– Tú-la llamó Toñuca, empinándose.
La vio venir con el pitillo encendido, volviéndose para atrás y hablando algo a aquellos chicos. Le preguntó que de qué los conocía.
– ¿Yo? De nada. De que me han dado lumbre. Igual se vienen con nosotras, si nos quedamos aquí. Parecen simpáticos.
– Oye, ¿pero no querías ir al tocador?
– Que no, mujer, qué va. Era un pretexto para salir de ahí dentro. Qué amor le tenéis a ese salón de té. Esto está mucho más animado.
Continuamente entraba gente nueva. Las muchachas recién llegadas fingían una altiva mirada circular como si buscasen a alguien, y hablaban unas con otras entre la confusión, sin avanzar. Dijo Toñuca que allí sin sentarse estaban como desairadas.
– Ay, chica, pero bailaremos, cuánto prejuicio tenéis. ¿No ves que a esa mesa de dentro no se atreven a acercarse? Si somos las mil y una niñas. ¿De dónde sacáis tantas amigas?
Toñuca no atendía ahora. Había puesto una cara sorprendida.
– Anda, si está ahí Manolo Torre.
– ¿Quién?
– Nada, Manolo Torre, un chico que le gusta a Goyita.
– ¿Cuál es?
– Ese de oscuro de la primera mesa. No mires tan descarado.
– ¿Ese que mira ahora? Oye, qué mueble bizantino; está un rato bien el tío. ¿Y le conoces? Te dice no sé qué.
Toñuca le saludó con una sonrisa.
– Nada, me dice hola. No sé si entrar a contárselo a Goyita para que lo sepa.
– Déjalo, mujer, estáte aquí conmigo hasta que vuelvan a tocar. ¿Es que no es de aquí ese chico?
– Sí, pero suele estar en la finca.
Manolo miró de reojo las caderas de Marisol.
– Oye-le dijo por lo bajo a Ángel-, ¿quién es esa chica de verde que está con la hermana de León?
– ¿Esa del pitillo? No sé. Será nueva. ¿Se tima contigo o conmigo?
– Yo creo que conmigo.
Los músicos, vestidos de azul eléctrico, volvieron a coger los instrumentos con pereza. A Gertru le entró hormiguillo en los pies, quería bailar, salir de los primeros, antes de que se llenara la pista. Se puso de pie y cogió de la mano a Ángel. A Manolo le dejaron solo con Natalia.
– ¿No te importará quedarte con ella hasta que volvamos, verdad? ¿O tenías prisa?
– A mí no me importa nada quedarme sola -dijo ella con los ojos serios.
– No, hombre, me quedo yo contigo, bonita, para que no te coma el lobo.
Estaban sentados en las esquinas opuestas y ella no le miraba.
Vino un camarero y les preguntó que si iban a tomar algo.
– Vamos, pequeña, ¿qué tomas tú?
Dijo que sidra. Sidra no tenían.
– Toma un coñac. Verás qué rico.
– No. No tomo nada.
– Yo un coñac con seltz.
Se debía ver bien la pista desde aquella barandilla de arriba, se verían pequeñitas las cabezas. Y mejor todavía asomarse desde un avión que planeara encima de este hormigueo. O más alto, desde la torre de la Catedral.
– ¿Qué miras?
– Nada.
Manolo arrimó su silla un poco.
– Te me has quedado muy lejos. Parece que no estemos juntos, ¿verdad?
– Y no estamos juntos.
É1 se echó a reir. La miró desconcertado.
– ¿Sabes que eres una fierecilla?
Marisol mientras tanto le taladraba con ojos lánguidos apoyada contra su columna. A Toñuca la sacaron a bailar y le preguntó que si no le importaba quedarse sola.
– Por Dios, qué disparate -dijo ella sin dejar de observar a Manolo-. No me conoces a mí.
Manolo se puso de pie y cogió a Tali de la mano.
– Anda, fierecilla.
– ¿Qué quiere?
– Nada, mi vida, que bailemos. Pero por amor de Dios, monada, no me trates de usted.
Ella no se movió de su sitio.
– No sé bailar.
– Pero te enseño. Esto no se arregla hasta que bailemos, ya lo verás.
– ¿Qué es lo que se arregla?
A Manolo se le puso una voz impaciente.
– Nada, hija, no sé. No te voy a estar rogando. ¿Quieres que te enseñe a bailar, sí o no?
– No.
– Pues te aseguro que es un plan el tuyo, rica, no sé para qué vienes.
Se sentó otra vez de medio lado. Marisol le miró con sorna; se miraron de plano esta vez. Tali bajó la cabeza al mantel y se puso a desmenuzar una pajita. Dijo:
– Es que yo no sé bailar, de verdad. Me da vergüenza. Vaya a sacar a otra chica. A mí no me importa, porque me marcho en seguida.
É1 dio las gracias y dijo algo.
Dejó unos billetes debajo del cenicero y se fue. La animadora tenía cara de payaso. Debía estar sudando debajo de aquella mueca estirada que le desfiguraba el rostro. Al quedarse sola, sentía Natalia que le zumbaba todo el local vertiginosamente alrededor. Estuvo un rato con los ojos cerrados. Luego cogió el bolso de Gertru de encima de la silla y buscó dentro. Lápiz no tenía. Llaves, cartas, fotos, una barra de labios. Con la barra se escribía muy gordo, pero servia igual. Escogió una cartulina alargada: (Los jefes y oficiales del Aeropuerto invitan a usted…:), y debajo en letras rojas dejó escrito: (Me voy porque me ha entrado mucho dolor de cabeza). Miró a la pista ciega, atestada, bajo la gran claraboya de cristales. A Gertru no la veía. Se levantó y salió. Pasó al lado de Manolo Torre, que se había apoyado en la columna y le estaba encendiendo un pitillo a la chica de verde.
