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No me fue difícil encontrar el barrio donde habíamos vivido aquellos dos inviernos, cerca de la Plaza de Toros. Ahora por allí estaban construyendo mucho, asfaltando calles y abriendo otras nuevas. Se levantaban las casas amarillas sonrosadas, lisas, con sus ventanas simétricas. La nuestra, un viejo chalet con jardín, la habían demolido. También encontré la Catedral y el rió. El río estaba cerca de mi pensión.

Bajaba en curva la calle de arrabal empedrada de adoquines grandes y se veían por la cuesta arriba camionetas v carros de arena tirados por una ristra de tres o cuatro mulas, su carretero al pie, avanzando lentamente al mismo paso de los animales. Crucé a la orilla de allá atravesando el puente de piedra, y caminé hacia la izquierda por una carretera bordeada de árboles hasta dejar lejos la ciudad. Luego la vi toda al volver, reflejada en el río con el sol poniente, como en tarjetas postales que había visto y en el cuadro que mi padre pintó, perdido como casi todos después de la guerra.

A mediodía me gustaba sentarme en las terrazas de los cafés de la Plaza Mayor, y me estaba allí mucho rato mirando el ir y venir de la gente, que casi rozaba mi mesa, escuchando trozos de conversación de los otros vecinos, tan cerca sentados unos de otros que apenas podían cambiar sus sillas de postura. Había mucha animación. Sobre todo muchachas. Salían en bandadas de la sombra de los soportales a mezclarse con la gente que andaba por el sol. Se canteaban por entre las mesas del café y llamaban a otras, moviendo los brazos; se detenían a formar tertulias en las bocacalles. Venía la musiquilla insistente de un hombre que soplaba por el pito de los donnicanores con su cajón colgando donde los alineaba. Otro vendía globos. Los desplazaban con los empujones. En medio de la plaza tocaba una banda. Las rachas de música estridente a veces se apagaban en susurros o cubiertas por el ronquido de unos autobuses naranja que salían de debajo del Ayuntamiento cada cuarto de hora, despejando la gente aglomerada, envolvién-dola en el humo de su cola negra.

Al tercer día de mi estancia todavía no había decidido ni quedarme ni marcharme, pero me entró curiosidad por conocer la familia de don Rafael. No fui a verles con ningún proyecto determinado; sin embargo, con el presentimiento de que esta visita me ayudaría a tomar alguna actitud.

La calle del Correo era estrecha, calle de iglesias y conventos, con árboles antiguos. Me quedé parado delante del portal, indeciso; y unas señoras que bajaron de un Cadillac rojo me pidieron que las dejara pasar. (Oye, ¿me he arrugado mucho?:), preguntó la que iba delante. Eran tres. No había portería. Eché escaleras arriba detrás de ellas, acomodando mi paso al suyo porque no quería adelantarlas. Sus tacones se movían de un peldaño a otro y hacían variar la postura de sus cuerpos esforzadamente, como en los saltos de la cámara lenta. Llegaron al rellano y se detuvieron; una de ellas llamó en primera puerta.

– Por favor, saben ustedes, ¿Los señores de Domínguez?

Se habían apartado un momento para dejarme paso y se volvieron hacia mi.

– Es aquí, en esta puerta-me miraban las tres con atención-. Donde nosotras hemos llamado.

Di las gracias y se hizo un silencio mientras esperábamos, pero de dentro de la casa venía un rumor de pasos y conversaciones.

