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Se despidieron y Julia les pagó su entrada. Dijeron ellas que la podían cambiar por otras dos que estuvieran juntas, y así ya tenían sitio donde ir, que localidades había todavía en la taquilla:

– Resolvíais la tarde.

– Qué manía de meterse donde no les importa, qué tías -comentó Miguel cuando se separaron-. Venga, vámonos rápido.

– ¿No quieres que cambiemos la entrada? A mí me hace bastante ilusión esta película.

– No, hombre, rómpela de una vez. En el cine nos vamos a meter, para que nos sigan controlando esas dos.

– No sé qué manía les has tomado sólo verlas; habrán dicho que eres un grosero.

– Si es que me pone malo esa voz tan tonta que sacabais las tres hablando de mi, tú igual que ellas, no se puede aguantar. Y ya les has ido diciendo que me parezco a James Mason. Te debes pasar el día hablando estupideces. Sabes que estas cosas son las que me sacan de quicio.

– Pues Goyita no es nada tonta. Es muy amiga del invierno, de cuando íbamos al corte, y una chica bien maja. Lo de James Mason no se lo dije yo, palabra, lo dijo ella por un retrato tuyo que me vio una vez, el que llevo siempre en la carterita.

Pasada la Plaza dijo Migueclass="underline"

– Bueno, con esto se acaban las monsergas de hoy. No he venido para reñir; esta tarde no quiero reñir contigo para…

– Si eres tú el que riñes.

– He dicho que basta.

Bajaban ya camino del río. Hacia un poco de aire y Julia se abrochó la chaqueta. Él la cogió por los hombros y la atrajo fuertemente hacia sí. Sentía ella la presión de la mano a través de la tela; iba mirando furtivamente por si veía a alguien conocido.

– Casi no me dejas andar.

– Mejor.

– ¿Con quién hablaste antes por teléfono?

– Con uno que debía ser tu padre.

– ¿Cómo que debía ser? ¿No le has saludado?

– ¿Por qué?

– Qué sé yo. Tampoco me ha saludado él a mí.

– ¿Le dijiste quién eras?

– No.

– ¿Entonces cómo te iba a saludar?

– Porque me conoció de sobra.

– Qué bobada. Si te hubiera conocido…

– Te digo que me ha conocido, qué ganas tienes de discutir. Ha estado seco y antipático, por eso no le he saludado yo.

– Y también porque no tenías ganas.

– Bueno, también porque no tenía ganas.

En el Puente Nuevo, Julia se soltó con el pretexto de arreglarse el moño y luego se acodó sin decir nada a mirar el agua del río que venía de color chocolate. Miguel, después de un poco, se puso a acari-ciarle el pelo, pero ella no se movió ni despegó la barbilla de las manos cruzadas. Olía fuertemente a gasolina de un camión que estaba llenando su depósito en el puesto que había a la entrada del Puente. Dijo Miguel que le parecía que no se había alegrado de verle, que qué le pasaba, y como ella seguía muda le separó bruscamente las manos de la cara.

– Di. ¿Por qué estás rara? ¿Qué te pasa?

– Nada.

– Pues háblame, di algo. ¿Has arreglado lo de ir a Madrid este invierno…? Pero hija, ¿por qué te pones a llorar? No te hagas la víctima de nada, no formes historias, ¿qué te he dicho para que llores?

La apretaba un brazo nerviosamente. Julia hizo fuerzas para volver a la postura de antes. Ponía, al sorberse las lágrimas, un gesto terco de incomprendida.

– Pero ¿qué te pasa? Explícamelo sin andar con lloriqueos, por lo que más quieras.

Ella levantó una cara irritada.

– Pero qué quieres que me pase. Lo de mi padre. Que parece que lo haces para fastidiar. Arriba tenias que haber subido a buscarme. Eso es lo que tenías que haber hecho, para que se vayan arreglando las cosas, en vez de ponerlo todo cada vez peor. Me preguntas que qué me pasa.

Arrancó a andar y a los pocos pasos se volvió a mirarle.

