Anne Rice
Entrevista con el vampiro
Primera parte
—Ya veo… —dijo el vampiro, pensativo, y lentamente cruzó la habitación hacia la ventana. Durante largo rato, se quedó allí contra la luz mortecina de la calle Divisadero y los focos intermitentes del tránsito. El muchacho pudo ver entonces los muebles del cuarto con mayor claridad: la mesa redonda de roble, las sillas. Una palangana colgaba de una pared con un espejo. Puso su portafolio en la mesa y esperó.
—Pero, ¿cuánta cinta tienes aquí? —preguntó el vampiro y se dio la vuelta para que el muchacho pudiera verle el perfil—. ¿Suficiente para la historia de una vida?
—Desde luego, si es una buena vida. A veces entrevisto hasta tres o cuatro personas en una noche si tengo suerte. Pero tiene que ser una buena historia. Eso es justo, ¿no le parece?
—Sumamente justo —contestó el vampiro—. Me gustaría contarte la historia de mi vida. Me gustaría mucho.
—Estupendo —dijo el muchacho. Y rápidamente sacó el magnetófono de su portafolio y verificó las pilas y la cinta—. Realmente tengo muchas ganas de saber por qué cree usted en esto, por qué usted…
—No —dijo abruptamente el vampiro—. No podemos empezar de esa manera. ¿Tienes ya el equipo dispuesto?
—Sí —dijo el muchacho.
—Entonces, siéntate. Voy a encender la luz.
—Yo pensaba que a los vampiros no les gustaba la luz —dijo el muchacho—. Sí usted cree que la oscuridad ayuda al ambiente… —Pero en ese momento dejó de hablar. El vampiro lo miraba dando la espalda a la ventana. El muchacho ahora no podía distinguir la cara e incluso había algo en su figura que lo distraía. Empezó a decir algo, pero no dijo nada. Y luego echó un suspiro de alivio cuando el vampiro se acercó a la mesa y extendió la mano al cordón de la luz.
De inmediato la habitación se inundó de una dura luz amarilla. Y el muchacho, mirando al vampiro, no pudo reprimir una exclamación. Sus dedos bailotearon por la mesa para asirse al borde.
—¡Dios santo! —susurró, y luego, contempló, estupefacto, al vampiro.
El vampiro era totalmente blanco y terso como si estuviera esculpido en hueso blanqueado; y su rostro parecía tan exánime como el de una estatua, salvo por los dos brillantes ojos verdes, que miraban al muchacho tan intensamente como llamaradas en una calavera. Pero, entonces, el vampiro sonrió, casi anhelante, y la sustancia blanca y tersa de su rostro se movió con las líneas infinitamente flexibles pero mínimas de los dibujos animados.
—¿Ves? —preguntó en voz queda.
El muchacho tembló y levantó una mano como para defenderse de una luz demasiado poderosa. Sus ojos se movieron lentamente sobre el abrigo negro elegantemente cortado que sólo había podido vislumbrar en el bar, los extensos pliegues de la capa, la corbata de seda negra anudada al cuello y el resplandor del cuello blanco, que era tan blanco como la piel del vampiro. Miró el abundante pelo negro del vampiro, las ondas que estaban peinadas hacia atrás encima de las orejas, los rizos que apenas tocaban los bordes del cuello blanco.
—Bien, ¿aún me quieres entrevistar? —preguntó el vampiro.
El muchacho abrió la boca antes de poder contestar. Movió afirmativamente la cabeza.
—Sí —dijo por fin.
El vampiro tomó asiento lentamente frente a él e, inclinándose, le dijo cortés, confidencialmente:
—No tengas miedo. Simplemente haz funcionar las cintas.
Y luego se estiró por encima de la mesa. El muchacho retrocedió y le corrió el sudor a ambos costados de la cara. El vampiro le agarró un hombro con una mano y le dijo:
—Créeme, no te haré daño. Quiero esta oportunidad. Es más importante para mí de lo que te puedes imaginar. Quiero que empieces.
Retiró la mano y se sentó cómodamente, esperando.
El chico tardó un momento en secarse la frente y los labios con un pañuelo, en tartamudear que el micrófono estaba listo, en apretar los botones y decir que el aparato ya estaba en funcionamiento.
—Usted no siempre fue un vampiro, ¿verdad? —preguntó.
—No —contestó el vampiro—, era un hombre de veinticinco años cuando me convertí en un vampiro, y eso sucedió en mil setecientos noventa y uno.
El chico quedó perplejo por la precisión de la fecha y la repitió, antes de preguntar:
—¿Y eso cómo sucedió?
