando la mano izquierda con la que la tenía a ella cogida por la cintura, hasta acariciarle las caderas. Lydia se reía de los abrazos, le llamaba ganso.

Luego, ya bastante tarde, ángel acompañó a Gertru a su casa, y Lydia se quedó. En el portal de casa la estuvo besando y besando y metiéndole achuchones a lo bruto pero no hablaron nada, aunque ella se desprendía a cada momento.

– Ángel, vamos a hablar. No hablo nunca contigo.

– Pero de qué vamos a hablar, tonta.

– Quita, anda, has bebido.

– Claro, por alegría, por celebrar todo lo contento que estoy de casarme pronto contigo. Si no bebo estos días, para cuándo lo voy a dejar.

– Quita, que quites.

Llegó el día de la pedida y casi no había hablado ni media hora con él. Todos los diseños de muebles y las compras que había que hacer habían sido decretados por Lydia. Iban a tener dos aparta-mentos, uno aquí y otro en Madrid. Luego Lydia les arreglaría a su gusto una casita en la finca de An-

dalucía. Gertru estaba aturdida aquellos días con el ajetreo de modistas, clases de gimnasia, comidas fuera con la suegra, electricistas y carpinteros en su nuevo piso, invitaciones para el cóctel de petición. Ponía así, COCTEL DE PETICION, en unos tarjetones color garbanzo alargados, con las iniciales de los apellidos enlazados. Ella puso las señas en los sobres de acuerdo con lo que fueron diciendo sus padres y Ángel, de un modo maquinal. Solamente de uno de ellos, antes de cerrarlo, sacó la tarjeta y escribió en una esquina. (Tali, no quiero que faltes tú. No faltes, por favor. G.:).

Natalia y sus hermanas recibieron la invitación al día siguiente. Natalia dijo que no quería ir.

– Le ponéis un pretexto vosotras, le decís que me he puesto mala.

– Pero Tali, por Dios, ¿cómo se lo va a creer? Ya ves lo que te insiste, no le puedes hacer ese feo.

– Me aburriré, no sabré dónde ponerme; no conozco a nadie.

– La conoces a ella, tan amigas como habéis sido.

– Pues por eso, porque ya no lo somos. Seguro que no me hará ni caso. Me insiste por cumplido.

– Que no, mujer, si nos está preguntando por ti todo el día.

Por fin la convencieron. Tali se puso un vestido de lunares que se había hecho para las fiestas y lo tenía sin estrenar.

– Mejor ocasión-decía la tía Concha mirándola antes de que salieran-. ¿Ves, mujer, ves cómo cuando te arreglas un poco pareces otra? Anda, dame un beso, que os divertáis. Era la primera vez que las tres hermanas iban juntas a una fiesta.