– ¿Yo? La primera vez que veo a una persona-estaba diciendo ella-igual que si nos conocié-ramos de toda la vida.
– ¿Por qué no nos vamos arriba? -dijo Manolo mirándole la cara a la luz de la cerilla-. Te rapto para mí.
Natalia salió a la calle. Se sentía arrugadas las medias de cristal, arrugado el vestido de seda rojo. Todavía no se había ido el día del todo; quedaba algo de luz. Desde uno de los balcones de la galería alta, los torsos inclinados de espaldas al barullo de dentro, Manolo y Marisol, que acababan de asomarse, la vieron vacilar antes de cruzar la pequeña plaza.
– ¿Conque igual que si nos conociéramos desde pequeños, eh? Qué diablo, tienes cara de diablo, lo estaba pensando antes. ¿Cómo te llamas?
– Marisol. Oye, es bonita esta plaza, muy romántica. Esa niña que sale ahora es la que estaba sentada contigo, ¿no?
– Sí. Antes me ha dado calabazas.
– ¿Calabazas de qué?
– De bailar, ¿qué te parece a ti?
– Pues muy bien, porque si no, a lo mejor no te conozco.
Manolo la cogió del brazo; vio que se dejaba.
– ¿No conocerme? Difícil. Era una cosa fatal, Marisol, preciosa, estaba preparado para esta tarde.
El cielo estaba moteado de vencejos altísimos, blanco, inmenso, como desbordado de una gran taza. Natalia respiró fuerte mientras se alejaba hacia las calles tranquilas. Enfiló la de su casa que hacía un poco de cuesta. Todavía llevaba dentro de la cabeza el eco de la música estridente y confusa de la fiesta.
Retrasó el paso cada vez más hasta llegar a su portal. Julia se asomó al mirador y la llamó.
– Tali, ¿qué haces ahí parada?
– Nada, hola. Es que no sé si subir todavía o darme una vuelta.
– ¿A estas horas?
– No es tan tarde; no serán ni las nueve.
– Casi me iba contigo -dijo Julia.
– Pues baja.
– ¿No te importa?
– Claro que no.
Julia se peinó un poco y se lavó los ojos con agua fría.
A pesar de todo, su hermana le notó que los tenía rojos de haber llorado. Echaron a andar. Julia le preguntó que qué tal le había parecido el Casino y Tali dijo que bien, que se había venido porque tenía mucho calor. La otra no le preguntó nada más, tenía un aspecto distraído. Junto a la pared norte de la Catedral, por la callejita, venía un aire fresco.
– Está buena la tarde -dijo Julia-. En casa te emperezas cuando te quedas sola. Me duele más la cabeza.
– ¿No has salido? ¿Por qué no salías?
– Qué sé yo.
– ¿Qué estabas haciendo?
– Un solitario. No tenía ganas de coser.
Doblaron la esquina de la Catedral. Estaba abierta la puertecita de madera que llevaba a las habitaciones del campanero y a la escalera de la torre. Julia no había subido nunca a la torre y su hermana le propuso que subieran; no podía comprender que no hubiera subido nunca.
– Anda, verás qué bonito, si es lo más bonito que hay. Te encantará. Se te despeja el dolor de cabeza.
Entró delante de ella con aire experto y decidido.
– No sé si se nos va a hacer tarde para la cena.
– No, mujer. Subir y bajar. Tú sígueme a mí.
La escalera de caracol estaba muy gastada y en algunos trozos se había roto la piedra de tanto pisarla. Julia se quedaba atrás y cuando estaba muy oscuro llamaba a su hermana, le decía que no fuera tan de prisa, que daba un poco de miedo a aquellas horas.
– Si voy aquí, boba. Te estoy esperando. ¿Puedes?
Llegaron a la primera barandilla. Tali no quería que se asomara Julia, decía que era mucho más bonito desde arriba, que siguieran y sería más ilusión.
– Anda, mira que eres, no te pares aquí. Si sólo falta otro poco como lo que hemos subido para llegar a las campanas.
– Se ve bien desde aquí ya.
– Mujer, no te asomes.
– Otro día, guapina, hoy es un poco tarde. Otro día vuelvo contigo y subo hasta lo último, de verdad. Hoy nos quedamos en ésta. Salieron a la barandilla de piedra. Tali se empinó con el brazo extendido y le brillaban los ojos de entusiasmo.
– No seas loca -dijo su hermana, sujetándola-. Te vas a caer, ¿no te da vértigo?
– Qué va. Mira nuestra casa. Qué gusto, qué airecito. ¿Verdad que se está muy bien tan alto? Mira la Plaza Mayor.
Julia no dijo nada. Paseó un momento sus ojos sin pestañeo por toda aquella masa agrupada de la ciudad que empezaba a salpicarse de luces y le pareció una ciudad desconocida. Escondió la cabeza en los brazos contra la barandilla y se echó a llorar. Después de un poco, sintió que su hermana le ponía la mano sobre el hombro.
– Julia, no llores, ¿por qué lloras?
No levantó la cabeza. Oía los chillidos agudos de los pájaros que se iban a acostar y casi las rozaban con sus alas.