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El vampiro se detuvo en su relato.

Por un momento, el chico siguió mirándolo y luego se sobresaltó como si acabara de despertar de un sueño; forcejeó como si no pudiera encontrar las palabras apropiadas.

—Ah…, ¿no quería ser sacerdote? —preguntó. El vampiro lo estudió como tratando de discernir el significado de su pregunta. Luego dijo:

—Quiero decir que yo estaba equivocado con respecto a mí mismo, con no negarle nada. —Sus ojos se dirigieron a la pared más lejana y se fijaron en el marco de la ventana—. Empezó a tener visiones.

—¿Visiones de verdad? —preguntó el muchacho, pero nuevamente su voz vaciló como si estuviera pensando en otra cosa.

—No lo pensé así —contestó el vampiro—. Sucedió cuando tenía quince años. Entonces él ya era muy apuesto. Tenía una piel muy fina y grandes ojos azules. Era robusto, no delgado como ahora soy y fui yo entonces… Pero sus ojos… Era como si, cuando lo miraba a los ojos, yo estuviera a solas en el límite del mundo…, en una playa del océano barrida por el viento. Lo único que había era el suave rumor de las olas. Pero —dijo con los ojos aún fijos en el marco de la ventana— empezó a tener visiones. Al principio, sólo me lo insinuó, y dejó por completo de comer. Vivía en el oratorio. A cualquier hora del día o de la noche, yo lo podía encontrar arrodillado sobre la losa delante del altar. Y descuidó el mismo oratorio. Dejó de encender las velas y de cambiar los lienzos del altar y hasta de barrer la hojarasca. Una noche me alarmé seriamente cuando me quedé al lado del rosal mirándolo durante toda una hora en la que jamás movió las rodillas ni jamás bajó los brazos, que tenía estirados, formando una cruz. Todos los esclavos pensaban que estaba loco —dijo el vampiro, y alzó el entrecejo como interrogándose—. Yo estaba convencido de que solamente… se trataba de fanatismo. Que, en su amor a Dios, quizás había ido demasiado lejos. Entonces me contó de sus visiones. Santo Domingo y la Virgen María lo habían ido a ver al oratorio. Le habían dicho que tenía que vender sus propiedades en Luisiana, todo lo que poseía, y utilizar ese dinero para hacer en Francia la obra de Dios. Mi hermano iba a ser un gran dirigente religioso e iba a devolver su antiguo fervor al país y cambiar el curso de la batalla contra el ateísmo y la Revolución. Por supuesto, no tenía dinero propio. Yo debía vender nuestras plantaciones y nuestras casas en Nueva Orleans y entregarle el dinero.

Una vez más el vampiro hizo una pausa. Y el muchacho quedó inmóvil, mirándolo, perplejo.

—Ah…, perdóneme —susurró—. ¿Qué hizo? ¿Vendió las plantaciones?

—No —dijo el vampiro, y su rostro estaba sereno, como desde el principio—. Me reí de él. Y él… se puso furioso. Insistió en que la orden provenía de la mismísima Virgen. ¿Quién era yo para ignorarla? ¿Quién? —se preguntó en voz baja, como si lo estuviera pensando nuevamente—. ¿Quién, por cierto? Y, cuanto más quiso convencerme, más me reía yo. Era un absurdo, le dije, el producto de una mente inmadura e incluso mórbida. El oratorio era una equivocación, le dije; lo haría derribar de inmediato. Él iría a la escuela en Nueva Orleans y se sacaría de la cabeza esas ideas extrañas. No recuerdo todo lo que dije. Pero recuerdo la sensación. Detrás de toda esta negativa desdeñosa de mi parte, había un disgusto latente y una gran desilusión. Yo estaba amargamente desilusionado. No le creía una sola palabra.

—Pero eso es comprensible —dijo rápidamente el muchacho cuando el vampiro hizo una pausa: se ablandó la expresión de perplejidad de su rostro—. Quiero decir: ¿le hubiera creído alguien?

