»—No trates de hablar… Está bien —dije a Lestat, que se dejó caer en su silla y estiró las manos para agarrarse de las solapas de mi chaqueta con ambas manos.
»—Pero estoy tan contento de verte —tartamudeó entre sus lágrimas—. He soñado con tu llegada… llegada —dijo. Y entonces hizo una mueca, como si sintiera un dolor que no podía identificar, y una vez más apareció en sus facciones el mapa fino de sus cicatrices. Miró para otra parte y se llevó una mano al oído, como si quisiera defenderse de algún ruido terrible.
»—Yo no… —empezó a decir, y entonces sacudió la cabeza; se le nublaron los ojos cuando los abrió tratando de enfocarme con ellos—. No quise que lo hicieran, Louis… Se lo dije a Santiago… Ése, ¿sabes?, no me dijo lo que pensaba hacer.
»—Ya ha pasado, Lestat —dije.
»—Sí, sí —sacudió violentamente la cabeza—. El pasado. Ella jamás tendría que… ¿Por qué, Louis? Tú sabes… —Sacudió la cabeza: su voz parecía ganar volumen, ganar un poco de resonancia con el esfuerzo—. Ella jamás tendría que haber sido una de nosotros, Louis —y se golpeó el pecho con el puño—. Solamente nosotros.
»“Ella.” Me pareció entonces que jamás había existido. Que había sido un sueño ilógico y fantástico que me era demasiado precioso y personal como para confiarlo a alguien. Y eso había desaparecido hacía tiempo. Lo miré. Lo observé. Y traté de pensar: “Sí, nosotros tres juntos”.
»—No me temas, Lestat —dije, como hablando conmigo mismo—. No vengo a hacerte daño.
»—Has vuelto a mí, Louis —susurró con ese tono fino y chillón—. Has vuelto de regreso a mi casa, Louis, ¿verdad? —Y se mordió el labio y me miró desesperado.
»—No, Lestat. —Sacudí la cabeza. Se puso frenético un instante, volvió a empezar un gesto, y, finalmente, se quedó sentado con las dos manos sobre la cara en un paroxismo de tristeza. El otro vampiro, que me estudiaba fríamente, me preguntó:
»—¿Has vuelto para quedarte con él?
»—No, por cierto que no —contesté. Y él hizo una mueca como si eso fuera lo que esperaba: que todo recaería nuevamente en él, y salió al porche. Pude oír que se quedaba allí, a la espera.
»—Sólo quería verte, Lestat —dije. Pero Lestat no pareció oírme. Algo le distrajo. Y miró con los ojos muy abiertos. Entonces yo también oí. Era una sirena. Y, a medida que se acercaba, cerró los ojos y se cubrió las orejas. Y se acercó más y más por la calle.
»—¡Lestat! —exclamé por encima del llanto del bebé, que ahora resonó con el mismo miedo terrible a la sirena; pero el dolor de Lestat me destrozó; tenía los labios estirados en una mueca horrible de dolor—. ¡Lestat, sólo se trata de una sirena! —le dije estúpidamente. Entonces avanzó hacia mí y me agarró y me abrazó, y, pese a mí mismo, lo tomé de la mano. Se agachó, apretando la cabeza contra mi pecho y apretándome tanto la mano que me dolió. El cuarto estaba lleno de la luz roja del vehículo que hacía sonar la sirena, y luego empezó alejarse.
»—Louis, no puedo soportarlo, no puedo soportarle?—-me gruñó, lacrimoso—. Ayúdame, Louis, quédate conmigo.
»—Pero, ¿qué es lo que te aterroriza? —le pregunté—. ¿No sabes lo que son estas cosas? —Bajé la vista y vi su pelo rubio contra mi chaqueta, y tuve una visión de él de hacía mucho tiempo; aquel caballero alto y elegante, con la cabeza hacia atrás, con la capa ondulante, y su voz rica y sonora cuando cantaba en la atmósfera alegre de la salida de la ópera, con su bastón golpeando el empedrado a ritmo con la música, y sus grandes ojos vivaces dirigidos hacia una joven que se quedaba fascinada, y Lestat sonreía cuando la música moría en sus labios; y, por un momento, ese momento en que se encontraban las miradas, todo el mal parecía ahogarse en ese flujo de placer, esa pasión por estar simplemente vivo.
