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Todavía no me daba mucha cuenta. Y tampoco me la di en mis siguientes visitas a la casa. Emilio, que con el primer entusiasmo se disculpaba aquellos días del estudio, me llevaba allí con él continua-mente, me hacía quedarme a comer y cenar, cuando él se quedaba. Yo no sabía qué pretexto poner para rehusar, porque en el fondo me gustaba quedarme. Todos me insistían con mucho afecto; también Elvira, aunque algunas veces se enfadaba por algo que decía yo, y se iba del cuarto. Pero me pareció que estaba contenta, muy cariñosa con Emilio. Le besaba siempre delante de mí. A veces tenía una euforia agresiva y daba bromas a todos. Esas veces se metía también conmigo y me trataba con excesiva familiaridad. Parecíamos una familia. Yo no me explicaba cómo había llegado a pasar aquello de estar allí, sentado en el sofá de aquel comedor de la calle del Correo charlando, o mirando algún libro, con la confianza con que podría haber estado en mi casa. Me parecía que volvía a tener una casa, después de mucho tiempo.

– Para la primavera-decía Emilio, que siempre estaba haciendo planes-tenemos que llevar a Pablo a un tentadero de toros en la finca. Ya verás tú qué cosa tan interesante y tan bonita.

Los padres de Emilio tienen una finca, y ellos, cuando se casaran, pensaban ir a vivir allí.

– A Elvira le gusta-me explicó Emilio-. Podrá por fin poner un buen estudio y trabajar. Yo, al principio, me ocuparé del campo, claro, pero seguiré estudiando. Ella pintará mucho allí; a mí me interesa también el trabajo de ella tanto como el mío. Creo que tiene una vocación y que puede hacer cosas. También viajaremos.

Me hablaba mucho aquellos días de la libertad de la mujer, de su proyección social. Tenía muchos proyectos también acerca de reformas en la finca de sus padres, y todos muy ambiciosos. Quería poner regadío en algunos sitios y además hacer una piscina cerca de la casa y un campo de tenis. Parecía que estas cosas quedaban hechas apenas las decía, tanto entusiasmo ponía imaginándolas. La oposición no la pensaba abandonar, desde luego, porque Elvira quería que la hiciese. Teo podía venir a pasar largas temporadas con ellos.

– Y tú también, Pablo, por supuesto. Como si te quieres venir todo el verano, en cuanto acabe el curso. Serás nuestro mejor amigo siempre.

Yo, cuando Emilio me incluía en alguno de estos proyectos para la primavera o el verano, miraba los cristales empañados por el frío de la calle. Me parecía que para el tiempo bueno yo ya estaría en la ciudad y no podría ir con ellos a ningún sitio. Todavía no había podido librarme de la sensación de pro-

visionalidad que me producía todo lo que iba viendo y haciendo en este viaje.

Llegaron los exámenes de diciembre y las vacaciones de Navidad. Estaba alborotado el Instituto porque las alumnas pedían las vacaciones desde el día primero y no era costumbre darlas hasta el ocho. Por lo visto todos los años había esta lucha sorda y no cedían ni los profesores ni las alumnas, que se dividían en dos bandos, el de las que acataban la ley y el de las rebeldes. Había entre ellas desorden y discordia, y se insultaban unas a otras con letreros en las paredes y en la pizarra. Yo, antes de que la situación fuese más tirante, hice el examen trimestral y me despedí. Me parecía que no dejaba nada en aquellas aulas.

Una tarde volví con mis libros al café de la calle Antigua, pero no tenía paz para estudiar y desistí. Me puse a andar por las calles. A casa de Elvira no quería ir. Llevaba varios días sin verles con el pretexto de un catarro que tuve, y quería que estos días de ausencia me sirvieran para desacostumbrarme de la inercia de caer siempre por allí al atardecer. Me di cuenta de que estaba andando por calles cercanas a la casa, y di la vuelta bruscamente. Me metí por los soportales de la Plaza Mayor, mirando escaparates. Salí a la calle del Casino. La ciudad se me hacía, de pronto, terriblemente aburrida; me ahogaba. En la puerta del Casino había un cartel que decía: (Exposición de esculturas de Juan Campo). Juan Campo era Yoni; hacía mucho que no sabía nada de este grupo de gente. Como no tenía nada que hacer, entré.