– Así cómo querrás que me dejen ir a Madrid ni nada. Eres egoísta, egoísta -dijo con voz rabiosa-. Todo que lo resuelva yo sola, tú nada; tú molestarte, de eso nada. Allá que me las componga, a ti qué te importa; pedir eso sí: que vengas a Madrid, a tu padre le dices lo que sea, a mí me importa un comino, como si fuera tan fácil.

Miguel se despegó de la barandilla del puente y echó a andar con ella, dejándola terminar tranqui-lamente. Después dijo con una voz normaclass="underline"

– Tienes veintisiete años, Julia. Tienes que comprender que no te vas a pasar la vida atada a los permisos para cosas que son importantes para nosotros. A veces me has parecido inteligente, y que comprendías esto.

– Te mataba, te mataba-exclamó ella con voz de lágrimas y volviendo a mirarle enconadamente-. No entiendes nada, déjame en paz. Tú sí que no entiendes nada.

Se había detenido un momento para hablar y él la adelantó con sus pasos iguales y rítmicos. Julia vaciló un momento como si al quedarse detrás de él sus razonamientos perdieran fuerza ante sí misma. Acortó la distancia, pero sin ponerse a su lado del todo.

– ¿Qué te habrá hecho mi familia, pregunto yo, para que les tengas esa ojeriza?

– Les tengo la simpatía que me tienen ellos a mí.

– Me desesperas. Eres tú el que no les quieres, el que no puede ver a mi padre.

– Ni le quiero, ni le dejo de querer. Me da igual. Pero se mete en asuntos que no son suyos. Y les metes tú, que le consultas cosas que no le tienes que consultar… Sobre todo Julia -dijo cambiando de tono-. Este tema de conversación me aburre. Me amargas la tarde por tonterías, como siempre. Para hablar de tu familia no te he venido a ver, me sobra con todas tus cartas. Soy tonto, vengo a verte para hacer las paces, para pasar una tarde sin cuestiones, creyendo que tienes arreglo, y nada… nunca escar-miento de una vez para otra.

Hablaba sin mirarla.

– Sí, como vienes tanto.

Siguieron en silencio. Habían salido del Puente y echaron hacia la izquierda por la carretera de Madrid, bajo la bóveda de los castaños de Indias que ensombrecían como un túnel El sol se estaba po-niendo y hacía un halo naranja por detrás de la torre de la Catedral. Miguel iba de prisa. Con las manos en los bolsillos del pantalón. Julia hizo un pequeño escalofrío y se cruzó los brazos por delante. Dio la media en el reloj de la torre.

– No vayas tan de prisa. Si sigues así, me siento y te vas solo. ¿Has oído?

Pasó otra pareja de novios en dirección contraria y se quedó mirándoles con curiosidad. Miguel no había vuelto la cara, y Julia, que ya iba a sentarse o a darse la vuelta, tuvo vergüenza de los otros y dio dos o tres pasitos más vivos.

– Miguel -dijo llegando a su lado y cogiéndole del brazo.

– Qué pasa.

– Que no seas así.

É1 se paró a mirarla, como esperando a que siguiera. Sacaba Julia una voz indecisa y suplicante.

– Es que es verdad, hombre.

– ¿Qué es lo que es verdad? ¿Qué es lo que te he hecho, porque todavía no lo sé? A ver. Explícalo.

– No sé. Que debías haber subido, reconoce eso por lo menos. Así se ponen las cosas cada vez peor. Hoy ya casi estaba contenta con mi padre, si tú hubieras estado simpático…-Miguel hizo un gesto de impaciencia-. Ellos no te quieren mal, de verdad te lo digo, pero también ponte en su caso.

– Pero ¿en qué caso?

– Pues que les tiene que extrañar a la fuerza que yo haya dicho que nos vamos a casar para fines de primavera, y que tú no les conozcas más que de refilón, ni siquiera a Mercedes, ni te importen, que no tengas nunca un detalle con ellos. ¿No te parece…? Por Dios, no estés así.

Había un pretil de piedra. Miguel se paró.

– ¿O es que no nos casamos para la primavera?

