Выбрать главу

Volvió la cabeza.

– ¿Es aquí el Instituto?

– ¿El Instituto? Sí. Aquí.

Me miraba fijamente. Yo le di las gracias y empecé a subir la escalera, pisando por encima de unos periódicos que había puesto en los escalones recién humedecidos. Cuando estaba llegando al primer piso y ya no la veía, oí su voz desde abajo, llamándome.

– Oiga…, señor…, usted.

Me asomé por el hueco, apoyándome en la barandilla.

– ¿Qué? ¿Me llamaba a mí?

Alzó la cabeza en la penumbra, sin incorporar su cuerpo, como si aquella postura de estar agachada, con las manos y las rodillas sobre el suelo, fuera en ella normal e inevitable. Dijo:

– No hay nadie arriba.

– ¿Nadie?-repetí yo.

Y miré para arriba muy desconcertado. Vi en el primer piso una puerta de cristales cerrada, con un papel pegado a la izquierda, como de horarios o con algún aviso. Blanqueaba vagamente este papel al res-plandor de una sucia bombilla encendida en lo alto de la puerta. También de más arriba, de una claraboya del techo con algunos cristales rotos, bajaba todavía una última y apagada claridad que se difundía por todo el hueco de la escalera. Esta luz y la de la bombilla luchaban débilmente, sin anularse.

– Pedro se ha ido hace un rato-añadió la mujer-. ¿Buscaba usted a Pedro?

Empecé a bajar despacio la escalera, tras una breve vacilación.

– ¿Pedro? No sé quién es. Pero tendrá que haber un bedel, o alguna persona.

Había llegado de nuevo abajo.

– El bedel es Pedro. Pero es que ya es muy tarde. Mañana empiezan los exámenes de los libres.

– Entonces, ¿la residencia del Instituto no es aquí?

La mujer se incorporó un poco. Se secó las manos con el delantal.

– ¿Qué residencia dice? A ver si viene equivocado. Aquí es el Instituto.

– Sí, de acuerdo. Pero yo digo la residencia de los profesores, creí que estaría en el mismo edificio. El sitio donde viven los profesores y los alumnos que no sean de aquí-aclaré impaciente ante sus ojos de asombro.

– No sé qué decirle. No he oído nada. Yo creo que viven todos en sus respectivas casas. Pero venga mañana y Pedro se lo dirá.

– Está bien. Muchas gracias.

– De nada.

Ya me iba. Salía por la puerta y me volví. -Oiga, perdone. ¿Sabe usted a qué hora suele venir el director por las mañanas?

No se había vuelto a agachar y me había seguido con los ojos, como si esperara verme entrar de nuevo. Dijo, inflando solemnemente la voz.

– El director se ha muerto.

– ¿Cómo? ¿Don Rafael Domínguez?

– No sé decirle cómo se llamaba de apellido.

– Pero, ¿está usted segura?-le busqué los ojos para cerciorarme-. Será hace pocos días.

– Cinco días hace. Bien segura estoy.

– ¿Vivía él en la calle del Correo?

– Sí, señor. En el doce. Fui yo a llevar un recado a la casa, y en ese momento, lo sacaban. Dijo (lo sacaban) con tono estremecido y lastimoso; como si se gozara evocando el fúnebre cortejo. Luego me miró a mí, maternalmente.

– ¿Era pariente suyo?

– No, no… ¿Correo doce, ha dicho usted?

– Doce, sí, señor.

– Adiós, se lo agradezco.

Salí al patio, bordeé la tapia, llegué de nuevo al puente del ferrocarril. Allí me detuve. Los muros de aquel puente eran de cemento deteriorado, no mucho más bajos que yo. Apoyé la barbilla en el borde. Vi las traseras de las casas que daban a la vía, en lo alto de un terraplén escurridizo, las ventanas abiertas y encendidas. Ventanas de cocina. Prepararían la cena. Era un barrio de casas pobres. Por las ventanas salían voces agudas, de mujer. Fui siguiendo las vías rectas y solas hasta que se me perdían de vista, juntándose allá en el campo. El campo se adivinaba desdibujado, bajo las nubes oscuras que todavía no se habían fundido con la noche.

