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guiente se iban en excursión a Toledo.

– Que no me llame ya. Dígale que he vuelto. Estoy cansada y me voy a acostar.

Tardó en dormirse. A la mañana siguiente, bastante temprano, la llamó la chica de Madrid. Salieron juntas. Por la tarde fueron al Casino. Era enorme la cantidad de caras desconocidas. El salón de té lo habían decorado en tonos amarillos. Se sentaron en la mesa de Mercedes, Isabel y chicas mayores. Hablaban de dos en dos con risas y misterios y casi no las hicieron caso. A la nueva la miraron con recelo. Goyita pidió un gináfizz y se puso a mirar los dibujos dorados de las paredes. Cantaba la anima-dora, una rubia muy llamativa, y hacía calor. Isabel, mientras se empolvaba la nariz daba pataditas en el suelo y cantaba también acompasándose con la voz del micrófono: (Imposible-yaás‚ que tu destino-nos separa-pero déjame amarte…). Le preguntó a Goyita que qué tal por Santander.

– Ha sido en San Sebastián donde hemos estado.

– Ah, creí que en Santander. En San Sebastián estuvimos nosotros el año pasado. Bueno, en Zarauz, pero íbamos mucho. Tú vienes bien morenita.

– Sí.

No las sacó nadie a bailar.

Cuando salieron, la de Madrid le dijo a Goyita que cuántas mujeres, que todo eran mujeres, que así era imposible ligar un plan divertido.

– Y luego estas amigas tuyas, no sé, son como viejas.

– ¿No te gustan?

– No sé qué decirte. Parecen de señoras las conversaciones que tienen.

– Mi más amiga no está hoy-se excusó Goyita-. La conocerás mañana o pasado. Ésta te encantará. Es un cielo.

A su descontento se empezó a añadir la responsabilidad que sentía de divertir a la amiga de Madrid. Al día siguiente la llevó a ver la Catedral.

– Impone. Es enorme de grande, una de las de más mérito de España, ya lo habrás oído decir.

Subieron a la torre y volvieron muy cansadas. A Goyita le apretaban los zapatos. En la terraza de un café de la Plaza Mayor se encontraron con Toñuca y sus amigos extranjeros. Se sentaron con ellos. Goyita en seguida notó que la de Madrid le era simpática a Toñuca.

– Mira que llevarla a ver la Catedral, mujer, a quién se le ocurre. La tenemos que divertir de otra manera. Con las ganas que tiene.

– Hija, si es que estoy despistada todavía; no sé ni siquiera la gente que hay; es un lío venir del veraneo tan tarde. No te centras-se excusó Goyita.

– Nada, nada, que no tiene perdón llevarla a ver la Catedral.

– Sí, verdaderamente -dijo la de Madrid-. A mí todo me parece igual lo que construían en aquel tiempo. Venga bóvedas y más bóvedas.

A uno de los chicos franceses le hacía mucha gracia lo de prisa que hablaba.

– Sus cabellos son rubios -dijo-. En cambio tiene mucha característica vivacidad española.

Hablaron de Madrid. Ellos iban a ir a Madrid después de las fiestas. Toñuca sabía algunas palabras de francés y servía de intérprete en los momentos de mucho lío. Se reía. Se reían todos menos Goyita, que estaba a disgusto. La de Madrid dijo que de Madrid al cielo, y que ella les acompañaría cuando fueran allí.

– ¿Tú qué prefieres, el ambiente bohemio o los sitios finos? Porque a los franceses a cada cual le da por una cosa.

Goyita antes de las dos se levantó y cogió su bolso.

– Pero, ¿te vas tan pronto?

– Ya sabes que a mi padre le gusta comer a punto.

– Mujer, estamos en ferias.

– Sí, pero él no mira eso.

– Bueno, mona, pues luego te llamo. A tu amiga la acompañaremos nosotros.

Le dolía la cabeza y se echó la siesta. Vino José María a hablar con ella un rato. Las había visto en la Plaza y le preguntó que quién era la chica nueva.

– Una amiga mía, ¿por qué?

– Porque está de fenómeno. Si me la presentas, te doy una noticia bomba.

– Anda, déjame en paz, ¿no ves que quiero dormir un poco?

– Pero yo no entiendo, ¿qué he dicho para que te enfades?

– Si no estoy enfadada, déjame.

– Entonces, ¿cuándo me presentas a tu amiga? Mira que la noticia que te doy a cambio es muy buena.

Goyita se quedó callada con los ojos en el techo, en las rayas de luz y sombra que proyectaba la persiana. Vio alargarse y borrarse la sombra de un vehículo que rodó en la calle. Luego otro detrás. Automóviles.

– ¿Qué es? Dímelo, anda, lo que sea. Valiente bobada será.

José Maria se puso a mirar un libro. La vio de reojo incorporarse sobre los codos:

– No es bobada. Bien que te importa.

