Carmen Martín Gaite
Entre Visillos
Para mi hermana Anita, que rodó
las escaleras con su primer vestido de
noche, y se reía, sentada en el re…
PRIMERA PARTE
UNO
Ayer vino Gertru. No la veía desde antes del verano. Salimos a dar un paseo. Me dijo que no creyera que porque ahora está tan contenta ya no se acuerda de mí; que estaba deseando poder tener un día para contarme cosas. Fuimos por la chopera del río paralela a la carretera de Madrid.
Yo me acordaba del verano pasado, cuando veníamos a buscar bichos para la colección con nuestros frasquitos de boca ancha llenos de serrín empapado de gasolina. Dice que ella este curso por fin no se matricula, porque a Ángel no le gusta el ambiente del Instituto. Yo le pregunté que por qué, y es que ella por lo visto le ha contado lo de Fonsi, aquella chica de quinto que tuvo un hijo el año pasado. En nuestras casas no lo habíamos dicho; no sé por qué se lo ha tenido que contar a él. Me enseñó una polvera que le ha regalado, pequeñita, de oro.
– Fíjate qué ilusión. ¿Sabes lo que me dijo al dármela? Que la tenía guardada su madre para cuando tuviera la primera novia formal. Ya ves tú; ya le ha hablado de mí a su madre.
Que si no me parecía maravilloso. Me obligaba a mirarla, cogiéndome del brazo con sus gestos impulsivos. Se había pintado un poco los ojos y a mí me parecía que se iba a avergonzar de que se lo notase. Luego me contó que se pone de largo dentro de pocos días en una fiesta que dan en el Aeropuerto, que ella ya sabe cómo lo van a adornar todo, porque Ángel es capitán de aviación y uno de los que lo organizan; que han estado juntos comprando bebidas, farolillos y colgantes de colores. Me explicó con muchos detalles cómo es su traje de noche; se soltaba de mí entre las explicaciones y daba vueltas de vals por la orilla, sorteando los árboles y echando la cabeza para atrás. Se paró en un tronco y me fue haciendo con el dedo una especie de plano de la entrada al Aeropuerto y de los hangares donde van a dar la fiesta.
Quería que me lo imaginara exactamente para que le diera alguna idea original de cómo lo adornaría yo, por si le sirve a Ángel lo que yo diga. No comprendía que no hubiera convencido a mis hermanas para ir yo también, tan fantástico como será. No le quise contar que he tenido que insistir para convencerlas precisamente de lo contrario. Le dije sólo que soy pequeña todavía. Quería que hablara ella y me dejara a mí.
– Tú me llevas dos meses, Natalia. ¿Es que ya no te acuerdas? -dijo. Y se reía-. ¿Tan mayor te parezco ahora?
Estábamos en el sitio de las barcas y hacía una tarde muy buena. Yo quise que remáramos un poco, pero Gertru tenía prisa por volver a las siete, y además no quería arrugarse el vestido de organza amarilla. Yo me senté en la hierba contra el tronco de un árbol, y ella se quedó de pie. Se agachaba a recoger piedras planas y las echaba al río; brincaban dos o tres veces antes de hundirse, parecían ranitas, y a mí me gustaba mirar los círculos que dejaban en el agua. Me dijo que por qué estaba tan callada, que le contase alguna cosa, pero yo no sabía qué contar…
Tenía las piernas dobladas en pico, formando un montecito debajo de las ropas de la cama, y allí apoyaba el cuaderno donde escribía. Sintió un ruido en el picaporte y escondió el cuaderno debajo de la almohada; dejó caer las rodillas. Había voces en la calle, y una música de pitos y tamboril. Asomó una chica con uniforme de limpieza.
– Pero señorita Tali, ¿no sale al balcón?
– ¿Cómo? -Puso una voz adormilada.
– Que si no se asoma. Llevan un rato bailando las gigantillas aquí mismo debajo; se van a marchar.
– Bueno, ya las vi ayer. Ahora voy, es que me he despertado hace un momento.
– Pues su tía ha preguntado y le he dicho que ya estaba levantada. No vaya a ser que se enfade como el otro día.
– Gracias, Candela, ¿qué hora es?
– Ya han dado las nueve y cuarto.
– Ya me levanto.
Descalza se desperezó junto al balcón. Había cesado la música y se oía el tropel de chiquillos que se desbandaban jubilosamente, escapando delante de las máscaras. Natalia levantó un poco el visillo. A los gigantes se les enredaban los faldones al correr. Perseguían a los niños agarrándose la sonriente cabe-zota para que no se les torciese, y con la otra mano empuñaban un garrote. Las manos era lo que daba más miedo, arrugadas, pequeñitas, como de simio disecado, contra los colores violentos de la cara. El tamboril volvió a tocar mientras se alejaban. Hacia la calle del Sol se dirigían; por donde la riada de niños los iba desviando, en torpes esguinces, de una acera a otra. Detrás, los hombrecitos de la música: uno le daba al tambor y otros se agachaban a recoger perras y pesetas dentro de la boina. Natalia vio venir entre el baru-llo, sorteando chavales, a Mercedes y Julia con otra chica de beige. Se separó del cristal y se puso a vestirse.
– ¡Bruto! -le gritó Mercedes a un niño que iba haciendo estallar fulminantes.
– ¿Qué te ha hecho? -preguntó la de beige volviendo la cabeza. Y vio al niño que escapaba haciendo de avión. mientras Mercedes se miraba la media junto al calcañal.
– Un bestia. Me ha tirado un petardo de ésos. Igual me ha hecho carrera.