Para la exposición habían habilitado el salón de té. Yoni estaba hablando con Elvira junto a una de las esculturas, v no había nadie más. Me miraron los dos en cuanto aparecí en la puerta. Yoni se había dejado barba. Me acerqué a saludarles; él no sabía que Elvira me conociera a mí.

– ¿Éste? -dijo Elvira de buen humor, sin soltarme la mano que yo le había tendido-. Pero si es una peste!Está todo el día metido en casa con Emilio y Teo. Le han tomado un amor!Por cierto, hace días que no vas; has estado enfermo, ¿no?

– Si, un poco.

Me miraba a la cara, como respaldándose en la presencia de Yoni. En su casa no nos mirábamos casi nunca. Me separé de ellos y me puse a dar una vuelta por allí. Les oía hablar y reírse. Cuando lo terminé de ver, me fui a despedir, pero ellos también se iban, y salimos los tres juntos. Elvira le dijo a Yoni que le había gustado mucho la exposición en conjunto, que había mejorado bastante desde las últimas cosas que le enseñó a ella. Le hablaba muy familiarmente, como si quisiera hacer alarde de su amistad con él.

Yoni nos invitó a subir un rato con él al Gran Hotel y tomarnos una copa en su estudio, si no teníamos que hacer otra cosa.

– Gracias-dije yo-, pero no me encuentro bien y me quiero ir a casa a acostarme. Otro día.

Elvira me insistió. Que si iba yo, iba también ella, que era sólo un ratito, que no estaría tan malo. Me volvía a mirar como antes.

– Al catarro con el jarro -dijo Yoni-. Tengo coñac francés.

– Bueno-acepté sonriendo-, para celebrar lo de tu exposición. Un brindis y me voy.

– Claro, hombre. Como si te quieres acostar allí, en una de mis literas.

Cruzamos la Plaza. Le dijo Yoni a Elvira que si la veían acompañada de dos hombres que no eran Emilio, y en pleno luto, que la iban a criticar.

– Que digan misa-exclamó ella con voz alegre, moviendo el pelo hacia atrás-. ¿Tú quieres que les dé más que hablar todavía? ¿Que me coja de vuestro brazo?

– Hombre, claro que quiero -dijo Yoni-. ¿Tú, Pablo?

Traté de sacar el tono frívolo que ellos empleaban.

– A nadie le amarga un dulce-dije.

Pasábamos por los jardincillos del medio de la Plaza. Elvira nos cogió del brazo y los dos nos juntamos contra ella. Era casi tan alta como yo. Hacia frío. Yoni le cogió la mano de su lado y se la metió con la suya en el bolsillo del abrigo.

– Oye, eso ya es mucho-se rió ella-. Nos van a querer casar, como hace dos inviernos. ¿Sabes, Pablo, que hace dos inviernos nos quería casar la gente a éste y a mí?

Me oprimía el brazo para hablarme. Tenía los ojos brillantes de alegría.

– ¿Casaros? ¿Por qué?

– Ah, pues porque algunas tardes iba por su estudio a pintar allí. Fíjate qué delito. Que estábamos en plan, decían, ¿verdad, tú?

Yoni se rió.

– Bueno, un poco en plan si que estábamos.

– Calla, tonto, qué íbamos a estar.

En el estudio de Yoni yo no hablé nada. Me sentía incómodo, desplazado. Tomé dos copas y estuve poniendo unos discos, mientras ellos bromeaban y pajareaban por allí. Luego fueron langui-deciendo también, como si mi silencio les secara. Me despedí. Elvira dijo que ella también se iba.

– Pero, mujer, espérate un poco. Seguramente vendrá Emilo por aquí-la animó Yoni-. Y si no, le llamamos.

– Hombre, vaya unos planes que me preparas. A Emilio me lo tengo ya demasiado visto. No, de verdad, me voy. Si viene, le dices que me he ido a casa -dijo luego, corrigiendo el tono-. Adiós, Yoni, majo. Y enhorabuena.

De pronto, ya estábamos los dos solos en la calle. Empezamos a andar en una dirección cualquiera. No hablábamos.

– ¿Adónde vamos por aquí?-preguntó ella por fin.

– Yo a mi pensión.

– ¿No te vienes un rato a casa?

– No.

Seguimos. No torció por el camino que la debía llevar a su casa. Íbamos hacia mi barrio. Se me cogió del brazo, como un rato antes. Se apretó contra mí.