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En la calle, antes de llegar, se encontraron a Isabel, Goyita y otras chicas que también estaban invitadas, y siguieron camino con ellas. Miraron a Tali; unas la conocían y otras no. Dijeron que era muy mona. Alborotaban al andar como si con las risas se amparasen del azaro de ser tantas y de ir todas vestidas de fiesta debajo de los abrigos. Les sonaban los tacones y les salía vaho de la boca al hablar.

– Chicas, vaya frío. Vamos de prisita.

– Cógete. Espera que cambie el bolso.

Ya antes de que las abrieran la puerta de la casa, se oía el jaleo de dentro. Les abrió un camarero de guante blanco y les quitó los abrigos. Lo habían puesto un poco distinto lo de la entrada. De todas las habitaciones salía mucha luz. Tali miró de reojo, según avanzaban por el pasillo, a la puerta del cuarto donde ella y Gertru solían estudiar y donde alguna noche de mayo, cuando el lío de los exámenes, se habían quedado a dormir. Salió Josefina a saludarlas y las pasó al cuarto de estar del fondo. Olía mucho a nardos. A Gertru no se la veía por ningún sitio.

– Está en el comedor, con las personas mayores-explicó Josefina-. Luego vendrá cuando acaben la ceremonia de la petición. Tú, Tali, qué mona estás, más mayor. Hacía lo menos dos años que no te veía.

– Sí -dijo Tali-. Antes de que tú te casaras.

– Es verdad, pero entra, mujer.

Desde el umbral, medio oculta por los vestidos de las otras, Natalia se sintió encogida y con muchos deseos de marcharse. Habían puesto una mesa larga en medio, llena de emparedados, de cosas fritas y de bebidas y estaba bordeada de caras desconocidas que se miraban y gesticulaban ante sí. Toda gente de pie. Pensó que le gustaría estar en la parte de allá. Encajonada entre la pared y la mesa y siguió a Mercedes y a Josefina que iban hacia aquel sitio. Era difícil pasar. Un camarero, por el camino, les ofreció una bandeja con copas de distintas formas.

– Jerez, limonada, champán, ginebra…-decía, inclinándose.

Tali cogió una copa cualquiera y en cuanto llegó a la pared y pudo apoyarse, se la bebió de un sorbo. Allí al lado Mercedes se puso a hablar con Josefina y con otras chicas casadas que estaban en un grupo. Eran chicas de la edad de Mercedes, que habían salido con ella cuando solteras y que ahora ya tenían su casa y sus hijos. Algunas la habían visto con Federico Hortal y le preguntaron que si eran novios.

– ¿Novios? -dijo Mercedes plegando la boca-. Eso quisiera, le he dado una lección. Él se creía que yo soy como todas, eso es lo que ha pasado. Nunca se había encontrado con una como yo, que le dijera las cosas claras.

– Pues no sé quién me dijo a mí que a ti te gustaba.

– ¿Gustarme? Pero si le he hecho unos feos!Fíjate, el otro día estábamos Isabel y yo en Bur-gueño, y entró él, claro, en cuanto me vio por el escaparate, muy sonriente, como si nada, y me quería invitar a un cóctel, empeñado. Pues le dije, Isabel estaba y os lo puede decir, digo: (Me estás molestando, no me vuelvas a molestar más:). Se quedó frío. Ahora está que no sabe lo que le pasa, no entiende que no quiera nada con él. A los chicos hay que tratarlos así, a zapatazos.

– Hija, pues lo que es así, no te vas a casar nunca.

– Ni falta que me hace.

Tali bebió la segunda copa, de una cosa distinta, más dulce. Otras chicas habían empezado a hablar de sus maridos. En algunas cosas de las que decían, de más confidencia, bajaban un poquito la voz porque los maridos estaban más allá, en otra esquina de la mesa. El marido de una bastante gorda, un tal Tomás, era una especie de santo modelo de atenciones, él mismo le curaba todas las mañanas las grietas de los pechos con una pomada marrón asquerosa. Ahora, por el tercer niño le había regalado un picup. Una cosa estupenda, de esos que ponen diez discos de cada vez.

– No puedo decir que me gusta una cosa, ni abrir la boca, ya es por lo demás. De bolsos… bueno, ya pierdo la cuenta de los bolsos que me ha regalado en dos años. Los he tenido que ordenar por la piel para encontrarlos en el armario, los de boxcalf, los de cerdo, porque si no es un lío…

Otra rubia, muy charlatana, acababa de venir de Madrid de pasar ocho días. Había ido con otros matrimonios a un cabaret que se llamaba Molino Rojo, en plan pandilla, como solteros, hasta las cuatro de la madrugada. Hablaba de la libertad que había, de que estaba lleno de prostitutas, y que una o dos al final se habían venido a la mesa con ellos, como la cosa más corriente.

– A mí, yendo con ellos, comprenderás que me daba igual, hasta me divertía, pero si me pasa aquí en el Casino, me muero. Y no tenían mala pinta. Si no lo dice Pepe luego que eran fulanas, yo ni lo noto.

– Pues lo que es Tomás, a mí a un sitio así nunca me habría llevado.

– Hija, por una vez; si hubieras visto el ambiente, te habría parecido natural. Yo lo pasé bárbaro, desde luego. ¿Sabéis quién estaba?

– ¿Quién?

– Jorge Mistral, el de (La Gata). Es de fenómeno.

