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– No te molestará, verdad, que te acompañe un poco…

– ¿Por qué iba a molestarme?

– No sé, porque eres raro, nunca se sabe lo que te gusta y lo que no.

Pasamos la Plaza del Mercado, subimos la cuesta de la cárcel.

– Pablo -dijo de pronto.

– Qué.

– Nada, que qué callados vamos. ¿Tú vas a gusto sin hablar?

– Yo no, porque voy violenta sin saber lo que piensas. ¿Qué piensas? No estarás enfadado conmigo.

– No, mujer…

– Pues, ¿qué piensas?

– Pero de qué.

– De mi, de que te acompañe y eso.

– Nada, lo encuentro normal. Eres una chica libre, ¿no quedamos en eso cuando hablamos la última vez?

Se soltó con rabia.

– Te ríes de mí, siempre te ríes de todos. De Yoni, y de Emilio, y de mi hermano. Vienes a casa a mala idea, para estarnos mirando a todos y luego burlarte. Por eso no me gusta que vengas. Te crees un ser superior.

No contesté. Me aburría. Empecé a andar más de prisa,

– No vayas tan de prisa. Di algo.

– Qué voy a decir, que estás loca, que no dices más que tonterías.

Se echó a llorar.

– Es que me pones nerviosa, no sé lo que me pasa contigo. Perdóname.

– Pues no vengas conmigo, yo no te he pedido que vengas.

Me paré. Habíamos llegado a mi pensión. Se me volvió a coger del brazo.

– ¿Me dejas que suba a ver tu cuarto? Anda, así hacemos las paces.

– No tenemos que hacer ningunas paces. Están hechas. Adiós.

– Anda, déjame subir. Me fumo un pitillo contigo. Tengo ganas de subir.

– No. Elvira, mejor no.

Se le encendieron los ojos con coquetería.

– Parece que tienes miedo de mí.

La cogí por los hombros, la sacudí hasta que la hice daño.

– Eres una insensata, tú eres la que debía tener miedo. No sé a qué juego quieres jugar conmigo. Vete a casa.

Todavía se reía.

– ¿Te crees que no soy capaz de subir a tu cuarto?

La cogí por un brazo.

– Elvira, si subes esta noche a mi cuarto, no vuelves a salir hasta mañana de madrugada, ¿entiendes? Anda, sube. Ahora verás.

Los labios le temblaban. La empecé‚ a empujar hacia la escalera.

– Bruto, qué bruto eres, déjame. No quiero.

– Ah, ahora no quieres… Venga, sube!

Vino la mujer de la pensión con unos paquetes, y abrió con la llave.

Se quedó esperando a ver si parábamos o no. Nos miraba con ojos fijos.

– Deje abierto; ahora iremos-dije yo.

Elvira lloraba como una niña.

– Qué vergüenza, qué vergüenza -dijo cuando se metió la mujer-. Si lo supiera Emilio esto que me has hecho, tratarme como a una fulana, hacerme pasar esta vergüenza. Tú te crees que yo soy como la animadora; ya me lo dijeron las chicas, que vivías aquí con la animadora, cuando estuvo, pero yo no me lo quise creer. Se ve que es lo único que ves en las mujeres. Te has creido que soy como ella.

– No-dije-. No eres como ella. Ella estuvo en mi cuarto muchas veces y yo en el suyo, pero no era como tú. Era directa y sincera. Si hubiera querido acostarse conmigo, me lo habría dicho.

Elvira lloraba ahora a lágrima viva, con sollozos de total desamparo. Le di mi pañuelo.

– Anda, vete a casa, que es tarde. No te preocupes por lo de Emilio, porque a nadie le pienso decir nada. Pero vete.

Aquella noche no dormí nada y a la mañana siguiente muy temprano hice mi maleta, pagué la pensión y eché a andar hacia la estación por las calles desiertas, lechosas de una niebla muy fría que desvaia la luz todavía encendida de los faroles. El primer tren para Madrid salía a las ocho de la ma-

ñana. Pasé por delante de la casa de Emilio y levanté los ojos a su ventana cerrada. Todavía no sabia bien adónde iría, pero sabia que no iba a volver. En Madrid me quedaría algo de tiempo y desde allí escribiría a don Salvador y tal vez a Teo y a Emilio, inventaría alguna historia.

Después de sacar el billete entré en el bar de la estación y dejé mi maleta en el suelo. Tenía las manos entumecidas. Pedí un café solo. A mi lado me sonrió un rostro conocido.