– A ver. Carrera no parece. No la dejan a una ni andar. Dichosas gigantillas.
Alcanzaron a Julia, que había seguido andando despacio, y cruzaron la calle las tres juntas. El runrún del tamboril se alejaba con las risas de los niños. La amiga dijo:
– Pues oye, ¿sabes tú quién me ha parecido una chica que venía de comulgar?
– ¿Quién? No sé.
– Goyita.
– Me choca. Lo sabríamos -dijo Mercedes.
– Pueden haber llegado anoche.
– Claro que sí que sería ella -intervino Julia-. ¿Por qué no van a haber llegado? ¿Porque no lo sepas tú? No sé por qué lo tienes que saber todo tú.
La calle era fea y larga como un pasillo. Empezaban a levantarse las trampas metálicas de algunos escaparates y se descubrían al otro lado del cristal objetos polvorientos y amontonados. El dueño de la pañería había salido a la puerta y estaba inmóvil con dos dedos en el chaleco mirando al chico que allí delante, bajo su vigilancia, sacudía en la luz una pieza de tela. Cuando tocaron la acera, las saludó sin moverse con un gesto del mentón. Ellas se venían quitando las rebecas.
– Buenos días, don José.
– Mujer, pues debíamos haber esperado a la salida por si acaso era ella. ¿Como no te fijaste seguro?
– Es que vi cuando se metía en su banco, y luego me la tapaba el púlpito casi del todo.
Llegaron al portal. Se pararon y la amiga bostezó.
– Me he levantado yo hoy con un dolor de cabeza. -Hizo un ademán de irse-. Bueno, chicas…
– Hija, qué prisa tienes.
– Claro; vosotras, como ya habéis llegado a casita…
Mercedes dobló la mantilla y le clavó en la mitad una horquilla dorada. Dijo:
– Súbete a desayunar con nosotras.
– No, no, que ya os conozco y me entretenéis mucho.
– Bueno, y qué tienes que hacer. Que suba, ¿verdad, Julia?
– Claro.
– No, de verdad, me voy, que hoy dijo mi madre que iba a hacer las galletas de limón y la tengo que ayudar.
– Pues vaya cosa, llamamos a tu madre, total no te retrasas más que un ratito. Ni que fuera tanto lo que tiene que hacer.
– Que no, anda, que no empieces. ¿Vais a ir luego por casa de Elvira?
Mercedes se salió del portal y la cogió por un brazo. Se puso a tirar hacia dentro y la otra se deba-tía riendo a pequeños chilliditos.
– Ay, ay, bueno, ya, que me tiras…
– Venga, déjanos en paz, si estás muerta de ganas…
Julia, apoyada en la pared, las miraba sin intervenir.
– Anda, no hagáis el ganso -dijo-. Os mira la gente.
La amiga, ya libre, se arregló las horquillas, sofocada.
– ¿Pero tú ves las trazas que me ha puesto? No debía subir.
Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la escalera.
– Mira que eres faenista. Luego se me hace tarde. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador…
De aquel mirador verde decían las visitas que era un coche parado, que allí sabía mejor que en ninguna parte del mundo el chocolate con picatostes.
– Candela, ponga otra taza para el desayuno. Se queda la señorita Isabel. Si está caliente, nos lo trae ya.
La doncella soltó el trapo del polvo y cerró una puerta que daba al pasillo; se veían dos camas a medio hacer. Retiró el cogedor a lo oscuro.
– Ahora mismo.
En la habitación del mirador estaba todo muy limpio. Allí se barría y se quitaba el polvo lo pri-mero. Era grande y estaba separada en dos por un biombo de avestruces. La parte del fondo era más oscura. Había un piano y retratos ovalados. En la consola brillaba un reloj con pastorcitas doradas debajo de su fanal. El mirador quedaba en la parte de acá, que era donde se estaba, donde la radio, el costurero y la camilla, donde la butaca de orejas y la lámpara en forma de quinqué. Era un mirador de esquina. Tenía en la pared un azulejo representando el Cristo del Gran Poder, de Sevilla, y debajo un barómetro.
– Siéntate, Isabel.
Isabel se había quedado de pie junto a la camilla cubierta de tela rameada. Dijo:
– Nosotras ya hemos puesto las faldillas de invierno. Dice mamá que estas de cretona le dan un poco de frío por las tardes.
– Pues sí. Temprano empieza, con lo bueno que hace. Si hace calor…
– Ya; es que es una friolera, ¿mi madre?, uh, algo de miedo.
– Pues lo que es aquí hasta dentro de veinte días por lo menos, ¿verdad?, no sacamos la ropa de la naftalina. Es llamar al mal tiempo. Pero siéntate, mujer. Yo ahora mismo vengo.
Julia miraba a la calle a través de los cristales. Se volvió un instante hacia su hermana.
– Toma, llévame el velo y la chaqueta si vas para allá.
– Sí, voy un momento a ver qué hace Natalia.
Isabel se sentó. Se puso a mirar un pequeño folleto de papel anaranjado con orla de estrellitas que estaba abierto en el costurero: (Día doce-Inauguración de la feria. A las nueve, dianas y alboradas. Las populares gigantillas recorrer n la ciudad. A las once, solemne misa cantada en la Santa Basílica Catedral con asistencia del Gobierno Civil y otras autoridades. A la una…). Lo cerró y se puso a hacer con él un cucurucho. Se curvó el dibujo de un banderillero que aparecía en la portada de atrás y las letras del anuncio (Coñac Veterano Osbor…).