Miguel se sentó en el pretil, de espaldas a la carretera. Sacó un pitillo y lo encendió lentamente. Julia, al encaramarse para ponerse a su lado, le vio el perfil a la lucecita de la cerilla, el pelo despeinado sobre los ojos, el gesto fosco y varonil.

– Hombre, contéstame por lo menos.

– Es un asunto que me aburre. Me aburres con continuas cantinelas. Ya te he dicho que si se puede nos casamos en primavera. Si no, se espera y en paz. Cuando se pueda. Si tú vienes a Madrid, no hay problemas, porque estaremos juntos y yo trabajaré más contigo. Nos podremos casar antes. Pero tú nunca me ayudas, Julia, sólo me sirves para achucharme, para ponerme problemas que no existen y para hacer-me enormes los que hay. Se me quitan las ganas de todo, te lo juro.

Colgaban juntos los pies de los dos. Los zapatos de Miguel eran grandes y descuidados. Julia los miró con una repentina ternura. Empezaba a ponerse oscuro y el cielo estaba quieto, como tiznado de carbón. Parecía que por aquellos tiznones iba a bajar la noche a inundarlo todo. Ladró un perro en la otra orilla del río.

– Miguel.

– Qué.

– Que yo tampoco quiero que riñamos. Que te quiero. Es que las cosas se enredan así. Ya no volveremos a discutir esta tarde, si tú no quieres. Te lo juro.

ÉI se volvió despacio y le pasó un brazo por la cintura. Le brillaban los ojos muchísimo. Julia desvió los suyos. Se sintió desfallecer cuando oyó que le preguntaba:

– ¿Bajamos ahí?

– ¿Adónde ahí?

– A ese hondón. Se debe estar bien.

– Yo estoy bien aquí.

– Ahí se está mejor. Esta piedra no es cómoda.

– Bueno, pero ¿qué hora es? No se nos vaya a hacer tarde detrás.

– No. Es temprano. Es la una. Todas las horas vienen.

– No, de verdad, que no quiero llegar tarde.

– Anda, anda, doña sermones.

La ayudó a bajar. A mitad de la cuestecilla la sujetó para que no resbalara y la fue a besar. Ella apretó los labios y los apartó un poco.

– ¿Qué te pasa ahora? -dijo Miguel, irritado.

– Nada, que no quiero que me beses, que luego cada vez es peor.

– Pero peor qué, peor por qué.

– Por nada.

– Si no te besara no sabría si te sigo queriendo.

Se besaron sentados en el final del talud. Hacía un aire húmedo y se oían unas risas y chillidos de niño muy lejos, en unas casitas de hortelano de la otra orilla.

OCHO

Recibí una carta de Elvira. Tenían confundidas las señas de la pensión, y comprendí por la fecha que me llegaba con retraso y por casualidad. Era una carta muy sorprendente. Primero hablaba bastante de ella misma, de que solía obrar por impulsos y de que necesitaba desahogarse cuando algo de lo que había hecho o dicho le parecía incompleto o inadecuado, le hacían sufrir las cosas dejadas a medias. Con este preámbulo llegaba a aludir a nuestra conversación en el pasillo del día que fui a visitarles, la cual-decía-por culpa de las circunstancias y de su estado de nervios había sido sencillamente grotesca, pero al mismo tiempo le había dejado la sensación de algo extraño y alucinante presentido muchas veces, de algo que no se podía repetir, un momento que valía por muchos días iguales de hastío y desesperación. Que ella era intuitiva en todo, también en su obra (decía a su obra) sin especificar más, (pensé que con el deseo de intrigarme), y que apenas cruzada la palabra conmigo había sabido que nos parecíamos en muchas cosas y que podíamos llegar a tener una amistad distinta de cualquier otra. Aun a riesgo de parecerme absurda, me confesaba que pensaba continuamente en esta conversación que tuvimos en el pasillo, y también con rabia en el papel ridículo que a ella le había tocado. Terminaba diciendo que había escrito la carta de un tirón y que no quería releerla. La carta, dentro del tono intencionadamente poético y confuso, era casi una declaración de amor.