Oí acercarse un tren. Me lo sentí llegar vertiginosamente por la espalda, y me quedé muy quieto esperándolo. Luego lo vi aparecer debajo de mí y alejarse estruendosamente con sus vagones retem-blantes y me escupió a la cara una bocanada de humo denso y rojo. Cerré los ojos. Todo el puente se había quedado retumbando. Cuando los abrí, el tren ya iba muy lejos con su luz encarnada. Una pareja de novios se había acodado junto a mí y miraban alejarse el tren con las caras muy juntas, los brazos cruzados por detrás, extasiados. (Es el de Portugal, ¿sabes, mi vida?) Ni me habían visto. Les tuve envidia.

Me separé de allí y me di cuenta de que estaba muy fatigado, de que necesitaba encontrar una pensión cualquiera para dormir aquella noche.

TRES

La chica de Madrid que venia a pasar las fiestas a casa de un cuñado, hablaba de su veraneo en San Sebastián con descuido y confianza. Decía San Sebas.

– Mira que no haberte visto, mujer, en San Sebas; si allí nos conocemos todos. ¿Qué plan hacías tú? ¿Ibas al Cristina?

Goyita le envidiaba aquella desenvoltura. Ella otros veranos había ido a un pueblo de Ávila, donde tenían familia, y este año de San Sebastián se traía una impresión pálida y sosa que ahora, al hablar con su amiga del tren, la desazonaba. Le parecía que no había estado allí, que se venia sin conocer la ciudad excitante y luminosa que le descubrían las palabras de la otra.

– ¿Al Cristina, cómo? ¿Al Hotel Cristina?

– Sí, a las fiestas de tarde y de noche. Es lo único que se pone un poco medio bien.

– No, yo no he ido. Habría que vivir allí, me figuro; no sabía que dieran fiestas. ¿Estabas tú en el Hotel Cristina?

– Sí, claro. Creí que te lo había dicho. -¿Tú?

– No. Nosotros no. Nosotros en la Pensión Manolita, una que hay en la calle de Garibay, que tiene dos tiestos en la puerta.

La chica de Madrid era rubia y llevaba el pelo muy corto peinado con flequillo a lo Marina Vlady. Decía que era más cómodo así para nadar. Hablaba de yates y de pesca submarina, de esquís acuáticos. Goyita no sabia nadar; se sentía a disgusto recordando el trocito de playa donde tenían ellos el toldo, un triángulo de arena limitado por piernas desnudas, por bolas de Nivea y bañadores; sus baños ridículos en las primeras olas junto a los niños de cinco años que echan barquitos, los gritos de júbilo cuando el agua le salpicaba más arriba de la cintura. Quería cambiar de conversación, salvar algo de su veraneo, que no se le viniera todo abajo.

– Al Tenis fui dos tardes y lo pasé muy bien. El último día estuve todo el rato con un chico mejicano que era majísimo. La rabia que lo conocí al final, ya cuando faltaban dos días para venirnos. Estaba bastante en plan.

– Qué rollo los hispanoamericanos, chica, qué peste. Parece que los regalan. Y luego se te ponen de un tierno. ¿A que se llamaba Raúl o Roberto o algún nombre por el estilo?

– No. Se llamaba Félix.

Esto del mejicano había sido lo único un poco parecido a una aventura y Goyita se complacía en aumentarlo. Le esperó en la estación asomada hasta el último momento, y todavía cuando el tren arrancó pensaba que le iba a ver entrar con un ramo de flores y echar a correr a paso gimnástico tendiéndole la mano hacia la ventanilla. Hasta se le vinieron las lágrimas a los ojos de tanto escudriñar la puerta con este deseo, y las luces del andén se le alejaron temblando de llanto y sirimiri. Sabía muy bien que no la iba a escribir mandándole una foto que se hicieron juntos, ni se iban a volver a ver ni nada; y además tampoco le importaba demasiado que fuera así, pero se esforzaba por convencerse de lo contrario. Más que nada para justificar de alguna manera aquellos dos meses, y la ilusión que había puesto en ellos antes de ir; y sobre todo por poderle contar algo romántico a su amiga Toñuca. Había preguntado por ella en cuanto bajó del tren:

– Mamá, ¿ha vuelto Toñuca?

Lo tuvo que repetir varias veces. La madre contaba que José Mari había vuelto del campamento, que la criada se había despedido en el momento más inoportuno; hablaba de una tarjeta postal perdida. Logró que la hicieran caso cuando ya bajaban por la Avenida de la Estación.