– ¿Alto?

– Regular, parece más en el cine.

Sin cesar se alargaban los brazos blancos de uñas cuidadísimas, y colgantes de pulseras planeaban sobre los platitos rozando gambas rebozadas y galletas de queso. A Tali le dolía la cabeza. Se pusieron a hablar de una tal Estrellita, que no estaba allí. Unas la defendían, otras se metían con ella.

– Decís que es salada. Yo ni salada la encuentro. Todo el día bebiendo, con el marido, todo el día los dos medio trompas. Vamos, que no me digan.

– Pues fíjate, una mujer así era lo que le hacia falta a Ramón. Le rinde. Ahora por lo visto es siempre él el que quiere ir a acostarse temprano. A mí me lo ha contado Oscar; que ya no bebe ni la mitad. Le ha entendido. A los hombres así, sólo una mujer más juerguista que ellos.

– Sí, hija, pero tendré que tener dos criadas para que le hagan todo porque lo que es ella no para en casa.

– Tiene una casa que es una cucada. ¿No has ido?

– ¿Dos criadas tiene?

Empezaron con el tema de las criadas y poco a poco se fueron acercando las de todos los grupos, como si trajeran leña a una hoguera común, como si todo lo anterior hubiera sido preámbulo. Cada cual decía, lo primero, el nombre de su propia criada, metiéndolo en una frase banal todavía, pero ya se rego-deaban de antemano, igual que si empezaran a repartir las cartas para jugar a un juego excitante en el que siempre se va a ganar. La voz se les volvía altiva y sentenciosa. Las criadas se lavaban con sus jabones, se ponían sus combinaciones de seda natural. Las criadas…

Natalia cerró los ojos. Las veía rodeadas de trocitos de serpentina amarilla, desenfocadas. Se estaba mareando con la bebida. Josefina le preguntó que si quería que fuera a llamar a Gertru para decirle que estaba allí ella.

– No, déjalo. Ya vendrá, si puede.

Josefina estaba pálida y tenía los ojos con cerco. Más allá, entre los hombres, buscó Tali al marido y también lo reconoció. Estaba serio, hablando, y a la mujer no la miraba. Era Oscar, el novio. El novio con mayúsculas. El novio de la hermana mayor de Gertru. El primer novio que ella había conocido. Siempre entraba Josefina en el cuarto, cuando ellas estaban estudiando, y les daba alguna orden secreta. Se escapaba en ratos sueltos para verle, venía hablando muy bajo y se miraba en el espejito siempre aprisa. (Oye, Gertru, guapa, si pregunta mamá, le dices…) Ellas dejaban un momento los libros y la veían salir levantando el visillo; se quedaban respirando juntas contra el cristal hasta que desaparecía. Miraban la calleja por donde se iba a juntar con el novio prohibido. Esto era hace tres cursos, el primero de vivir Natalia en la ciudad, cuando ella y Gertru empezaron a escribir el diario.

De pronto vino Gertru y aplaudieron. Iba por todas las habitaciones con Ángel para hacerse felicitar. La gente fue a la puerta a besarla y a verle la pulsera. Acababan de pedirla.

– A ver. Oye, es fantástica.

– Déjame ver, déjame ver. De ensueño.

Ángel se puso a saludar a los hombres, y al cabo de un poco, cuando se quitó la gente de la puerta, Gertru vio a Natalia en el rincón de allá. Le hizo una seña y llegó.

– Te estaba buscando, Tali, creí que no habías venido. ¿Con quién estás?

La besó. Llevaba un traje color manteca con frunces en las caderas y el pelo trenzado en la nuca. Tali nunca la había visto tan guapa.

– Aquí estoy, yo sola. Bueno, he venido con mis hermanas.

– ¿Quieres venir a que te enseñe los regalos?

– Bueno.

Fueron a su cuarto. Estaban los regalos encima de la cama turca y de la mesa y de unos bancos que habían puesto. Dijo Gertru que todavía no tenía ni la mitad. Eran estuches de cosas de plata, man-teles, cajitas de piel, zapatos, vestidos, cinturones.

– Fíjate, este bolso es de Italia. Mira cómo está rematado por dentro.

Tali no decía nada, le iba pasando los ojos por encima a todas las cosas y algunas las tocaba un instante.

– La pulsera es preciosa, ¿verdad?

– Sí. Ya te la he visto antes. Has puesto luz de neón aquí.

– Sí, ya hace mucho. ¿Qué miras?

– Que has quitado la repisa con los libros. ¿Dónde tienes los libros?

– En el cuarto trasero; tengo que hacer una selección de los libros antes de casarme. Si te sirve alguno.

– No. Sólo si tuvieras los apuntes de Religión del año pasado, para Alicia, que repite. Yo los míos los he perdido.

– ¿Qué Alicia?

– Alicia Sampelayo, ¿no te acuerdas de ella?

– Ah, sí, un poco, una rubia. Ya te los buscaré. Mira esta radio, Tali, ¿has visto una cosa más chiquita? Funciona con pilas, ¿verdad que es un sol? Verás, vamos a buscar algo de música, verás qué bien se oye.

Se sentaron en el sofá amarillo, corriendo un poco las cosas que había encima. Allí, juntas, oyeron la música de una emisora francesa-tan lejos, sabe Dios de dónde venía. Natalia se tapó la cara contra el hombro de Gertru y se echó a llorar desconsoladamente.