Pareció muy asombrado.
– Como ella se ha emocionado tanto al verte, y has dicho que viviste aquí de pequeño.
Hubo una pausa, pero yo no tuve tiempo de contestar nada.
– ¿Y qué te ha parecido de ellos?-preguntó-. De Elvira, ¿qué te ha parecido?
– He hablado con ella poco rato, pero parece una chica de gran temperamento.
– Es extraordinaria, maravillosa -dijo con fuego-. Y Teo lo mismo-añadió un poco cortado porque yo le miraba-. Son de lo mejor de aquí.
Luego hablamos de viajes que le gustaría hacer. Hablaba él sobre todo, y muchas veces se anticipaba a mis respuestas. Me contó las alabanzas de la ciudad y dimos un paseo por calles que yo ya había recorrido.
– Son un remanso estas calles para el espíritu-decía-. Yo me conozco de memoria todos estos rincones.
Me habló de Kierkegaard, de Unamuno, de filósofos que habían vivido en ciudades pequeñas. Decía que leyendo las obras de Unamuno se le saltaban las lágrimas. Se veía que deseaba agradarme y hacer alarde de su cultura. Se había imaginado que yo era escritor y le decepcionó bastante cuando le dije que no lo era, que simplemente me interesaban los idiomas y tomaba notas para un trabajo de Gramática General.
– Yo soy ante todo poeta -dijo con énfasis-. Además de esto intento preparar unas oposiciones a Notarías.
Y se rió de la ingeniosidad del contraste.
Empezaba a caer la tarde y las piedras de los edificios se doraban despacio, como una carne. Emilio me contó la leyenda de dos o tres de aquellos edificios y se jactaba de estas historias como de viejas glorias de familia. Íbamos a paso perezoso, deteniéndonos mucho. Por la calle de la Catedral unos niños se disputaban en el suelo a mordiscos y patadas un pedazo de hielo que se había caído de una camioneta. El pedazo pasaba de mano en mano y chillaban sobándolo, queriéndoselo llevar a la boca para esconderlo de los otros; dos o tres veces se revolcaron en racimo, agitando piernas y brazos, y era cada vez más pequeño. Al final uno de ellos levantó los puños apretados y cuando los abrió brillaba apenas una esquirla que se consumió goteando. Lanzó un grito de triunfo, y los otros le miraron con desconsuelo las manos vacías.
Yo me paré a mirarlos y a Emilio le interrumpieron su discurso.
– Qué chicos -dijo con antipatía, subiéndose a la acera.
Luego vio que yo reía y me imitó, desconcertado.
– ¿Te gustan los niños?
Hacía preguntas continuamente y me miraba con ojos ansiosos como si quisiera clasificarme, encasillarme.
– ¿Qué niños? Según qué niños.
– Eres una persona rara -dijo después de un poco.
Languideció la charla y de pronto me pareció que no tenía ningún sentido nuestro paseo, que todo había sido forzado y postizo. En silencio volvimos hacia las calles del centro. É1 estaba citado con unos amigos. Hablándome de ellos, sobre todo de un escultor que tenía su estudio en el ático del Gran Hotel, volvió a ponerse locuaz. Por lo visto daba reuniones en aquel estudio, y me quiso animar para que yo subiera con él a conocer a este grupo.
– Sobre todo por Yoni, te encantará. Ha viajado mucho. Es de lo más libre y original.
Le prometí venir con él otro día. Estaba un poco cansado de su charla y quería llegarme hasta la estación para retirar mi equipaje de la consigna. A la puerta del Gran Hotel, un edificio lujoso, nos despedimos.
CINCO
Al salir de los toros, no encontraban el coche. Traían en los ojos chispas de sol, del oro de los trajes, y caminaban aturdidas sorteando los automóviles que se ponían en marcha, la gente de la salida, los puestos de helados y gaseosas.
– No os perdáis de mí, niñas -dijo el padre de Gertru, volviéndose hacia ellas.
Gertru se paró a esperar a Natalia, que se había quedado rezagada.
– Ven, no te quedes atrás. Tú cógete del brazo.
– No, mejor sueltas; nos empujan menos. Si no me pierdo.
– Es que me tuerzo un poco con los tacones, ¿sabes?
Le hablaba sin mirarla, atenta al equilibrio de su peineta. Natalia se dejó coger del brazo. Sintió el ruido del traje deglasé.
– Qué incómoda debes ir con eso. No sé cómo puedes. No podías ni aplaudir.
Una señora le enganchó el encaje de la mantilla con los colgantes de una pulsera. Se detuvieron a desprenderse. El padre de Gertru ya las estaba llamando desde el coche, con la bocina.
– Vamos, vamos, papá. Espera. Mira a ver, Tali. Yo creo que me la ha rasgado un poco.
Entraron al asiento de atrás, Gertru la primera y se tuvo que agachar mucho. Bajó la ventanilla y puso el mantón de manila para afuera muy colocadito. Arrancaron. Iban despacio, al paso de la gente, y algunos asomaban la cara al interior con curiosidad, hombres sudorosos con gorros de papel. Uno le tiró un beso a Gertru. Ella se puso a abanicarse muy de prisa.
– Qué calor, ¿verdad tú?
Entraba el aire fresco, el murmullo de los comentarios. Salieron a lo asfaltado. El padre preguntó que adónde iban, que si llevaban a Natalia primero.
– No, no, si Tali se viene con nosotros. Te vienes, boba. Primero merendaremos en casa, y luego lo que te he dicho.