– Don Pablo, qué alegría. He venido a despedir a mi hermana, que por fin, ¿sabe?, se va a Madrid. El novio le ha encontrado allí un trabajo, pero mi padre no sabe nada todavía, se cree que vuelve después de las Navidades. Se lo tendré que decir yo cuando sea.

Era Natalia, mi alumna de séptimo. La invité a café con leche.

– Julia ahora viene. Está comprando unas revistas. ¿Usted también va a Madrid?

– También.

– Fíjese, qué bien lo de mi hermana; está más contenta…

Vino la hermana y me la presentó. Estuvimos los tres desayunando. Empezaba a entrar en reacción, pero me dolía mucho la cabeza. Julia dijo que me conocía de vista del Casino. Luego no sabíamos de qué hablar.

– Usted ahora-le dije a Natalia-, a ver si arregla con su padre lo de la carrera. Que se entere su hermana en Madrid de los programas de esa carrera que quiere hacer y lo va usted sabiendo para el año que viene. No se desanime, mujer, por favor.

– No, no, si cada vez estoy más decidida.

Subimos juntos al tren, pero Natalia se bajó en seguida. Era casi la hora de la salida. Julia y yo nos asomamos para verla desde el pasillo, en dos ventanillas contiguas. Estaba de pie muy quieta en el andén y nos miraba alternativamente, sonriendo. Luego bajó los ojos. El andén estaba casi desierto. Empezaba a levantar un poco el día.

Sonó una campana y el tren arrancó.

– Adiós -dijo Natalia, cogiendo la mano que su hermana le tendía.

Yo también saqué la mano y se la di. Empezó a andar un poco con nosotros al paso del tren, siempre mirándonos y sonriendo. Me miraba a mí, sobre todo, los ojos llenos de luz en la pequeña cara, subido el cuello del abrigo.

– Que tenga suerte-le dije, agitando el brazo.

Ella echó casi a correr, porque el tren iba más de prisa.

– Pero usted vuelve, ¿no?

– Oye, a Mercedes le he dejado una carta encima de la cama -dijo la hermana, de pronto, con urgencia-. Creo que la verá, pero si no la ve, dásela tú.

– Bueno…

El tren ya iba a rebasar la pared de la estación. Natalia corría con cara asustada.

– Vuelve usted después de las vacaciones, ¿verdad…? A ver si no vuelve -dijo casi gritando.

No le contesté ni que sí ni que no. Seguí diciéndole adiós con la mano, hasta que la vi pararse en el límite del andén, sin dejar de mirarme. Se le caían las lágrimas.

– Adiós, adiós…

Habíamos salido afuera. Sonaban los hierros del tren sobre las vías cruzadas. Con la niebla, no se distinguía la Catedral.

Madrid, enero de 1955-septiembre de 1957.

Carmen Martín Gaite

Carmen Martín Gaite (1925-2000) nació en Salamanca el 8 de diciembre de 1925. Se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad de esta misma ciudad. Colaboró en varias revistas literarias, como Trabajos y Días, en Salamanca, y Revista Nueva, en Madrid. Se doctoró en la Universidad de Madrid con la tesis Usos amorosos del XVIII en España. Ignacio Aldecoa, cuya obra estudiaría posteriormente, la introdujo en su círculo literario, frecuentado por autores que más tarde formarían parte de la conocida Generación del 50 o Generación de Postguerra. Son escritores de la talla de Alfonso Sastre, Juan Benet, Medardo Fraile, Jesús Fernández Santos, Josefina Aldecoa o Rafael Sánchez Ferlosio. Con este último se casó en 1954.

Comienza su carrera literaria con la publicación de El balneario, novela corta con la que obtiene en 1955 uno de los premios literarios de mayor prestigio en España, el Café Gijón. Tres años después presenta la que sería una de sus obras más emblemáticas, Entre visillos, al Premio Nadal, galardón que le fue concedido. Durante la década de los sesenta continuó cultivando la narrativa, con obras tan importantes como La ataduras (1960) o Ritmo lento (1963), pero es en los setenta cuando se puede apreciar perfectamente la enorme versatilidad de Martín Gaite. Publica sus dos ensayos sobre el proceso contra Macanaz, su tesis sobre los Usos amorosos del XVIII en España, recopila su poesía en A rachas (1976), y una de sus obras cumbre, la novela Retahílas, sale a la luz en 1974. A esta década debemos asimismo su primera recopilación de relatos, Cuentos completos. También cultivó el género periodístico, trabajando como redactora en los comienzos del periódico Diario 16.