—Hay una respuesta muy simple. No creo que me gustara dar una respuesta tan fácil —dijo el vampiro—. Prefiero contar la historia verdadera…
—Sí —dijo rápidamente el muchacho. Se pasaba una y otra vez el pañuelo por los labios.
—Hubo una tragedia… —comenzó a decir el vampiro—. Fue mi hermano menor. Murió. —Y entonces se detuvo, y el chico se aclaró la garganta y se secó la cara nuevamente antes de meterse el pañuelo casi con impaciencia en el bolsillo.
—No le hace sufrir, ¿no? —preguntó tímidamente.
—¿Te parece? —preguntó el vampiro—. No. —Sacudió la cabeza—. Sólo se trata de que he contado esta historia a una sola persona. Y eso sucedió hace tiempo. No, no me hace sufrir…
»… Entonces vivíamos en Luisiana. Habíamos recibido tierra para colonizar y pusimos dos plantaciones de índigo en el Mississippi, muy cerca de Nueva Orleans…
—Ah, por eso el acento… —comentó en voz baja el chico. Por el momento, el vampiro le echó una mirada vaga.
—¿Tengo acento? —preguntó, y empezó a reírse. Y el chico, aturdido, contestó rápidamente.
—Lo noté en el bar cuando le pregunté cómo se ganaba la vida. No es más que un leve acento en las consonantes, eso es todo. Nunca me imaginé que fuera francés.
—Está bien —le aseguró el vampiro—. No estoy tan sorprendido como parezco. Sólo es que, de tanto en tanto, lo olvido. Pero deja que continúe…
—Por favor… —dijo el chico.
—Te hablaba de las plantaciones. En realidad, tuvieron mucho que ver con mi transformación en vampiro. Pero ya llegaré a eso. Nuestra vida era lujosa y primitiva al mismo tiempo. Y nosotros la encontrábamos sumamente atractiva. Allí vivíamos mucho mejor de lo que jamás podríamos haber vivido en Francia. Tal vez la mera inmensidad de Luisiana nos lo hacía parecer, pero, al parecer que así era, lo era. Recuerdo los muebles importados que atestaban la casa —el vampiro sonrió—. Y el clavicordio; era un encanto. Mi hermana solía tocarlo. En los atardeceres del verano, ella se sentaba ante las teclas dando la espalda a las grandes puertas vidrieras. Y todavía puedo recordar esa música rápida, quebradiza, y la visión del pantano elevándose detrás de mi hermana, los cipreses ahítos de musgo flotando contra el cielo. Y estaban los ruidos del pantano, un coro de criaturas, y el canto de los pájaros. Pienso que nos encantaba. Hacía que los muebles de palo rosado fueran más preciosos, que la música fuera más delicada y deseable. Inclusive cuando la vistaria rompió las contraventanas de las ventanas del ático y sus zarcillos se abrieron paso por el ladrillo blanqueado en menos de un año.
»… Sí, nos encantaba. A todos menos a mi hermano. Creo que nunca lo oí quejarse de algo, pero yo sabía cómo se sentía. Mi padre ya había muerto entonces y yo era el cabeza de familia. Y tenía que defenderlo constantemente de mi madre y de mi hermana. Ellas querían llevarlo a hacer visitas o a fiestas en Nueva Orleans, pero él detestaba esas cosas. Creo que dejó de ir a todos los sitios antes de tener doce años. Lo que le interesaba era orar, la oración y las vidas de los santos en libros forrados de cuero.
»Por último, le construí un oratorio alejado de la casa y él empezó a pasar allí casi todo el día, y a menudo los atardeceres. Fue algo irónico, en realidad. Era tan distinto a nosotros, tan distinto a todos, ¡y yo era tan normal! Yo no tenía ninguna característica excepcional —aseguró, sonriendo—. A veces, en la tarde, yo iba a verlo y lo encontraba en el jardín cerca del oratorio, sentado y absolutamente sosegado en un banco de piedra. Y yo le contaba mis problemas, las dificultades que tenía con los esclavos, todo lo que desconfiaba del superintendente o del tiempo o de mis agentes…, todos los problemas que constituían el cuerpo y el alma de mi existencia. Y él me escuchaba, hacía pocos comentarios, siempre solícitos, de modo que, cuando yo me alejaba de él, tenía la clara impresión que él me había resuelto todos los interrogantes. No pensaba que le pudiera negar nada y juré que, por más que se me partiera el alma, él entraría en el sacerdocio cuando llegara ese momento. Por supuesto, estuve equivocado.