– No sé qué hacer, de verdad; me da un poco de apuro -dijo Tali.
– Pero apuro por qué. Si ha sido él el que ha dicho que te quiere conocer. ¿No ves que le estoy hablando siempre? ¿No tienes ganas de conocerle tú?
Hablaban ahora con voz de secreto, mirando el suelo del coche.
– Sí, mujer, si no es por eso. Es que a lo mejor os molesto, y además yo al Casino no he ido nunca.
– Alguna vez tiene que ser la primera. ¿No te dejan tus hermanas?
– Ya lo sabes que si me dejan.
– Anda, mujer, y te pinto un poco los labios, te pongo bien guapa. ¿No te hace ilusión?
Natalia se quedó mirando la calle. En el borde de la acera había gente parada, niños, manchas de colorado. Adelantaron al coche de los picadores que trotaba sonando campanillas.
– Ha quedado en llamar. Le decimos que nos guarde mesa. Me quito esto, merendamos. Sobre las ocho y media podemos llegar, ¿te apetece?
Merendaron en casa de Gertru, se mudó ella y llegaron al Casino a las ocho. Ángel, que había salido a la puerta a esperarlas, las vio venir del brazo arrimadas a la pared. Su novia le sonrió. La otra chica venía mirando para el suelo. Les dijo que estaba todo llenísimo, que la única mesa que habían encontrado se la estaba guardando un amigo.
– Bueno, ésta será Tali, me figuro -dijo mirándola.
– Sí, mira, Tali, te presento a.Ángel.
– Vaya, encantado, la famosa Tali.
Ella le tendió en línea recta la mano pequeña y rígida que no se plegaba al apretón.
– Mucho gusto.
– Creo que eres un rato lista tú.
– ¿Por qué?
– Ah, yo no sé. La fama de lo bueno llega a todas partes. Eso pregúntaselo a Gertru.
Se reía mirándola. Tenía un bigote rubio muy fino.
– Es que yo le he contado, ¿sabes?, que siempre me has ayudado a aprobar y todas las cosas. Lo salada que eres.
Gertru hablaba con una voz distinta de la suya de siempre, más nasal.
– Qué bobada -dijo Natalia-. ¿Entramos?
Subieron cuatro escalones. Le azaraba que la hubieran dejado entre los dos. Al final de los escalones se estacionaba un grupo de chicas que cuchicheaban señalando hacia adentro, a través de una puerta de cristales; se rozaban los vuelos de sus vestidos. Ángel se adelantó a sujetarles la puerta y salió una bocanada de calor con los acordes de un swing, delgados, buceando entre el barullo. Al entrar, sólo se veían personas paradas, espaldas pegando unas a otras como en las últimas filas de la misa de una. Una escalera. Columnas. Se abrieron paso.
– Uf, cómo está esto -dijo Gertru-. Mejor que vayas tú delante hasta la mesa. Ven, Tali. ¿Tenemos buena mesa?
– Muy buena, al borde de la pista.
Manolo Torre era el amigo que les estaba guardando la mesa. Se levantó al verles llegar, y des-pués de las presentaciones se quería ir. Ángel le preguntó a Manolo que qué le parecía de su novia y él hizo muchas alabanzas de su belleza, con gracia y desparpajo. Tali era incapaz de mirarles a la cara a ninguno de los tres.
– Te advierto, oye, que la opinión de éste vale como ninguna en materia de chicas -dijo Ángel-y es exigente, ¿sabes? Todavía no se ha conocido casi ninguna a quien él haya dado diez. ¿A Gertru cuánto le das?
– Pues un nueve bien largo. Palabra.
Habían dejado de tocar. Tali miró a las parejas aglomeradas en filas compactas, que avanzaban apenas con un roce de suelas para salirse de la pista. Dejaban al descubierto las losas del suelo, grandes, blancas, y los divanes de la orilla de enfrente, las mesas ocupadas por otras personas. (Que no hablen de mi:), se repetía intensamente con las uñas clavadas en las palmas. (Que no me hagan caso ni me pregunten nada.:)
– ¿Y esta amiguita tuya tan mona? -dijo Manolo.
Gertru la cogió del brazo desde su silla.
– Del Instituto. Pero es boba, le da apuro venir aquí.
Manolo puso gesto de conquistador. Echó el humo con ojos entornados.
– ¿De veras? Va a haber que quitarle la timidez. Pero mírame, mujer, que te vea los ojos.
Ella los levantó hacia arriba, hacia una barandilla circular sostenida por las columnas, con gente asomada.
– ¿Allí arriba qué hay?-preguntó con mucho azaro.
– ¿Allí? Nada. La galería. En los balcones que dan a la calle se ponen las parejitas melosas que están en plan-explicó Ángel sonriendo.
– No, y por respirar también, chico. Esto de abajo se pone tremendo-y Manolo se pasó dos dedos por el cuello de la camisa-. ¿No notáis calor?
Los cuerpos de los que salían de bailar se dirigían a buscar el desagüe de la esquina y se disper-saban despacio hacia el bar o el salón de té, con un frotar de suelas. Toñuca y Marisol, que venían del salón de té, intentaban abrirse paso una detrás de otra, contra la corriente.
– Mira, por aquí -dijo Toñuca consiguiendo una pequeña brecha entre las espaldas de la gente-. ¿Me hace el favor?
Contra las paredes y las columnas, los grupos de los que estaban de pie defendían de los empe-llones una copa o un plato con almendras. Marisol se paró a pedirle fuego a unos muchachos.