»¿Fue éste el precio de ese compromiso? ¿Una sensibilidad ahogada por el cambio, temblando de miedo? Pensé serenamente en todas estas cosas que le podría decir, en cómo le podría recordar que era inmortal, que nada lo condenaba a su reclusión salvo sí mismo, y que estaba rodeado por las señales inequívocas de la muerte. Pero no dije esas cosas y supe que no lo haría.
»El silencio de la habitación volvió a reinar en torno de nosotros una vez que el vehículo de la sirena se alejó. Las moscas volaban sobre el cuerpo pútrido de una rata y el niño me miró con calma; sus ojos parecían dos canicas brillantes; cerró las manos en el dedo que le puse encima de la pequeña boca suave.
»Lestat se había enderezado, pero sólo para agacharse y hundirse de nuevo en el asiento.
»—No te quedarás conmigo —dijo suspirando; pero desvió la mirada y pareció concentrarse en otra cosa—. Quería tanto hablar contigo… —dijo—. ¡Esa noche en que llegué a la rué Royale sólo quería hablar contigo! —Se estremeció violentamente, con los ojos cerrados y la garganta al parecer contraída. Fue como si los golpes que entonces yo le había propinado le estuvieran doliendo todavía. Miró ciegamente hacia delante, humedeció sus labios con la lengua, y, con la voz baja, casi natural, dijo: Te seguí a París…
»—¿Eso era lo que querías contarme? —le pregunté—. ¿De qué querías hablarme?
»Yo podía recordar su insistencia demencial en el Théàtre des Vampires. Hacía años que no me acordaba. No, jamás había pensado en ello. Y me di cuenta de que ahora lo mencionaba con gran renuncia.
»Pero él únicamente sonrió con esa sonrisa insípida, apologética. Y sacudió la cabeza. Vi que se le llenaban los desesperados ojos con una secreción blanda, legañosa.
»Sentí un alivio profundo, innegable.
»—¡Pero tú te quedarás! —insistió.
»—No —contesté.
»—¡Ni yo tampoco! —exclamó el joven vampiro desde la oscuridad de la galería. Y se quedó un instante en la ventana mirándonos. Lestat lo miró y luego desvió la mirada cobardemente. Su labio inferior pareció hincharse y temblar.
»—Cierra, cierra —dijo, señalando con el dedo la ventana. Luego lanzó un sollozo y, cubriéndose la boca con la mano, agachó la cabeza y lloró.
»El joven vampiro desapareció. Oí sus pasos rápidos en el sendero, luego el fuerte rechinar de la puerta de hierro. Me quedé solo con Lestat, mientras él lloraba. Me parece que pasó mucho tiempo antes de que dejara de hacerlo. Y, durante todo ese tiempo, yo lo observaba, simplemente. Pensaba en todas las cosas que habían pasado entre nosotros. Recordé cosas que creía absolutamente olvidadas. Y entonces tomé conciencia de esa tristeza abrumadora que había sentido cuando con templé la casa en la rué Royale donde habíamos vivido. Únicamente que no me pareció tristeza por Lestat, por aquel vampiro alegre y elegante que allí había vivido. Pareció tristeza por otra cosa, algo que superaba a Lestat, que sólo lo incluía y era parte de la inmensa tristeza por todas las cosas que alguna vez yo había perdido o amado, o conocido. Me pareció entonces que yo estaba en otro sitio, en otro tiempo. Y ese sentimiento fue muy real, pues me acordé de una habitación donde los insectos habían zumbado como ahora zumbaban aquí, y el aire había estado espeso y cerrado por la muerte, aunque mezclado con el perfume de la primavera que reinaba afuera. Y yo estaba a punto de conocer ese lugar y de conocer, con él, un dolor terrible, un dolor tan terrible que mi mente lo eludió: “No —pensé—, no me lleves de vuelta a ese sitio”. Por eso retrocedí evitando aquellos recuerdos. Y ahí estaba yo de nuevo con Lestat. Atónito, vi que mi propio miedo caía, líquido, sobre el rostro del niño. Vi brillar su mejilla, que se llenaba con la sonrisa del niño. Debe de haber visto la luz en mis lágrimas. Le puse una mano sobre la cara y le limpié las lágrimas y las miré con sorpresa.
»—Pero, Louis… —decía Lestat en voz baja—. ¿Cómo puedes seguir como antes, cómo puedes soportarlo? —Levantó la vista y tenía la misma mueca y el rostro cubierto de lágrimas—. Dímelo, Louis, ayúdame a comprender. ¿Cómo puedes llegar a entender todo esto? ¿Cómo puedes aguantarlo?