Abrió alguien que estaba cerca de la puerta y ellas entraron con mucha confianza. Había grupos por todo el pasillo, personas que pasaban con sillas y otras que se despedían. A mí nadie me preguntó nada y di unos pasos sin rumbo fijo hasta el umbral de una habitación grande. (Por Dios, no se molesten, que no se mueva nadie por nosotras), entró diciendo una de las señoras que habían subido conmigo. Y oí sillas que se corrían. Eché una rápida mirada, sin atreverme a entrar. A la derecha había mujeres, alrede-dor de una mesa camilla, y a la izquierda hombres, sentados y de pie, o apoyados en respaldos. Una don-cella salió con una bandeja de vasos, y me pareció que me miraba con curiosidad. Me dieron ganas de marcharme, camuflado entre un grupo de personas que se iba en aquel momento, y hasta me separé de la pared para hacerlo, pero luego vi que se estaban despidiendo de una chica de luto en la puerta y que yo también lo tendría que hacer. (¿Para qué has salido, mujer, Elvi? Qué disparate!Anda, anda con tu madre, la pobre.) (Dijo mi hermana que a lo mejor vendría luego.) Ponían voz compungida, como declamando. Le dieron besos a la muchacha de luto. Ella se mantuvo un instante con la puerta entreabierta a la esca-lera, diciendo adiós; luego se volvió de cara a mí para cerrarla y se quedó con la espalda apoyada en los brazos cruzados, con un gesto de cansancio. Me miró sin parpadear. En ese momento estábamos los dos solos frente a frente, separados por el estrecho pasillo que bruscamente se había vaciado. Le sostuve la mirada y supe que iba a hablarme; esperé.

– ¿Usted buscaba a alguien?-preguntó por fin, sin moverse ni ceder en la fijeza de su mirada.

– Seguramente a usted, por lo menos eso creo.

Hubo una pausa. Me turbé porque sus ojos brillaban demasiado, igual que con fiebre.

– ¡Qué raro es todo esto! -dijo pasándose la mano por los ojos-. Por favor, no se mueva ni diga nada ahora, ¿quiere?

No me moví ni dije nada. De pronto había tenido la sensación de estar en el teatro. Su postura con la mano cubriéndole a medias el rostro, el tono misterioso y evocador de su voz, el ruido en la habitación a mis espaldas; todo me metía en situación. Hasta el perchero con sombreros colgados me pareció una decoración para aquella escena.

– No cabe duda de que usted es el del retrato -dijo sacando una voz lenta, pero decidida y vol-viendo a mirarme-. ¿Cómo es posible que venga precisamente hoy?

– ¿Qué retrato?-me atreví a preguntar.

– Un retrato que tiene mi padre hecho en Suiza el año pasado con un grupo de gente, cuando el Congreso de Mineralogía.

Esperó, y yo asentí con la cabeza. Se acercó un poco. Cada paso, cada movimiento suyo me parecía que eran los que tenía que hacer, como si todo estuviese calculado.

– Esa fotografía hace tiempo que no la veía y anoche me desperté y la estuve buscando. Por una serie de razones que no puedo explicarle ahora, sentía mucha angustia y me llevé la fotografía a la cama para mirarla. Usted está al lado de mi padre. Nunca hasta ayer me había fijado, ni él me había hablado de usted, pero no sé; por un cierto gesto que él tiene allí, los dos juntos, me pareció que habrían sido amigos en ese viaje y me puse a imaginar el tipo de amistad que podría haber sido. Es rarísimo, pero me pasó asi como se lo cuento. Me pareció que él vivía y que éramos amigos los tres. No pude dormir. Me moría encerrada en mi cuarto.

Ahora estaba casi junto a mí y ya no me miraba. Inclinó la cabeza contra las manos que había enlazado fuertemente. Lo que siguió lo entendí más confuso porque se puso a morderse los nudillos de los dedos, nerviosamente. Me contó que había estado a punto de ir a Suiza con su padre y que la noche anterior se desesperaba asomada al balcón de su cuarto pensando que eso ya nunca se podría remediar, que las cosas que podía haber hecho en aquel viaje ya nunca las haría y la gente que podría haber conocido ya no la conocería; y que pensando eso no se podía consolar. Que un viaje le puede cambiar a uno la vida, hacérsela ver de otra manera, y a ella ese año se la habría cambiado. Le pregunté que por qué no había ido, pero no me contestó directamente.