—¿Es tan comprensible? —el vampiro miró al entrevistador—. Pienso que tal vez haya sido un egoísmo cruel. Déjame explicarme. Yo adoraba a mi hermano, como ya te dije, y a veces creía que era un santo viviente. Lo alenté en sus oraciones y meditaciones, y como dije, estaba dispuesto a que se fuera de mi lado para que entrara en el sacerdocio. Y si alguien me hubiera contado de un santo en Ars o en Lourdes que tenía visiones, le habría creído. Yo era católico; creía en los santos. Encendía velas delante de sus estatuas de mármol en las iglesias. Conocía sus imágenes, sus símbolos, sus nombres. Pero no lo creí; no en mi hermano. No sólo no creí que tuviera visiones, no lo pude considerar posible un solo instante. Ahora bien, ¿por qué? Porque era mi hermano. Podía ser santo, podía ser extraño, pero Francisco de Asís, no. Mi hermano, no. Mi hermano no podía serlo. Eso es egoísmo, ¿te das cuenta?

El entrevistador lo pensó antes de contestar y entonces asintió con la cabeza y dijo que sí, que pensaba que así era.

—Quizá tenía visiones —dijo el vampiro.

—¿Entonces usted…, usted no afirma saber… ahora… si las tenía o no?

—No, pero sé muy bien que jamás vaciló un segundo en sus convicciones. Eso lo sé y lo sabía entonces, esa noche, cuando salió de mi habitación furioso y dolorido. Jamás vaciló un instante. Y, a los pocos minutos, estaba muerto.

—¿Cómo? —preguntó el entrevistador.

—Simplemente traspasó las puertas vidrieras, salió a la galería y se quedó un momento en lo alto de las escalinatas de ladrillo. Entonces, se cayó. Estaba muerto cuando llegó al fondo. Con el cuello roto —dijo el vampiro, y se sacudió la cabeza con consternación, pero su rostro aún estaba sereno.

—¿Usted lo vio caer? —preguntó el chico—. ¿Perdió pie?

—Yo no lo vi, pero dos sirvientes lo vieron. Dijeron que levantó la vista, como si acabara de ver algo en el cielo. Entonces todo su cuerpo se adelantó barrido por el viento. Uno de ellos dijo que estaba a punto de decir algo cuando cayó. Yo también pensé que iba a decir algo, pero en ese preciso momento me di vuelta y di la espalda a la ventana. Yo estaba de espaldas cuando oí el ruido. —El vampiro echó una mirada al magnetófono—. No pude perdonármelo. Me sentí responsable de su muerte —dijo—. Y todos los demás también parecieron pensarlo.

—Pero, ¿cómo pudieron pensarlo? Usted dijo que hubo gente que lo vio caer.

—No fue una acusación directa. Simplemente, sabían que había sucedido algo desagradable entre nosotros. Que habíamos discutido minutos antes del accidente. Los sirvientes nos habían oído, mi madre nos había oído. Mi madre no dejaba de preguntarme lo que había sucedido y por qué mi hermano, que era tan tranquilo, había estado gritando. Luego mi hermana se sumó al interrogatorio y, naturalmente, yo me negué a dar razones. Me negué a decir nada. Estaba tan amargamente sorprendido y me sentía tan miserable que no tuve paciencia con nadie; sólo tomé la vaga decisión de que nadie se enterara de sus visiones. No sabrían que, al final, en vez de convertirse en santo, se había transformado sólo en un fanático… Mi hermana se fue a la cama en vez de ocuparse del funeral, y mi madre dijo a todo el vecindario que algo espantoso había sucedido en mi cuarto y que yo no lo quería contar a nadie; y hasta la policía me interrogó, debido a mi propia madre. Por último, vino a verme el cura y exigió saber lo que había pasado. No se lo dije a nadie. Sólo fue una discusión, dije. Yo no estaba en la galería cuando se cayó, protesté, y todos me miraron como si lo hubiera matado. Y yo sentí que lo había matado. Me senté en la sala, al lado de su ataúd, pensando: «Lo he matado». Lo miré a la cara hasta que aparecieron manchas delante de mis ojos, y casi me desmayé. Se había destrozado la nuca en el pavimento y su cabeza tenía una forma extraña sobre la almohada. Me obligué a contemplarla, a estudiarla, simplemente porque casi no podía soportar el dolor y el olor a podredumbre, y sentí la tentación, una y otra vez, de abrirle los ojos. Todos éstos eran pensamientos e impulsos demenciales. El pensamiento fundamental era: me había reído de él, no le había creído; no había sido bueno con él. Había caído por culpa mía.