– Deja eso ahora, no seas. Dímelo. Te presento a Marisol cuando quieras.

– Vaya, el nombre no está mal. ¿Me la presentas seguro?

– Que sí.

– Pues está aquí Manolo Torre.

Goyita le miró desconcertada, como queriendo descifrarle la expresión. Se le vino mucho calor a la cara.

– Mentira. Qué mentiroso eres.

– ¿Mentiroso? Bueno, como tú quieras.

– Claro que sí. Lo habrían visto mis amigas.

– ¿Por qué lo van a haber visto? Ha venido a la corrida de hoy con su tío.

– ¿Lo sabes tú?

– Naturalmente; eres tonta. ¿No ves que he estado tomando unas cañas con él en el Postigo? Como no me dejas contártelo. Goyita volvió a tumbarse. Se puso los brazos detrás de la nuca.

– ¿Y qué se cuenta el niño? ¿Por dónde ha andado este verano?

– Creo que en El Escorial. Traía una chaqueta… ¡Madre mía!

– ¿Por qué? ¿Cómo era?

– Así como de chica, jaspeada, más rara. Me preguntó por ti.

– Hombre, qué acontecimiento. Ya lo puedo apuntar en mis memorias.

– Ah, eso allá tú si lo apuntas o no; pero no me vengas ahora con que no te importa que haya venido.

Se había acercado a la ventana y miraba entre las rayas.

Vio destellar el sol de la siesta en el techo de un automóvil que desapareció velozmente.

– Pues no te digo que no; cuantos más chicos vengan, a más tocamos. Eso desde luego. ¿Te dijo si se piensa quedar muchos días?

– No. No me dijo nada.

Govita se puso un brazo por los ojos.

– Venga, hombre, déjame dormir. No levantes la persiana ahora.

– Si es que estaba mirando. Ha pasado el coche ese amarillo que te dije; seguro que es extranjero. Está lleno de americanos el Gran Hotel. Otro imponente, oye, ¡qué cochazo!Deben de subir ya para los toros.

– No me interesa -dijo Goyita con los ojos cerrados-. Vete a mirarlo desde el comedor.

Luego, cuando se fue su hermano, alargó la muñeca para ver la hora y se echó fuera de la cama. Las cuatro y cuarto. Se apoyó en la coqueta, delante del espejo. No se oía nada por la casa; en la calle un rumor amortiguado y superpuesto de claxons alejándose. Con la barbilla en las palmas de las manos y la ceja izquierda ligeramente levantada, estuvo un rato espiándose la expresión del rostro plano y vulgar. Luego dijo en voz lenta, parecida a la de los doblajes de las películas: (Te he echado tanto de menos, tanto…). Volvió a mirar la hora, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo. Cruzó enfrente y empujó otra puerta. Era el despacho de su padre, un despacho de adorno, para ninguna cosa. Olía a puro apagado y estaban bajadas las persianas. Fue al teléfono y marcó un número. Tardaban en ponerse. Se echó la blusa para abajo. Se miró los hombros y el escote.

– Diga.

Escondió la cara contra el rincón de la pared.

– Oiga, por favor. Don Manuel Torre.

Hablaba muy bajo, mirando para la puerta cerrada.

– ¿Cómo dice? ¿Quién?

– Señor Torre. ¿No es ahí el Nacional?

En el Hotel Nacional habían puesto barra de cafetería. Estaba lleno de gente.

– Voy a ver. Espere.

Zumbaban los turmix, subían y bajaban las manivelas negras de la cafetera exprés. El botones dejó abierta la puerta de la cabina: (Señor Torre… señor Torre:). (…¡dos para leche!)

– Han dejado esto demasiado cubista-le estaba diciendo Manolo Torre a un limpiabotas conocido que acababa de hacerle el servicio-. Me gustaban más las sillas de antes.

– Pero así es más negocio. Menudo.

El botones se asomó al arco que daba al comedor. Le vio sentado con otro, vestido de aviador, y al limpiabotas, al lado de la mesa, que cogía la propina sonriendo. Lo menos cinco pesetas. Vaya señorito rumboso que era.

El aviador cogió un retrato que estaba encima del mantel al lado de las tazas de café. Le dijo a Manolo:

– Bueno, entonces qué. ¿Quedamos en que te gusta?

– Es una monada, chico, desde luego. Le doy diez.

– Y sobre todo mira, lo más importante, que es una cría. Ya ves, dieciséis años no cumplidos. Más ingenua que un grillo. Qué novio va a haber tenido antes ni qué nada. ¿No te parece?, es una garantía. Yo de meterme en estos líos tiene que ser con una chica así. Para pasar el rato vale cualquiera, pero casarse es otro cantar.

– Que sí, hombre, que estamos de acuerdo. Y que debe ser lista la chavala. Mira que pescarte a ti. Se puede creer. Lo que menos me podía figurar cuando has dicho que me querías contar una cosa.